Sergio Ramírez Luis García Montero
El vector fascista en la conspiración contra la República (11/20): Sobre una nueva pista en archivos desconocidos
Si no me precipité investigando el trasfondo de los contratos de 1º de julio es porque llevaba tiempo sobre otra pista. Tenía algo que ver con los antecedentes de la sublevación, pero solo indirectamente con Italia. Me había obsesionado con el vuelo del Dragon Rapide que había llevado a Franco de Las Palmas a Tetuán. Su gestor había sido uno de los periodistas de ABC (periódico nada inocente en la conspiración) que estaba destinado en Londres. Se llamaba Luis A. Bolín y, cumplida su misión inicial, había ido a Roma en busca de aviones. Servidor tenía dos razones poderosas para comportarme como lo hice.
Los archivos británicos habían desclasificado años antes las interceptaciones hechas por sus servicios de inteligencia de las comunicaciones radio de sus amigos y potenciales adversarios. En el caso de Italia fueron masivas. Había utilizado muchas en la ya terminada trilogía sobre la República en guerra y había tornado mi mirada a los antecedentes. La segunda razón era porque, por encargo del ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, había dirigido un equipo para analizar la carrera diplomática republicana durante la guerra civil. Se publicó en 2010.
Dada la negativa de una especialista a participar en el equipo había debido hacerme cargo del hueco más sensible de que hasta entonces adolecía la historiografía sobre el funcionamiento del Ministerio de Estado. Se conocía lo que había escrito el ministro Julio Álvarez del Vayo y algún que otro protagonista, en particular Pablo de Azcárate, embajador en territorio comanche, es decir, en Whitehall. En mi opinión, lo que se sabía era totalmente insuficiente.
Así fue que el vuelo del Dragon Rapide y su correlato oculto, el asesinato del general Amado Balmes por orden de Franco el 16 de julio, me llevaron varios años y dos versiones sucesivas, aparecidas en 2011/12 y 2017 (la última con la colaboración del Dr. Miguel Ull y de mi primo hermano, piloto, Cecilio Yusta Viñas, ambos posteriormente fallecidos a causa de la pandemia). Comprendí mucho mejor las actividades, motivaciones y gestiones más o menos ocultas de Franco y que tenían poco que ver con lo que habían babeado innumerables aduladores y sicofantes de varias tradiciones historiográficas (españolas, francesas, británicas, alemanas, italianas y norteamericanas). Algunos continúan en el tajo.
En 2016 volví a Juan March. Franco hubiera debido levantarle un monumento por su ayuda en la guerra civil. La democracia española quizá hubiera debido erigirle otro por haber contribuido de manera esencial al supuesto gran logro del “genial” Caudillo: mantener a España fuera del conflicto europeo merced a una compleja operación de sobornos a grandes generales quienes, cargados de medallas y honores de las anteriores batallas, no eran idiotas. Entre los sobornados, figuraba incluso el propio hermanito, Nicolás Franco, con varios ministros y exministros. Entre ellos uno de los máximos conspiradores del 18 de julio: el entonces teniente coronel Valentín Galarza.
Doy estos detalles para explicar una forma de cómo a veces cabe proceder en la investigación histórica. En 2017, tras un accidente casero que por poco me cuesta la vida, me conciencié de que el tiempo no trabajaba a mi favor y me dediqué a explorar todos los archivos españoles que pude (incluso viajé a Pontevedra a ver el de Calvo Sotelo: una “plancha” total). Solo después me decidí a ir a Roma. Con todo tipo de precauciones, eso sí: conectado permanentemente con la embajada, albergado en la superespartana residencia del CSIC, provisto de todo tipo de informes médicos y siempre con el móvil abierto, mañana, tarde y noche.
Como anteriormente en Moscú, me había preparado lo mejor posible. Me había hecho muy amigo, años antes, de un investigador danés, Morten Heiberg, que había publicado en 2003 en CRITICA Emperadores del Mediterráneo, un estudio profundo de la relación bilateral entre los dos dictadores; un colega de Bruselas, Sigfrido Ramírez Pérez, doctor en Historia por el Instituto Europeo de Florencia y buen conocedor de los archivos romanos, me explicó con detalle sus peculiaridades; la embajada me había allanado la entrada en los archivos de La Farnesina (Ministerio de Asuntos Exteriores) y en los del Ejército de Tierra y del Aire.
Extraña que tantos y tantísimos fulgurantes historiadores especializados en las derechas españolas no hayan sentido la menor curiosidad por salirse de los senderos trillados, simplemente porque hay muchas más cosas que podrían decirse
Lo mismo podría haber hecho cualquier otro investigador español, civil o militar, jubilado o en activo. No imagino, por ejemplo, que la Agregaduría Militar fuese a negar su ayuda a ningún soldado, suboficial, oficial, jefe u oficial general que quisiera ir a Roma a investigar en los archivos. No lo ha hecho, por ejemplo, el general Dávila Álvarez, que nos asombra con el número de ejemplares vendidos de su nada imperecedero libro. O que la Agregaduría Cultural no apoyase una solicitud de presentación por parte de cualquier académico, doctor o no, que deseara ampliar conocimientos en la Ciudad Eterna o que, como hubiese quizá preferido contrastar, el profesor Gil Pecharromán. Ambos, por lo demás, escamotean hasta límites inverosímiles lo que de la mera lectura de la –todo un éxito editorial– obra de Morten Heiberg (que dio hace ya muchos años numerosos detalles sobre los contactos de los conspiradores con los italianos en la etapa anterior a la guerra civil) sugería. ¿Qué significa esto? Simplemente que no se les puede tomar demasiado en serio.
La cuestión es por qué tal ignorancia, si no desprecio. En ausencia de documentación escrita se me ocurren varias posibilidades
a) Los dos primeros autores mencionados pueden haber sido conscientes de que en los archivos suelen dormitar serpientes venenosas que, en cuanto se hurga en ellos, despiertan y dan bocados mortales para sus tesis previas.
b) No sienten la menor curiosidad por dar a conocer algo que sobrepase los límites de lo políticamente aceptado.
c) Temen lo desconocido, no sea que vayan a verse obligados a salir de los senderos trillados (este es un rasgo muy característico de “investigadores” –no citaré nombres– que escriben libros de libros).
d) O, simplemente, por utilizar de nuevo la tesis de Erich Fromm, porque les da miedo hacer uso de su propia libertad.
Quizá, incluso, a los amables lectores puedan ocurrírseles otras.
El hecho es que una excursión por los archivos romanos es siempre instructiva. En primer lugar, están bien ordenados, a decir verdad, muy bien ordenados. En segundo lugar, es posible hacer fotografías ilimitadamente de los documentos que interese. Nada de cuotas diarias y otras zarandajas. Uno va provisto con una máquina de fotos o de una tablet y puede hartarse (trabajando en dos archivos, uno por la mañana y otro por la tarde, yo solía hacer unas ochocientas fotos por jornada). En tercer lugar, el personal es, sin exclusión alguna, muy amable. Esta no es, obviamente, una característica solo de los italianos, pero siempre sentí el hálito de su ayuda más allá del mero cumplimiento del deber. Y, por último, quizá lo más importante: en los últimos años del pasado siglo se hizo una apertura más profunda de los documentos de la era fascista.
En esto, y sin saberlo, tuve suerte. Otros historiadores españoles y extranjeros que fueron antes que servidor (Saz, González Calleja, Heiberg, Preston, Tusell), amén de expertos de otras procedencias en políticas militares y generales del fascismo no relacionadas con España, no pudieron disfrutar de las nuevas posibilidades. Entre ellos no cuento a un periodista y doctor en Historia por la Universidad CEU-San Pablo que dice haber buceado en tales archivos hacia la mitad del primer decenio del presente siglo. Los contratos no le inspiraron ninguna pista, pero sí identificó a Sainz Rodríguez como “empresario”, tras señalar que conocía mi aportación de 2013. ¡Qué cosas!
Antes de pasar a comentar algunos de los descubrimientos en los diversos archivos (españoles, italianos y, no en último término, franceses) quisiera señalar un aspecto: no tuve la menor dificultad en encontrar lo que buscaba. No me devané los sesos ideando posibilidades combinatorias. Lo que quería era muy simple y desde el primer día empecé a hacer descubrimientos en los archivos de, por ejemplo, La Farnesina. No merezco ninguna medalla al celo profesional. Si acaso, la de no dejarme descorazonar fácilmente porque en la investigación histórica puede cumplirse (o no) el dicho de que quien la sigue, la consigue. Con todo, extraña que tantos y tantísimos fulgurantes historiadores especializados en las derechas españolas no hayan sentido la menor curiosidad por salirse de los senderos trillados, simplemente porque hay muchas más cosas que podrían decirse. Lo demostraré, con un amigo, en un futuro libro.
(Continuará. Ver aquí capítulo anterior).
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo. Su última obra publicada es 'Oro, guerra, diplomacia. La República española en los tiempos de Stalin', Crítica, Barcelona, 2023.
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