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Hacia un estatuto del trabajo del siglo XXI

María José Landaburu

Recientemente se ha conocido públicamente lo que constituye una reflexión cierta en el ámbito académico sobre el hecho social del trabajo y su significado en el siglo XXI. La inquietud científica y social ha ido aumentando ante una evidente desaparición globalizada del marco regulador de la disciplina, el conocido como derecho del trabajo, que va perdiendo capacidad de intervención paulatinamente en detrimento de la mayoría social a la que se refiere. 

Este proceso no podría explicarse sin la relevancia del papel que ha ido adquiriendo de manera progresiva el trabajo autónomo, como zona de expulsión y huida, en nuestro país y a nivel mundial, de una clase trabajadora que se ve encuadrada de manera no siempre consciente, pero mayoritariamente obligada, en el trabajo por cuenta propia. En este sentido, cada vez más trabajadores han ido quedando excluidos del ámbito protector del derecho del trabajo más allá de cuál sea la verdadera naturaleza de la actividad que realizan, lo que significa que nada más y nada menos que la mitad de las personas trabajadoras en los países en desarrollo y uno de cada tres en los países emergentes se ven desprotegidos bajo la fórmula del autoempleo.

No es ajena a este fenómeno la capacidad que ofrecen las —ya no tan— nuevas tecnologías de la información y de la comunicación en el ejercicio de la actividad productiva, que han transformado las relaciones de trabajo. Han irrumpido trayendo de su mano modelos empresariales que giran en torno a una forma de trasladar el riesgo que cualquier actividad económica lleva consigo a las personas trabajadoras, sin que, sin embargo, ello venga acompañado de la mayor autonomía o independencia propias del verdadero trabajo autónomo. Es la llamada economía de plataformas, o economía uberizada, en la que los beneficios de la cuenta de resultados se producen a costa de las espaldas desnudas de la fuerza del trabajo, con modelos de negocio basados en el abaratamiento del producto o la prestación sobre la base de la explotación de las personas que trabajan, imponiendo en los Estados (que pretenden ser sociales) su actividad bajo la política de los hechos consumados.

Son muchas las situaciones de desprotección y de desigualdad generadas por estas nuevas formas de organizar las relaciones de producción. Pueden convivir así en una misma empresa personas trabajadoras de primera y de segunda en función del régimen de seguridad social en el que han sido dadas de alta. La contribución del Derecho del Trabajo se hace pues más imprescindible que nunca, al objeto de cumplir esa finalidad de bienestar y paz social para la que nació, adaptándose a los cambios acaecidos en las relaciones económicas. Ello exige la búsqueda de respuestas con las que afrontar los complejos y agudos problemas surgidos, porque afectan a la mayoría social trabajadora y porque tienen que ver con los derechos de ciudadanía, los propios del ejercicio de la actividad y desde luego y también con la protección social, eje central del estado del bienestar. 

Desde esta perspectiva saltan las costuras de los viejos cánones que sirvieron para definir en los dos últimos siglos el propio hecho del trabajo, que no se acompasan con una realidad nueva y muy distinta, más plural y compleja que la que se identifica con el trabajo por cuenta ajena a jornada completa y por tiempo indefinido que inspiró las constituciones en los estados sociales de antiguo, incluido el nuestro, y su desarrollo legislativo en forma de normas laborales. Ya no podemos hablar del trabajo, en masculino y singular. Estamos, como dijo el maestro Romagnoli, ante la era de los trabajos, y todos ellos requieren protección.

No es esta evolución del derecho laboral una excepción, en la medida en que ni un solo concepto jurídico, ni científico, ni filosófico, permanece ajeno a la transformación social. Tan es así que, en textos de origen decimonónico como nuestro Código Civil, ya se establecía (y se ha mantenido en su artículo 1.3 actual) la interrelación permanente entre el derecho y la realidad a la que afecta. Por ello, la legislación laboral no ha de ser una excepción y debe partir de una reflexión sobre su ámbito subjetivo de aplicación, sobre la concreción de cuáles sean esos trabajos y cuál es el límite de la extensión de los derechos que les corresponden, sabiendo que los objetivos de la disciplina son los mismos: los destinados a corregir la asimetría propia de la relación laboral, que puede condenar a la mayoría social trabajadora a la precariedad. La experiencia nos muestra que la realidad económica y los intereses que la impulsan en defensa de lo que se conoce como libertad de mercado buscan continuamente situarse en espacios de desregulación, por ello el Derecho del Trabajo debe andar siempre reaccionando para encontrar categorías jurídicas y respuestas adecuadas para evitar las consecuencias nocivas de fórmulas novedosas de ejercicio de la actividad que conllevan un escenario de trabajo dirigido al individualismo, la desestructuración y la desprotección en definitiva de las personas trabajadoras.

La posibilidad de alcanzar un trabajo libre, igualitario, digno, es lo que nos jugamos en este proceso, y no como una opción o una aspiración, sino como un mandato Constitucional

Por ello, en este inevitable y ambicioso proceso de conformación de un nuevo marco regulatorio debemos partir de la norma básica y fundamental, de la solidez que nos aporta la Constitución, así como de los instrumentos internacionales relativos a los Derechos Humanos a los que alude y que conforman el constitucionalismo social, cuna y base del derecho del trabajo. Este proceso que iniciamos ahora no es ni nuevo ni exótico. Por esa razón el tránsito hacia la reversión de un camino avalado por muchos intereses exige el trabajo firme de los actores que están llamados a hacerla valer como realidad de Derecho vivo en la praxis y en la experiencia jurídica, porque de no ser así, decaerán, o se verán devaluados, ante un escenario económico poderoso y en permanente transformación. De ahí la importancia del compromiso legislativo y político con este proceso.

El mundo del trabajo en nuestro país no ha permanecido impasible hasta el momento. En la dirección de otorgar seguridad, pero también de ampliar derechos, se han ido produciendo reformas legislativas expresas no siempre exitosas) que se simbolizan perfectamente con la ley del Estatuto del Trabajo Autónomo (más retórico que práctico en sus consecuencias), y con mayor certeza y valentía la conocida como ley rider (pionera en la regulación de plataformas a nivel mundial), acompañadas de una actividad jurisprudencial intensa que ha puesto en cuestión la antigua concepción binaria del trabajo, cuyo eje de separación era la independencia en términos organizativos y la libertad en términos filosóficos, muy ajenas a la realidad del trabajo autónomo actual.

Un trabajo con derechos, dotado de instrumentos de diálogo, de influencia, de participación, de autorregulación, precisa de un nuevo código legislativo que lo enmarque, que con carácter común se refiera a la nueva realidad otorgando garantías de seguridad, de protección pública. La posibilidad de alcanzar un trabajo libre, igualitario, digno, es lo que nos jugamos en este proceso, y no como una opción o una aspiración, sino como un mandato constitucional con base en la propia formulación de los derechos fundamentales, como parte esencial del pacto genérico que conforma el Estado social y como un auténtico test de legitimidad democrática del mismo. Empleémonos con valentía en ello buscando un amplio consenso colectivo que defina ese estatuto del trabajo del siglo XXI y englobe a todas las personas trabajadoras, autónomas o asalariadas en todos los momentos de su vida laboral.

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María José Landaburu es abogada y secretaria general de la Unión de Asociaciones de Trabajadores Autónomos y Emprendedores (UATAE).

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