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Hacia la tierra insumisa
La idea del perdón ha atravesado las culturas hasta llegar al tiempo de las redes sociales, donde el arrepentimiento tal vez existe, pero jamás se convierte en trending topic.
En un momento poco inclinado a la reflexión moral, el presidente López Obrador decidió hacer un uso social del perdón. De manera encomiable, pidió disculpas a los familiares de los cinco jóvenes que fueron víctimas de desaparición forzada en Tierra Blanca, Veracruz, y a la escritora Lydia Cacho por los abusos sufridos ante un Estado incapaz de garantizar la seguridad y la justicia. Es significativo que un gobierno reconozca errores en el ámbito de su competencia. Aunque el vacío legal haya ocurrido antes, pedir perdón anuncia que eso no volverá a ocurrir. Disculparse compromete.
Sin embargo, cuando se solicita que otro país se arrepienta por lo que sus antepasados hicieron hace siglos la situación cambia. La Conquista sometió con crueldad a los pueblos prehispánicos y aniquiló buena parte de sus tradiciones. Pero el expolio continuó durante los siguientes 200 años. Al término de la Colonia, el 75% de la población hablaba una lengua indígena. Hoy esa cifra no llega al 6.6%. El exterminio cultural de los pueblos originarios es responsabilidad del México contemporáneo.
Para encubrir el sistemático despojo a las etnias del país, el discurso oficial le pasa la factura a la Conquista: México es injusto porque Cortés se llevó el oro y dos siglos no bastan para reponerse. De acuerdo con esta versión, hace siglos fuimos mexicanos en esplendor, luego nos sojuzgaron y finalmente volvimos a ser mexicanos. La mezcla que define lo que somos, el mundo criollo, parece no haber existido.
En su política interna, López Obrador no ha sido favorable a las causas de los pueblos originarios. El Concejo Indígena de Gobierno, los zapatistas y el Encuentro en Defensa del Territorio condenan proyectos desarrollistas como el Tren Maya, el Corredor Comercial del Istmo de Tehuantepec y la termoeléctrica de Morelos (a la que el propio López Obrador se opuso en su campaña) que devastarán el territorio, beneficiando a las grandes corporaciones. ¿Tiene sentido que un mandatario ajeno a los indígenas pretenda hablar en nombre de ellos ante el Papa y el rey de España?
Poco después del levantamiento zapatista, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari anunció el hallazgo de la tumba de la Reina Roja en Palenque. Aunque se trataba de una noticia de relevancia, fue presentada con excesivo despliegue, como si el destino de la patria dependiera de ella. Así se sugería que los verdaderos indios están en los museos y los sitios arqueológicos, no haciendo incómodas rebeliones.
Algo similar ocurre ahora: mientras se soslaya a los indígenas de hoy, se pide a otros países que se disculpen por el daño cometido a sus ancestros. Siguiendo esa lógica, también habría que pedirle a los aztecas que se disculparan ante los pueblos que agredieron. En la Relación de Michoacán, de 1540, un mandatario purépecha comenta: “Son muy astutos los mexicanos en hablar y son muy arteros a la verdad […] Como no han podido conquistar algunos pueblos quiérense vengar en nosotros y llevarnos por traición a matar y nos quieren destruir”. Y en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, concluida en 1575, el cacique gordo de Cempoala cuenta cómo los recaudadores de Moctezuma secuestran a 20 indias e indios totonacos para sacrificarlos a Huitzilopochtli. Por su parte, los purépechas y los totonacos habían desplazado a poblaciones previas. Extender la cadena del perdón hasta el primer ultraje resulta ocioso.
Los pueblos originarios siguen padeciendo el oprobio y merecen respuestas en tiempo presente.
Diálogos en la diferencia
En mayo de este año, una delegación zapatista zarpó a Europa para conmemorar ahí los 500 años de la caída de Tenochtitlan. No van guiados por un ánimo revanchista: “¿De qué nos va a pedir perdón España? ¿De haber parido a Cervantes?”, dijeron en un comunicado. La travesía aspira a entablar diálogos en la diferencia.
Desde 1994 el zapatismo ha hecho versátiles propuestas. A los pocos días del levantamiento, depuso las armas y buscó la autonomía indígena por vía legal. Su objetivo no era fracturar al país, sino encontrar una articulación más justa para los pueblos que han sufrido un despojo secular. En 1996 firmaron los Acuerdos de San Andrés con el gobierno de Ernesto Zedillo, pero el Congreso no los convirtió en ley. En 2001, cuando la alternancia democrática auguró un cambio, emprendieron la Marcha del Color de la Tierra de Chiapas a la Ciudad de México. La comandante Esther habló ante el Congreso y pidió que las leyes entraran en vigor; sin embargo, ningún partido quiso honrar los Acuerdos ya firmados. Los zapatistas volvieron a sus territorios y en situaciones de gran precariedad transformaron la educación, la salud y la justicia, protegiendo la ecología y fomentando la equidad de género. El éxito de sus Juntas de Buen Gobierno hizo que personas ajenas a esas comunidades dirimieran ahí sus contenciosos.
En 2017, los zapatistas apoyaron a Marichuy Patricio Martínez como candidata independiente a las elecciones de 2018. No pretendían acceder a una cuota de poder, sino a una tribuna para dar voz a los pueblos originarios. Las discriminatorias condiciones para recabar firmas digitales, en teléfonos de gama alta ajenos al poder adquisitivo de las comunidades, obstaculizó esa aventura.
Otro viraje decisivo en el zapatismo fue la extinción de la figura del subcomandante Marcos, que alcanzó rango mediático mundial. En un giro insólito (y muy cervantino), Marcos se transformó en Galeano, que es albacea de los textos del “difunto” y cumple el papel de comentarista de un movimiento que acompaña pero no dirige.
“Vamos despacio porque el camino es largo” han dicho los rebeldes. En agosto de 1994, unas 600 personas nos reunimos en la selva tojolabal para conocerlos. En su excepcional discurso, Marcos se refirió al presídium como el puente de mando de un navío e hizo alusiones al barco en la selva de Fitzcarraldo y al Arca de Noé. El cielo entró en sintonía con sus palabras y un diluvio de dimensiones bíblicas cayó sobre nosotros. El techo de tela se vino abajo y rodamos entre el lodo. Interrogado sobre el punto débil del encuentro, Marcos respondió con ironía: “La lona”.
La reunión de hace 27 años prefiguró lo que ocurre hoy. El 3 de mayo siete zapatistas zarparon a Europa. Su barco se llama La Montaña y revela que la geografía es portátil. Los tripulantes (cuatro mujeres, dos varones y un otroa sin definición sexual binaria) se prepararon para la expedición en una réplica del barco, hecha en la selva, a la que sólo le faltaba el agua. Su principal recurso náutico era la imaginación, y resultó tan eficaz que el 20 de junio desembarcaron en Vigo.
El cambio climático ha puesto al planeta al borde del colapso. Quienes protegen las milpas desde abajo y piden perdón por plantar una semilla emprendieron la travesía en busca de respuestas globales a la explotación inmoderada de la naturaleza.
Los siete de la tribu hablan tojolabal, cho’ol, tzeltal y tzotzil, lo cual quiere decir que también hablan español, pues todos los indígenas de México son, por lo menos, bilingües. Cumplirán así el sueño de Cervantes, que aspiró a un puesto en el Soconusco: lo que el maestro no pudo decir de Chiapas lo dirán los quijotes chiapanecos.
El primero o primera en desembarcar fue Marijosé, representante de la diversidad sexual que rebautizó Europa como Slumil K’Ajxemk ‘Op: “Tierra insumisa” o “Tierra que no se resigna”.
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*Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) fue Premio Herralde de Novela en 2004 por ‘El testigo’ y es autor de ensayos como ‘Efectos personales’ o ‘La utilidad del deseo’. Como cronista ha escrito obras como ‘El vértigo horizontal’. Todos estos libros han sido publicados en España por la editorial Anagrama.
*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí