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Andrés Villena

Algunos grandes empresarios españoles están muy preocupados, e incluso desolados por una España en la que la deuda pública, la inflación y el desgobierno socialista amenazan con destruir todo lo logrado desde que se recuperara la democracia. La patronal CEOE, con su presidente, Antonio Garamendi, puesto injustamente en cuestión por un elevado salario anual, ni siquiera ha querido participar en la subida del salario mínimo y se ha desmarcado de los necesarios acuerdos tripartitos.

Los banqueros, a través de sus patronales, han recurrido a la Justicia por un impuesto confiscatorio que amenaza con encarecer el crédito y secar la rentabilidad de un sector históricamente desprotegido. Las atomizadas empresas productoras de energía se han sumado a esta protesta contra el saqueo político en mitad de una de las más graves crisis de suministros. El espíritu de la destrucción creativa, el que el economista austríaco Joseph Schumpeter definiera como el verdadero vector del capitalismo, se encuentra hoy proscrito, monitorizado y encallecido por el señoreaje estatal y, mucho más gravemente, por la castrante Agencia Tributaria, que afila sus cuchillos en medio de una orgía de gasto público preelectoral.

Los mensajes negativos prevalecen, aunque solo sean caricaturas, para quienes quieran ponerlos a cuidar de sus prejuicios. Pero, al margen de este relato sobre una desdibujada y oprimida Marca España, tan bien patrocinado y suministrado periódicamente en finas dosis, existe una historia plagada de datos, de nombres y apellidos, pendiente de ser contada y leída con atención. Se trata de la historia de un país, España, una nación con un enorme potencial económico, con una cultura milenaria y un esfuerzo formativo y profesional ejemplar, que se encuentra bajo una condición paradójica: las instituciones custodian a una clase empresarial privilegiada contra los vaivenes y riesgos del peligroso libre mercado, cada vez más abierto a turbulencias de distinto tipo.

Se trata del otro país. De un régimen corporativo que vive de posiciones ventajosas adquiridas en el pasado, acumuladas por desposesión y expropiación o compradas de saldo en operaciones diseñadas con nocturna legalidad. Una estructura de poder privado que vive de las rentas y ventajas de un Estado con el que se funde y confunde y cuya complicidad requiere para mantener sus beneficios en el interior y el exterior. Dicha condición no es precisamente exclusiva de nuestra patria, sino más bien un factor común a casi todas las sociedades capitalistas.

Una advertencia histórica

“Los intereses de quienes trafican en ciertos ramos del comercio o de las manufacturas no solo son diferentes, sino por completo opuestos al bien público. El interés de los empresarios siempre es ensanchar el mercado pero estrechar la competencia (…) Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación comercial que venga de esta categoría de personas debe siempre ser considerada con la máxima precaución (…), porque provendrá de una clase de hombres cuyos intereses nunca coinciden exactamente con los de la sociedad, que tienen generalmente un interés en engañar e incluso oprimir a la comunidad, y que de hecho la han engañado y oprimido en numerosas oportunidades”.

El autor de este párrafo, poco o nada apócrifo, no es precisamente el comunista Carlos Marx, ni el novelista Eduardo Galeano. Ni siquiera un John Maynard Keynes, ni un John K. Galbraith ni un Ralph Miliband. Se trata, como le gusta señalar al profesor Federico Aguilera Klink, de Adam Smith en su ensayo publicado en 1776, La riqueza de las naciones. Smith, uno de los primeros economistas, imbuido por una contradictoria fe racionalista, postulaba las ventajas de la división del trabajo, del comercio internacional y de la especialización facilitada por el desarrollo industrial del capitalismo, pero advertía de que algunos de los mayores obstáculos podrían venir de las clases dominantes. Se trataba de los terratenientes, que nada nuevo producían a partir de sus extensas posesiones, y de aquellos capitalistas que explotaban posiciones monopolísticas ventajosas frecuentemente alimentadas por gobiernos a los que les unían numerosos lazos profesionales y carnales.

El espíritu transformador del capitalismo no parece haber terminado con esta categoría histórica. La banca norteamericana disfrutó, en 2008, de un préstamo preferente de hasta 800.000 millones de euros para el destilado de sus activos más tóxicos; una buena caterva de dirigentes de los bancos de inversión de los locos años noventa y dos mil, como Mario Monti, Lucas Papademos, Mario Draghi o Luis de Guindos, pasaron en los dos mil diez a regir, por una parte, las instituciones públicas que aplicaron los planes fiscales de austeridad que empobrecieron a la mayoría y, por otra, las políticas monetarias expansivas que descargaron a los bancos de sus hipotecas más oscuras. Los hubo también que circularon desde la dirección de gigantes extintos como Lehman Brothers, productor y difusor masivo de hipotecas locas, a fondos especializados en el ámbito inmobiliario como Blackstone, que se encuentra hoy día a cargo de millones de inmuebles a precios inaccesibles.

Detrás de este transformismo institucional destaca una extracción y captura de rentas que devuelve poco o nada a la sociedad; para el economista norteamericano Michael Hudson, la condición rentista es dominante en las economías occidentales; en estas, una ambivalente ideología meritocrática recubre ideológicamente esta condición de sumisión fija. Una pesadilla contra la que alertó hace más de dos siglos el economista clásico David Ricardo, que demostró el acierto de su análisis siendo capaz de comprarse un escaño parlamentario a partir de la riqueza adquirida gracias a sus ejercicios de especulación sobre la batalla de Waterloo.

España, con un trasfondo de atraso productivo e institucional, realimentado y actualizado por los golpes militares contra los intentos de renovación republicana, constituye un caso especialmente llamativo. El rápido proceso industrializador de la posguerra nació de un pacto con una aristocracia que disfrutó de los beneficios de las políticas autárquicas. La apertura económica y el desequilibrado crecimiento en los años 60 buscaron el equilibrio entre un poder multinacional que situaba sus alfiles industriales sobre el territorio patrio, una burguesía afín al régimen que detentaba sus parcelas de propiedad empresarial y una clase política acostumbrada a hacer compatible la dirección de los aparatos del Estado con el disfrute de posiciones económicas ventajosas. Resulta irónico que quien entonces denunciara el poder monopolista de la banca y las finanzas, el economista Ramón Tamames, sea en estos momentos el candidato que propone la extrema derecha para derrocar al gobierno que más ha molestado a dichos monopolios en los últimos años.

Esta concentración de poder empresarial impermeable a los cambios políticos y revestida por una burocracia tecnocrática es uno de los rasgos principales de una clase dominante que llega hasta 1992, cuando el gobierno socialista presidido por Felipe González estrenó, en aquel año de gracia de la Exposición Universal de Sevilla y de las Olimpiadas de Barcelona, el índice bursátil Ibex-35, una síntesis de las principales industrias del país, una confluencia entre la riqueza pública proveniente del franquista Instituto Nacional de Industria y de los distintos monopolios naturales protegidos y reforzados por la dictadura.

La riqueza cambia de bolsillo

El nacimiento y la evolución de este índice nos permiten comprobar aquella afirmación del financiero Juan March: que la riqueza, en España, más que crearse o destruirse, cambia de bolsillo. Por ello, no es extraño que de los siete grandes bancos en los años ochenta hayamos pasado a tener tres que se han beneficiado del mimo estatal: CaixaBank se ha tragado al gigante nacionalizado Bankia, resultante de una más que cuestionable fusión de distintas Cajas de ahorro; el BBV se hizo con Argentaria, un holding que integraba a los bancos públicos especializados; por último, el Banco Santander –resultante de absorber al Banco Central y al Banco Hispano–, ha sido una auténtica aspiradora de entidades con polémicos riesgos de solvencia, como Banesto o el Banco Popular, entre otros.

Las empresas eléctricas o energéticas no han sido ajenas a este reparto. Ni tampoco las constructoras. Todas ellas han experimentado un proceso de concentración sin igual, aparte de sobresalientes concesiones estatales. La multinacional Naturgy se ha beneficiado de la absorción de la eléctrica Unión Fenosa, y de la privatización de las distintas empresas saneadas estatalmente bajo la marca Gas Natural. La antigua Empresa Nacional de Electricidad, Endesa, también dio cobijo a distintas entidades públicas que, tras la batalla accionarial de 2006 y 2007, fueron vendidas al capital italiano. Iberdrola, una de las entidades más potentes en materia de renovables, contó también desde sus orígenes con un apoyo político que subrayaba la buena relación entre la élite franquista y la familia Oriol y Urquijo, partidarios del golpe militar de 1936 e impulsores de la gran patronal eléctrica, la promotora de buena parte de la legislación nacional.

Las empresas constructoras se hicieron grandes gracias a las concesiones de un Estado en plena posguerra y no han parado de crecer y de extender sus negocios dentro y fuera del país. Un ejemplo es la OHLA del ya jubilado Juan Miguel Villar Mir, gerontócrata franquista y exministro. Varias de las siglas de su multinacional, para las que el emérito Juan Carlos ha mediado en numerosas ocasiones, comenzaron su despegue construyendo el Valle de los Caídos. Ninguna de las otras oligarquías del ladrillo, como Ferrovial, ACS o FCC, podrían explicar su éxito actual sin recordar sus acertados procesos de concentración y absorción de empresas, ni tampoco su papel como contratistas privilegiados, ahora ramificado a servicios de todo tipo para los ocho mil ayuntamientos españoles.

Las implicaciones actuales de las actuaciones de estas grandes empresas han quedado recientemente subrayadas por una sentencia de la Audiencia Nacional que exime a estas constructoras de rendir cuentas por haber funcionado en forma de cártel frente a la Administración, lo que les habría permitido repartirse los contratos públicos durante las décadas pasadas, y, probablemente, durante las que estén por venir.

Que todos estos intercambios sean vistos y narrados como normales por los medios y la opinión pública explican muchas cosas. Por ejemplo, que el padre de Iván Espinosa de los Monteros, dirigente de Vox, IV marqués de Valtierra, expresidente de Iberia y exvicepresidente de Inditex, haya ejercido durante siete años como alto comisario de la Marca España en el Ministerio de Exteriores; que el exministro del PP Luis de Guindos sea hoy día vicepresidente del Banco Central Europeo, la entidad que antaño salvara los activos tóxicos de la banca y actualmente sube los intereses para mejorar su rentabilidad; que la exministra de Trabajo, Fátima Báñez, proclive a rezar por la recuperación del empleo español, forme parte de la junta directiva de la CEOE, opuesta a la subida de salarios; y que el rey emérito, uno de los grandes mediadores con los petroestados cuyos fondos seducen al Ibex-35, sea considerado un ciudadano ejemplar por parte de toda esta élite empresarial.

El rey desnudo

El rey desnudo

España sigue siendo un país de campeones paradójicos. Una champions de grandes empresas beneficiadas por un aparato industrial público vendido a medio descongelar en la lonja de los gobiernos modernizadores de las décadas de la euforia; un tejido empresarial penetrado por fondos de inversión centrados en las rentabilidades a corto plazo y por acumulaciones soberanas de dinero mayoritariamente procedentes de países en los que los derechos civiles son más extraños que el lince ibérico.

Un país que afirma querer venderse mejor cuando ha dejado casi todo el pescado a precio de saldo. Una nación que resuena en todo el planeta pero que, en realidad, se rompe por unos intereses que la trocean en búsqueda de una sangrante rentabilidad. Es preciso, como alertaran los economistas clásicos hace ya más de dos siglos, romper ese cordón umbilical que ha edificado un sistema que no solo amenaza a los trabajadores, a la sociedad y a los recursos naturales de los que dependemos como seres vivos, sino también a unas empresas modernas y merecedoras de reconocimiento, incomprendidas por unas instituciones que, enfundadas en la enseña nacional, han sido tradicionalmente incapaces de mirar hacia la esencia de nuestro país. Sobre este ha de volver a brillar la luz de un sol que para algunos nunca se posa y que para los demás pocas veces ha lucido de cara.

* Andrés Villena Oliver es doctor en Sociología y autor del libro ‘Las redes del poder España’ (Roca). Imparte clases de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid.

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