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Érase una vez

Hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, érase que se era un partido de izquierdas. Todo era armonía y justicia social en aquel felicísimo estado plurinacional: subía el salario (mínimo) a los enanitos mineros y se creaban impuestos extraordinarios para los dragones usureros. Incluso, lanzaron un encantamiento socialdemócrata sobre el mercado del alquiler (cosa que ni en los cuentos sirve de mucho).

Pero no todo era paz y regocijo. El consejo de orcos estaba inquieto: las arcas de tristeza y plusvalía estaban a punto de agotarse, así que su líder, el pérfido hechicero BlackRock conjuró contra ellos una potente maldición: ¡carmenitis pasivoagresivus! ¡Bling! ¡Zas! Poco a poco, la discordia comenzó a infiltrarse en el corazón de los correligionarios del partido progresista. Donde reinaba la camaradería, imperó la sospecha y, como por arte de birlibirloque, las facciones empezaron a brotar como champiñones sobre una montaña de estiércol.

¡Gran zapatiesta! Los unos, de la antigua observancia, consagraron líder a una mujer ventrílocuo. Los otros, encabezados por una heroína venida del fin del mundo, aturdieron a los súbditos con monsergas esperanzadoras. Una guerra encarnizada asoló el reino. Cada día, miles de traidores eran señalados y entregados al escarnio de las masas. La bipolaridad hizo mella en las febriles seseras de los dirigentes. Por la mañana, omnipresente fundador de la facción original™ se lamentaba en todos los foros del reino las persecuciones de las que era víctima su organización. Maldecía, bramaba, ¡acusaba! Por la tarde, subido al vociferante púlpito de su ostracismo, pedía unidad y concordia. Sus rivales, mientras tanto, adoptaron un eslogan conciliador tras el que insultar y menospreciar a sus (que no quepa duda) adorados camaradas. "Entre todos, con buena fe, superaremos estas pequeñas divisiones: es imprescindible que nos aliemos con esta manada de gusanos hijos de hiena".

Los unos, de la antigua observancia, consagraron líder a una mujer ventrílocuo. Los otros, encabezados por una heroína venida del fin del mundo, aturdieron a los súbditos con monsergas esperanzadoras

Boicot fraternal y puñalada amigable. Desesperado, el consejo de ancianos convocó a sabios de todas las naciones para intentar dilucidar las diferencias programáticas que separaban tan ferozmente a ambos contendientes. Miríadas de miopes venidos de las provincias más alejadas del imperio escrutaron milimétricamente cada sintagma y cada subordinada. Aplicaron análisis geométricos y cabalísticos, traducciones inversas y las más exhaustivas técnicas de criptografía. No hallaron ningún escollo digno de tal violencia. Asombrada, la asamblea de sindicalistas gentes sencillas imploró a sus próceres que olvidasen sus pequeños desencuentros en favor del bien común. La respuesta fue inmediata y unánime: "La izquierda soy yo".

Pesarosas, las huestes de ambos generales se encogieron de hombros y continuaron con las hostilidades. Los unos acusaban a los troles que moran en las cloacas de frustrar el asalto a los cielos ("casi lo teníamos"); los otros les metían el dedo en el ojo a sus adversarios al grito de "Alegraos, la confluencia se acerca, ¡preparaos para el advenimiento del frente amplio!".

La guerra duró años y segó las esperanzas de decenas de generaciones. Ni las vaguedades intangibles ni el victimismo consiguieron resistir a las bárbaras hordas venidas más allá del muro. Pasados los años, ambos líderes (ya ancianos, pero igualmente infantiles) se encontraron en un conciliábulo de cascarrabias: los jóvenes estaban arruinando a la izquierda, otra vez. "Programa, programa, programa", se dijeron el uno al otro.

Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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