Urge volver a València Pilar Portero
Entre el síndrome de Penélope y la antipolítica
La pregunta fundamental que nos hacemos los progresistas y la izquierda después de la reciente derrota electoral y al leer las últimas encuestas (salvo las del CIS) es por qué las evidentes mejoras sociales y los avances en materia de derechos civiles aprobados por el gobierno de coalición en un contexto de catástrofes y emergencias no movilizan al electorado progresista, y por el contrario el falso relato de la ruina de España y la impugnación del gobierno, agitada desde un principio y al margen de la realidad por parte de las derechas, ha calado hasta el punto de movilizar a una mayoría.
La primera explicación podría ser que muchos de estos avances se dan por descontados para una parte de la ciudadanía, independientemente del color del gobierno de turno, formando una parte casi intrínseca del juego perverso del populismo político de las ofertas electorales inagotables y del narcisismo ciudadano de las demandas crecientes e insatisfechas. Sin embargo, cuando la experiencia reciente demuestra precisamente lo contrario, ya que la salida de la crisis de hace tan solo una década se produjo en base a los recortes, el recorte de derechos y las privatizaciones, provocando una devaluación de los salarios y del sector público hasta entonces sin precedentes. Solo la desmemoria podría por lo tanto explicarla.
Otra posible argumentación es que dichas mejoras, entre otras en el salario mínimo, en las pensiones o en el incremento de la financiación de los servicios públicos como la educación, la sanidad y los derechos sociales se han visto finalmente reducidas a su mínima expresión, por ejemplo en la sanidad pública como consecuencia del impacto de la pandemia y en el caso del salario mínimo, las pensiones o los apoyos a los sectores afectados como efecto de la inflación de los precios, reduciendo o cambiando la valoración de los afectados y de la ciudadanía en general y su consiguiente voluntad de movilización electoral. Eso explicaría también las respuestas aparentemente contradictorias en las encuestas entre la favorable situación personal y la mala impresión general.
Otra explicación sería una mezcla de las anteriores como subproducto de la polarización social, política e ideológica, de modo que una parte de los ciudadanos progresistas las valoraría como insuficientes y motivo de frustración el balance de las medidas adoptadas, mientras, por contra, entre los sectores conservadores se las consideraría como una agresión intolerable a sus intereses y valores, cada vez más ligados al mercado y más alejados de cualquier sensibilidad con la defensa de lo público.
Se añadiría además la polarización ideológica en torno a temas identitarios como la patria y sus símbolos frente a los apoyos nacionalistas y las sobreactuaciones del propio Gobierno, en relación al laicismo y en defensa de una pseudo confesionalidad católica, en particular en la enseñanza, también como reacción al empoderamiento de las mujeres y a las leyes de igualdad de género, así como en contra de las restricciones que conlleva la emergencia climática... y en definitiva sobre los temas culturales. Todo esto llevaría a una activa movilización de resistencia a los cambios y por contra a la pasividad de quienes no los apoyan activamente, unos por considerarlos excesivos y otros por insuficientes.
Ahora se trata de poner en valor las principales medidas adoptadas y al tiempo de reconocer sus limitaciones, como también de la rectificación y del compromiso para evitar las sobreactuaciones en el debate identitario huyendo de la polarización populista
A todo ello se suma la dificultad para encontrar algún territorio compartido entre gobierno y oposición que permita amplios acuerdos en materias institucionales y también en cuestiones sociales como se dio en su momento en el Pacto de Toledo o ambientales como la protección de los espacios naturales como Doñana que eviten el síndrome de Penélope del tejer y destejer en cada alternancia electoral, con el consiguiente desprestigio de la política, entendida como dirección colectiva de la sociedad mediante el diálogo y el acuerdo entre buena parte de los ciudadanos.
En este clima no es de extrañar el crecimiento del peligro del nihilismo y de la antipolítica como culminación del populismo y antesala del autoritarismo.
A estas posibles causas habría que añadirles la distorsión del mensaje de unos medios de comunicación abrumadoramente cada día más conservadores y cada vez más adictos al negativismo, cuando no al catastrofismo, que diluyen y distorsionan la percepción de los ciudadanos, excitando el desafecto con la evidente intención de movilizar a los propios y desactivar a los ajenos.
Este conjunto de factores podría llevar a la conclusión de que la situación es poco menos que ineludible, dada la desigual relación de fuerzas entre la simplicidad del mensaje populista de la oposición conservadora frente a la complejidad de la política de gestión progresista, además en un clima de catástrofes y de transformación digital que primaría el trazo grueso populista frente a los matices de la política. Lo más dañino del populismo, y que ha infectado a toda la política, es que ha deteriorado el espacio para la explicación racional, y eso afecta más a la izquierda porque es más vulnerable a la manipulación de un mensaje emocional aunque también haya intentado servirse de esa emoción como principal vía para el cambio social. Es cierto que lo emocional no puede estar al margen de la política pues la impulsa a nuevos retos e impide retrocesos, pero hacer de ella la estructura central en la vida institucional deteriora el sistema político y, peor todavía, el de la propia convivencia.
Ahora se trata de poner en valor las principales medidas adoptadas y al tiempo de reconocer sus limitaciones, como también de la rectificación y del compromiso para evitar las sobreactuaciones en el debate identitario huyendo de la polarización populista, y también de establecer las diferencias de modelo y estratégicas con los circunstanciales aliados parlamentarios en temas tan importantes como el modelo de Estado o el de convivencia democrática.
También se trata de combinar la dialéctica política en los medios de comunicación con la de las redes sociales, pero sobre todo de recuperar la presencia en la sociedad civil y en particular de la presencia en los sindicatos y todo tipo de organizaciones sociales, culturales y de solidaridad. Recuperando, en definitiva, la conciencia de la complejidad que indica que es el acuerdo, el pacto, y por tanto la deliberación, el principal método de cambio.
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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa.
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