Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
La Victoria
“En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, nuestras tropas victoriosas han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”, decía el último parte oficial emitido desde el cuartel general de Franco el 1 de abril de 1939, con la voz del locutor y actor Fernando Fernández de Córdoba.
El 1 de abril de 1939 era sábado de pasión, el día anterior al Domingo de Ramos, y la Semana Santa fue una extraordinaria ocasión para restaurar en algunas ciudades como Madrid, Valencia o Barcelona la liturgia de fechas tan señaladas, “el triunfo de la Ciudad de Dios y la Resurrección de España”. Era el inicio de una nueva liturgia barroca, político-religiosa, llena de gestos, creencias y fervor, con el Cristo crucificado saliendo de las iglesias hacia las procesiones y la multitud recibiéndole con el saludo fascista.
Ninguna faceta de la vida política y social quedó al margen de esa construcción simbólica de la dictadura. El calendario de fiestas, instaurado oficialmente por una orden de Ramón Serrano Suñer de 9 de marzo de 1940, aunque algunas de ellas habían comenzado a celebrarse desde el comienzo de la guerra civil en el territorio ocupado por los militares rebeldes, resumía la voluntad y universo conmemorativos de los vencedores.
Se restauraron, en primer lugar, las fiestas religiosas suprimidas por la República, desde la Epifanía a la Navidad. Junto a las religiosas, se subrayaban las de carácter tradicional de la verdadera España —el Dos de Mayo y el 12 de octubre—. Pero las que definían ese nuevo universo simbólico de la dictadura eran las creadas para celebrar los nuevos valores e ideas puestos en marcha con el golpe de Estado y la guerra: el 1 de abril, “Día de la Victoria”; el 18 de julio, “Día del Alzamiento”; el 1 de octubre, “Día del Caudillo”; y el 20 de noviembre, para recordar el fusilamiento del líder falangista José Antonio Primo de Rivera.
Eran momentos de fiesta, tedeum, resurrección de España y de honra a los mártires de la Cruzada. Pocas horas después de anunciar que el ejército rojo estaba cautivo y desarmado, el Generalísimo recibió un telegrama de Pío XII, el antes cardenal Eugenio Pacelli, que había sido elegido Papa el 2 de marzo de ese mismo año, tras la muerte de Pío XI el 10 de febrero. Tampoco faltó a la cita de felicitación el cardenal Isidro Gomá, quien desde Pamplona recordaba a Franco el 3 de abril “con qué interés me uní desde el comienzo a sus afanes; cómo colaboré con mis pobres fuerzas y dentro de mis atribuciones de Prelado de la Iglesia a la gran empresa”.
La gran empresa era la regeneración total de una nación nueva forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica y el ateísmo revolucionario, todos los demonios enterrados por la victoria de las armas de Franco con la protección divina. Se trataba del logro de la confesionalidad católica del Estado, del “despotismo de militares y clérigos”, como lo llamaba Barcala, uno de los personajes de La velada de Benicarló de Manuel Azaña. Las ciudades y campos se llenaron de desfiles, manifestaciones de la victoria, regreso simbólico de las vírgenes a sus lugares sagrados, actos de desagravios y procesiones.
Franco y sus compañeros de armas habían salido al rescate de la patria, lo cual legitimaba el golpe de Estado y la sangrienta guerra civil. En realidad, ese objetivo de redimir a España era el común denominador de las fuerzas políticas y sociales que se sumaron a esa “gran empresa”, identificadas más por lo que querían destruir —la República, el liberalismo, el comunismo— que por un acuerdo sobre la definición del nuevo régimen.
Obispos y sacerdotes celebraron durante mucho tiempo en catedrales e iglesias actos religiosos y ceremonias fúnebres en memoria de los mártires. Bajo aquellos “días luminosos” de la paz de Franco, sus restos fueron exhumados y trasladados en cortejos que recorrían con gran solemnidad numerosos pueblos y ciudades, desde los cementerios y lugares de martirio a las capillas e iglesias elegidas para el descanso eterno de sus restos. En todas las ciudades, el Día de los Caídos se celebró, en la posguerra y en los posteriores años del desarrollo, con misas, ofrendas de flores y desfiles. Eran signos de la victoria, presentes todavía a comienzos de los años setenta, una compensación simbólica para los muertos de un bando que nunca se extendió a los del otro.
Los vencedores estaban ganando una paz duradera, construyendo un nuevo Estado y una nueva España en la que las aguas volvían a su cauce, al anterior a 1931, y al mismo tiempo la historia comenzaba de cero. Pero más allá de las apariencias, de la retórica y de las ceremonias, había que eliminar de forma violenta, sin concesiones al perdón o a la reconciliación, a la anti-España, a quienes vivieron en ella y a sus símbolos e ideas.
Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas en la década posterior al final de la guerra, la mayoría de ellas en las últimas provincias conquistadas por el ejército de Franco. Entre esos miles de fusilados había personajes ilustres, detenidos en Francia, a partir de una lista proporcionada por José Félix Lequerica, y entregados a las autoridades franquistas por la Gestapo, como Lluís Companys, presidente de la Generalitat, o ministros de la República durante la guerra, como el socialista Julián Zugazagoitia y el anarquista Joan Peiró.
La dictadura de Franco, salida de la guerra civil y consolidada en los años de la Segunda Guerra Mundial, situó a España en la misma senda de muerte y crimen seguida por la mayoría de los países de Europa. Se necesitaban personas que planificaran esa violencia e intelectuales, políticos y clérigos que la justificaran. La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo Estado. Esa cultura política de la violencia, de la división entre vencedores y vencidos, “patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se impuso en la sociedad española al menos durante dos décadas después del final de la guerra civil.
Fue una justicia de excepción, montada para reprimir con efectos retroactivos las actividades que eran legales en el momento de producirse, la resistencia a la rebelión militar y la adhesión durante la guerra a la España republicana. Porque la principal característica de esa violencia es que estaba organizada desde arriba, basada en la jurisdicción militar, que prácticamente suplantó a la ordinaria.
Aunque la explosión de venganza en las últimas ciudades conquistadas fue acompañada todavía de “paseos” y fusilamientos sin juicios, pronto se impuso el monopolio de la violencia del nuevo Estado, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de terror sancionados y legitimados por leyes. Los consejos de guerra, por los que pasaron decenas de miles de personas entre 1939 y 1945, eran meras farsas jurídicas que nada tenían que probar, porque ya estaba demostrado de entrada que los acusados eran rojos y, por lo tanto, culpables. Los sublevados castigaban por “rebelión” a quienes habían permanecido leales a su gobierno constitucional.
Toda esa maquinaria de terror organizado desde arriba requería, sin embargo, una amplia participación "popular", de informantes, denunciantes, delatores, entre los que no sólo se encontraban los beneficiarios naturales de la victoria, la Iglesia, los militares, la Falange y la derecha de siempre. La purga era, por supuesto, tanto social como política y los poderosos de la comunidad, la gente de orden, las autoridades, aprovecharon la oportunidad para deshacerse de los "indeseables", "animales" y revoltosos. Pero lo que esa minoría quería lo aprobaban muchos más, que veían políticamente necesario el castigo de sus vecinos, a quienes acusaban o no defendían si otros los acusaban.
Denunciar "delitos", señalar a los "delincuentes", era cosa de los "buenos patriotas", de quienes estaban forjando la "Nueva España". La denuncia se convirtió así en el primer eslabón de la justicia de Franco
Eran tiempos de odios personales, de denuncias y de silencio. Colaborar mediante la delación significaba implicarse también en la incoación de la amplia gama de procesos sumariales desplegada por los vencedores. Por eso se insistía tanto en la participación activa y se perseguía y se sancionaba la pasividad. El terror exigía también romper los lazos de amistad y de solidaridad social, impedir cualquier germen de resistencia. Porque denunciar "delitos", señalar a los "delincuentes", era cosa de los "buenos patriotas", de quienes estaban forjando la "Nueva España". La denuncia se convirtió así en el primer eslabón de la justicia de Franco, una forma estimulada de poder saltar la barrera construida entre los rojos y los vencedores.
Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Detrás de todo ese proceso de depuración había un doble objetivo: privar de su trabajo y medios de vida a los "desafectos al régimen", un castigo ejemplar que condenaba a los inculpados a la marginación; y, en segundo lugar, asegurar el puesto de trabajo a todos los que habían servido a la causa nacional durante la guerra civil y mostraban su fidelidad al Movimiento. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la "adhesión inquebrantable" de todos aquellos beneficiados por la victoria.
Y así aguantó el Caudillo, administrando las rentas de esa inversión duradera que fue la represión, con leyes que mantuvieron los órganos jurisdiccionales especiales, con un ejército que, unido en torno a él, no presentaba fisuras, con la máscara que la Iglesia le proporcionó como refugio de su tiranía y crueldad y con el apoyo de amplios sectores sociales, desde los terratenientes e industriales a los propietarios rurales más pobres. Después llegarían los grandes desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, pero el aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el orden y la unidad. Una Victoria de casi cuatro décadas.
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