Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
Borja Sémper y la posibilidad de moderación
La moderación es estupenda, sobre todo si vale para algo más que para encubrir una deriva extremista. Lo digo por Borja Sémper, que ha sido recuperado por Feijóo como portavoz de campaña, es decir, como la persona que nos cuente en periodo electoral lo amable que se ha vuelto la derecha española. La intención sería buena si no fuera porque, además de para llenar titulares, el gesto hubiera venido acompañado de hechos concretos como la ruptura de los pactos con Vox, la amonestación a Ayuso y la reforma del CGPJ. Lo peor es que tanto ustedes al leerlo, como yo al escribirlo, hemos pensado en lo ilusorio de tal replanteamiento, uno que simple y llanamente devolvería al PP al sendero de la derecha europea, esa que ni se junta con ultras ni patrimonializa las instituciones. Qué pronto nos acostumbramos a lo malo.
Algunas hipotecas, por lo apresurado de los motivos que las impulsan, se firman en cualquier parte: en una servilleta, en el envés de un posavasos o quizá en humildes cuadernos de tapas azules, esos donde se apunta lo que se necesita recordar pero lo que no se puede ver. Pese a lo informal de la rúbrica, esos contratos son siempre los peores. La razón es que, aunque suelen servir de atajo a lo que se desea, la deuda que dejan es tan notable que rara vez se puede saldar sin dejar terribles cicatrices en ese ámbito de difícil sutura llamado integridad. Cuando el Partido Popular optó, en su 19 Congreso de 2018, por Pablo Casado en vez de por Soraya Sáenz de Santamaría, no eligió tan sólo un presidente sino que contrajo una de estas deudas.
Feijóo sabe, Sémper sabe, que más allá de sus intenciones, o atienden a estos condicionantes o su etapa como dirigentes del PP tocará a su fin
El PP optó hace cinco años por la deriva extremista y de allí no ha regresado. La razón no fue la competencia con Vox, que entonces ni contaba en las encuestas. El motivo fue que lo que muchos de sus compromisarios llevaban dentro, y que había estado embridado por palabras como centro, liberalismo y reforma, se desató en forma de pulsión, esa que atiende antes al estómago que a la cabeza, pensando que aquellos conceptos, tantas veces repetidos por los portavoces de campaña, en el fondo estaban vacíos. Mal asunto cuando descubres que tus presupuestos ideológicos eran una coartada, mucho peor cuando crees que eran un complejo. Fue justo ahí cuando el viaje que la derecha había emprendido en la Transición se detuvo. Fue justo ahí cuando, en la boca del atajo, Aznar y Aguirre empezaron a repartir los mapas.
El propio símbolo de aquel viraje, Casado, intentó salirse del mismo en varias ocasiones. Recuerden, en aquel duro 2020, el discurso en la moción de censura presentada por Vox. Recuerden la sustitución de Álvarez de Toledo por Gamarra. Recuerden también cómo el poder de la Puerta del Sol empezó a marcar el de Génova hasta el punto que, llegado el caso, se montó un ensayo de asalto al Capitolio y aquel prometedor líder acabó sus días perdiendo no sólo el liderazgo sino hasta el nombre: en los periódicos de la derecha nacional su semblante es como si nunca hubiera existido. Él puso todo de su parte para envenenar a su electorado a base de extremismo, él sufrió las consecuencias de aquella transformación. Determinados papeles marcan al actor de tal forma que su público, una vez entregado, le abandona con inquina cuando este intenta cambiar de interpretación.
De Feijóo se dijo que era la moderación rediviva pero, ni llegado al año de su liderazgo, ya necesita a un símbolo que modere su mandato. La razón primera vuelve a ser el cuadernito azul que alguien tocó, con especial insistencia en el despropósito del CGPJ y el Constitucional, con la punta del dedito, de esa manera en que se tocan las cosas para recordar lo que significan. Pero, además, su problema es doble, ya que esta vez no hay ni proyecto económico por donde escaparse: la especulación inmobiliaria, las privatizaciones, la desregulación financiera o las políticas fiscales regresivas no cuentan con buena fama en ningún lado, ni siquiera en los organismos internacionales que las impusieron, más que como razón como ortodoxia, en las cuatro últimas décadas.
No hay poder más inconsciente que el que se cree que sus atribuciones emanan del título que figura bajo el nombre de la placa que reposa sobre el escritorio. El poder es una convención que depende de los condicionantes de su momento y, cuando no los tiene en cuenta, además de inconsciente es pasajero. Feijóo es presidente de un partido que carece de un proyecto económico adaptado al mundo surgido tras el 2020, con unos votantes y unas bases ya educadas en la exageración, con un rival externo que le sobrepasa por la derecha y con uno interno que busca exactamente lo mismo. Y el cuadernito azul. Feijóo sabe, Sémper sabe, que más allá de sus intenciones, o atienden a estos condicionantes o su etapa como dirigentes del PP tocará a su fin.
La moderación, como los buenos deseos, no se declama, se practica. El problema es cuando te has construido un contexto, con envidiable tenacidad, que te impide cualquier posibilidad de enmienda porque, en un momento determinado, pensaste que así iba a ser más fácil y más rápido retomar el poder, uno que perdiste por una hipoteca parecida pero de diferente clase: la de la corrupción. Llegados a este punto el problema ya no es de Feijóo, el problema ya no es de Sémper, que a la larga podrá ejercer su papel de portavoz con buenas dosis de hipocresía y sales de frutas. El problema es del país entero, que se acostó una noche con un bolso sobre un escaño y se levantó, cinco años después, con un Partido Popular que ya no puede elegir, ni siquiera, creerse sus excusas: centro, reforma, liberalismo.
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