Correr los toros
En plena efervescencia sanferminera.
De antaño de cuando se conducían reatas de toros bravos, toros de lidia, toros llegados de las dehesas, al cuidado de mayorales y pastores a caballo, arriba y debajo de nuestra geografía, por trochas, majadas, veredas, caminos, al raso, bajo las centellas y los cielos estrellados, neblinosos, inciertos, amplios o cristalinos, atravesando pueblos, alquerías, aldeas, ciudades, camino de plazas de talanquera, de plazas mayores, de plazas circundadas de carros, de plazas arenadas, de plazas engalanadas y alfombradas de orines y sangre… Para ofrecer el espectáculo ansiado, para burlar, lidiar y matar a estoque reses bravas, reses enfurecidas y capaces de embestir el vuelo de los trapos y los movimientos de los pies, ante los más diestros entre los concurrentes, entre “los majos”, los matadores de toro, con sus estoques prestos a hundirlos en los altos de los bichos hasta partirlos el corazón, los pulmones, las vísceras, para tumbar a los toros, sin necesidad de puntillas, al volapié al paso, al cuarteo. Recibiendo al toro que formaba parte, hasta hacía poco, de la reata recién llegada a chiqueros, corridos por los mozos del lugar, tras haber recibido la polvareda levantada, bajo la solanera bravía de la sangre enardecida, al socaire de la adrenalina macha resuelta a lucirse frente al auditorio enfebrecido. Frente al mujerío asustadizo, entre propios y rivales, recortando el empuje burlado de los toros bufando, golpeando el suelo con rabia, con sus miradas yertas, buscando cómo escapar de la encerrona, como cuando eran corridos a su paso por los caminos sedientos, en nombre del casticismo y la tradición tan envalentonada ante el aullido de la masa y el clamor de las ovaciones.
Miles de movimientos enloquecidos, de corredores advertidos o no, para llegar a sentir, unos segundo apenas, el deleite del desastre accidentado que pueda acabar en tragedia
Mientras se revuelven los animales cegados de impotencia, tras cuanto fuera a moverse frente a su furia.
Hasta que vino a llegar a nuestra tierra, Hemingway y su excesiva parafernalia literaria, y se inventó “La Fiesta”, plasmada en un libro, en una fantasía, y se inauguró la fiesta total en Pamplona. El exceso, el alcohol y la masculinidad en estado puro, cuidando de no dañar al toro mientras se le encierra entre miles de movimientos enloquecidos, de corredores advertidos o no, para llegar a sentir, unos segundo apenas, el deleite del desastre accidentado que pueda acabar en tragedia.
Dicen que, por amor a la vida, acelerando el corazón ante la reata sempiterna que siempre aparece subiendo la Cuesta de santo Domingo, camino de Estafeta, en dirección a la plaza donde serán sacrificados en un ritual ancestral, como cada año.
Y queda atrás, en el olvido, el origen de salir a “correr los toros” cuando se anunciaban para que las buenas gentes corriesen a encerrarse en casa, o a salir a buscarlos, para correrlos en alpargatas de esparto. Paradojas.
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Antonio García Gómez es socio de infoLibre