El PP abraza a Puigdemont por Navidad Pilar Velasco
Lo real siempre vuelve
Allá por junio de 2014 la abdicación del rey fue sentida y pensada como una pequeña victoria del ciclo de cambio político iniciado el 15 de mayo de 2011 y traducido, interpretado o, por qué no, traicionado (ya saben, traduttori, traditori) por Podemos y las iniciativas municipalistas. Parecía que España ya no podía seguir aceptando tanta corrupción, abusos de poder y podredumbre moral y cívica de las élites gobernantes y los representantes de las instituciones del Estado.
Esa pequeña victoria sentida daba cuenta de límites y de avances indudables. Los límites no se referían solo al moderado alcance del deseo (¿quién no aspiraba a algo más que a una mera abdicación en favor de su vástago?), si no, también, a las propias fuerzas –sociales, culturales y políticas– con que se contaba. Pues, ¿quién tenía en mente la forma –territorial, administrativa, orgánica– que pudiera adoptar ese “más allá” de la mera abdicación? ¿Qué forma de Estado éramos capaces no solo de imaginar, sino de proyectar como aceptable, en el corto o medio plazo, para una mayoría de la población española? Es más, ¿qué república, si era una república lo que se tenía en mente, estaba a la altura de lo deseable y de lo posible? ¿Cómo iba a resolver problemas territoriales, nacionales, históricos tantos años irresueltos? ¿Cómo representar la unidad del Estado en aquel momento, pues es eso, la unidad de las diferencias, lo que representa una jefatura del Estado?
Los avances, sin embargo, no eran despreciables: parecía que el sistema (o régimen) político español no podía permitirse más desgaste, más desafección, no podía seguir alimentando el abismo, sin duda inasumible para una democracia endémicamente incapaz de reformarse a sí misma, que se abría entre las razones de la población y aquellas de sus dirigentes, es decir, entre los sacrificios ampliados que una mayoría social debía realizar tras la crisis financiera y del injusto y precario modelo de desarrollo, y un bloque histórico dirigente conformado por la descomposición de unas élites políticas, culturales, pero también financieras y empresariales que, coronadas, nunca mejor dicho, por el representante simbólico y real de la unidad de las diferencias, parecían haberse emancipado por completo de los mínimos y escasos pactos sociales que, mal que bien, habían forjado los consensos de la transición política.
Permítanme por ahora destacar, simplemente, y no es poco, que la vuelta del rey emérito para una regata muestra, me temo, nuestro propio naufragio
La abdicación, todo lo limitada que fuera, tanto por la debilidad del régimen político como por la de sus fuerzas críticas o antagonistas, parecía sin embargo indicar un avance en lo que se perfilaba como una mutación social que, sin forma política definida, era con todo capaz de conformar o articular una amplia mayoría social que empezaba a verse reflejada tanto en las distintas formas de representación política como en las nuevas expresiones del sentido común de época. La abdicación se enmarcaba así, y por decirlo con una metáfora usada y ya desgastada entonces, en aquella ventana de oportunidad política que se abría ante nosotros (un momento instituyente, si lo prefieren) y por la que parecía más fácil colarse, procediendo a una más o menos profunda reforma política desde dentro, que aprovechar para ensanchar a martillazos hasta acabar por derrumbar el edificio entero.
Me voy a ahorrar las razones por las que considero que hemos llegado a donde estamos hoy, vale decir, a la quiebra definitiva de ese momento instituyente, al cierre a cal y canto de aquella ventana de oportunidad política. Recorrer estas razones, y hacerlo con un mínimo de detalle, obligaría a reescribir la historia misma de la emergencia y clausura de ese ciclo de cambio político y, sobre todo, a identificar los errores cometidos. Algunos, qué duda cabe, forzados por el adversario, pero otros, me temo que demasiados, fruto y responsabilidad únicas de los actores políticos que habitamos aquel ciclo político. Permítanme por ahora destacar, simplemente, y no es poco, que la vuelta del rey emérito para una regata muestra, me temo, nuestro propio naufragio.
El rey vuelve, sí, pero no lo hace a una casa privada en la que encerrar su memoria y su vergüenza porque el Estado, las instituciones y las relaciones de fuerza sean ya otras que las que regían antes de su abdicación. Tampoco regresa tras cambios legislativos, políticos y normativos que, al menos (y qué menos), sentencien hoy la imposibilidad de que algo similar vuelva, nos vuelva, a suceder. Ni siquiera vuelve el rey, qué triste tener siquiera que señalarlo, tras una pública petición de perdón. El perdón, sí, esa vieja enseñanza moral que, aprendida al menos desde la historia de José y sus hermanos –que tan poco parecen recordar los más aguerridos propagandistas de la moral cristiana–, se nos presenta siempre como condición indispensable para reanudar el tiempo roto por la ofensa, para restañar el daño y permitir así la continuidad de lo que había quedado roto o herido.
Pero no, en nuestra historia política, menos aleccionadora y bastante más chusca que la del Antiguo Testamento, la vuelta del rey trae consigo, en forma de repetición trágica, la herida misma, que se niega a cicatrizar. Y no, no es la de la izquierda, ni la de las clases populares o la de los republicanos cada vez más numerosos, tampoco la de los monárquicos de bien, la herida que vuelve con el rey es la de una estructura de sentimiento, que diría Raymond Williams, por la que acabamos viviendo nuestra propia historia cultural y política como la de una imposibilidad y una derrota permanentes. Una historia en la que parece que nada puede cambiar porque nada es al final posible; una historia, en fin, por la que los momentos de movilización y deseo colectivo de transformación se nos presentan como espejismos que nos devuelven una y otra vez a la casilla de salida. Al final, la vuelta del rey, con toda su obscenidad cínica, nos pone frente a nuestra propia derrota o, como dirían quizá los lacanianos, ante la vuelta de lo real, es decir, frente a ese núcleo traumático de nuestra historia que siempre vuelve.
Vuelve así, para las izquierdas a la izquierda del PSOE, la tentación de la imposibilidad como forma de identidad política, es decir, la pulsión de definirse como oposición a lo existente pero sin capacidad, en fin, de transformarlo. De alejarse así, día tras día, del sentido común de su época y replegarse a posiciones ya transitadas una y mil veces a la espera, como mucho, de otro momento instituyente, de otro 15M en el que, esta vez sí, por fin, se harán las cosas bien. Para las izquierdas de Estado, las de la razón de Estado, esta historia de derrota e imposibilidad recurrentes se encarna en una suerte de resignación sentida o, al menos, vestida de responsabilidad y enfrascada en evitar cualquier intento creíble de democratización del Estado y de sus instituciones, empezando por la jefatura del Estado. Quizá más preocupada por mantener el barco a flote que por definir el rumbo al que dirigirlo, acaba olvidando que si no avanza con decisión la ola reaccionaria le hará naufragar. En cuanto a las derechas –cada vez menos– moderadas, esta derrota es el momento predilecto de su victoria: incapaces de definirse desde alguna imagen, proyecto u horizonte de sentido, acaban buscando confundir su identidad con la de la nación fallida misma, vale decir, diluir su corrupción en la del rey (o viceversa) y sugerir machaconamente que, al fin y al cabo, es cosa de una forma de estar en el mundo que nos define y afecta a todos por igual. Una España irreformable que, por su parte, la extrema derecha da rango de eternidad, cuestión de volver eterno el privilegio.
Este sombrío cuadro costumbrista, acaso catastrofista es, querría equivocarme, lo que percibo que regresa estos días con la vuelta del rey emérito. Y la estructura sentimental que le acompaña es, quizá, nuestro mayor enemigo: la resignación, la frustración y la impotencia como seña más o menos inconsciente de identidad. Es evidente que, frente a ello, no podemos refugiarnos en el deseo imaginado, o en el recuerdo nostálgico, de un momento instituyente o una ventana de oportunidad que nos permita pensarnos más allá de los traumas heredados. Los acontecimientos históricos como el 15M ni se decretan ni se construyen, suceden, advienen inesperadamente, y de poco sirve esperarlos. Tampoco deberíamos ceder a la pulsión de que suceda lo peor (un gobierno de las derechas extremas y no tan extremas) porque lo real presente tan solo nos sirve de comparación lacerante con lo que pudo ser. O porque algunos deseen ocultamente que cuanto peor vayan las cosas, mejor les irá a ellos.
Así las cosas, ¿qué hacer? ¿Resignarnos a unir los pedazos que han quedado a la izquierda de la izquierda para ser la muleta de la izquierda de la razón de Estado y capear unos años más el temporal en espera inevitable de lo peor? No parece, en efecto, un horizonte especialmente deseable, por más que su alternativa lo sea aún menos y que haya momentos históricos en los que las aspiraciones y deseos tengan las patas demasiado cortas. Pero cabe, quizá, hacer de la necesidad virtud y reconocer que nuestra derrota no ha supuesto la victoria del adversario, que el cierre del ciclo político del cambio y la vuelta de las viejas identidades y posiciones políticas, esta vuelta traumática de lo real, no ha traído consigo un cierre de la crisis del régimen político y de su bloque histórico de poder. Pero si nuestra derrota no ha supuesto su victoria, entonces el campo de juego sigue abierto. Y en abrirlo aún más, en ensancharlo todo lo posible (quizá más que en sumar los pedazos aún en pie, por necesario que esto sea), nos jugamos que las condiciones y relaciones de fuerza para hacer política dentro de unos pocos años no nos sean infinitamente más desfavorables. Y esto no es poco.
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