¿Todavía a vueltas con el amor? Manuel Cruz
Descenso a la realidad
Todos los días oigo a alguien decir que no sigue las noticias porque le “deprimen”. Yo, que vivo de hacer algunas de esas noticias, creo que el Instagram puede demoler el espíritu más que el periódico. Nunca lo digo. A mí el periodismo me salva casi a diario de amargarme por cuestiones diminutas. Escribir, por ejemplo, que un camión acaba de arrollar a una joven ciclista de 19 años te devuelve de golpe a la realidad: estar vivo y darse cuenta es lo que importa.
No conozco a nadie que sea más feliz después de desgastar el dedo en Instagram. La exposición constante a las vidas que no tendremos nos está destruyendo y lo demuestran ya los estudios. Qué existencia, qué cuerpo, qué autoestima aguanta esa comparación continua con realidades filtradas, inasibles, dizque “perfectas”. Lo que más agradezco de haber nacido en 1987 es haberme librado de una adolescencia atravesada por las redes sociales. Lo que más deseo es que hayan desaparecido cuando mi hijo vaya al instituto.
En Instagram te sometes a un bombardeo voluntario de todo lo que no estás viviendo en la mundanidad de tu sofá o escritorio. En las noticias puedes encontrar exactamente lo contrario: perspectiva. Nuestras vidas minúsculas y frágiles flotan en un mundo que es injusto, imprevisible, tantas veces hostil. Entonces tu sofá y tu escritorio se elevan: son lugares seguros donde, por ejemplo, no eres el padre que agarra la mano de su hija sepultada en un terremoto.
En Instagram te sometes a un bombardeo voluntario de todo lo que no estás viviendo en la mundanidad de tu sofá o escritorio
Yo vengo de una familia que ha conocido, repetidamente, el desgarro de la desgracia improbable que te toca a ti. Crecí entre personas que eran felices solo con que siguiera existiendo, nunca me exigieron nada más. Me lo tomé en serio. A los diez años hice parar al pulpo de los “caballitos” y desde entonces he tomado todas las decisiones de mi vida pensando lo que casi nadie piensa: que podía ser la persona que va en el único tentáculo que se suelta cada veinte años.
Ser periodista, por supuesto, no me ha hecho más despreocupada. Quizás me habría quedado a vivir en Estados Unidos si no supiera los nombres y apellidos de los niños que murieron en el tiroteo escolar de Uvalde (Texas) mientras sus padres se desgarraban en la puerta ante la inacción policial. Esa consciencia puede verse triste, pero yo la considero valiosa. Solo saber cómo es el mundo que habitamos nos permite intentar mejorarlo. O, como poco, darnos cuenta de que estamos aquí.
Habitar la vida sin seguir las noticias me parece temerario. Saber lo que está pasando más allá de ti es sobering, te baja a la realidad. El otro día estaba molesta porque me parecía que una conocida me había puesto mala cara, pero al llegar a casa tuve que escribir que Estela Domínguez, promesa del ciclismo español, murió en el acto arrollada por un camión cuando entrenaba en una carretera de Salamanca.
Esa mañana ya solo pensé en mi madre, que durante más de 30 años ha llegado a casa cada día tras ocho horas en la UVI de un hospital y se ha sentado a escuchar nuestras pequeñas cosas sin poder hablar de la inmensidad de lo que ella había visto. Pensé en la dureza de la que yo creí que me alejaba siendo la primera en hacer una carrera de letras. Pensé en que, sobre todo cuando estoy triste, el periodismo me mantiene serena.
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