MALA HIERBA

¡Cuidado con los cocodrilos! Sobre ultras, feminismo y hombres enfadados

Una persona camina por la orilla de un río. De repente ve un cartel sobre un árbol, colores vivos, tipografía amenazante: “¡Cuidado con los cocodrilos! No bañarse”. En la vida real esa persona entiende que quien ha puesto ese cartel se preocupa por su seguridad, le advierte de la presencia de un animal peligroso y le alerta de que sumergirse en las aguas puede ser fatal. Si ese cartel, sin embargo, nos lo encontramos en una red social parece que cabe otra interpretación: que quien ha colocado la advertencia es responsable de la existencia de los cocodrilos, desea que nos metamos en el agua y se alegra si el fiero animal consigue darnos caza. Es retorcido, pero a juzgar por lo que me ha pasado este último fin de semana, lo retorcido impera en las redes sociales.

El pasado viernes, en el programa Hora 25, tratamos la negación de la violencia machista en la conformación de diferentes gobiernos autonómicos por parte del PP y Vox. Pude haberme limitado a la condena rotunda de este paso atrás en el ámbito de los derechos civiles, pero me pareció que era necesario indagar en las causas profundas de este ataque, por qué las derechas pueden permitirse lo que hasta hace unos pocos años les hubiera resultado imposible.

Expliqué que, a mi juicio, Vox niega la violencia machista porque de esta manera capta un voto de extrema derecha tradicional, el que siempre ha estado ahí, el que nunca ha dejado de serlo. Pero también, y aquí viene lo preocupante, el de unos hombres, especialmente jóvenes, que se han sentido menospreciados por el feminismo en estos últimos años, tuvieran o no razón. Precisé que el factor fundamental de la normalización de la extrema derecha había sido la compra de su agenda por parte de algunos medios de comunicación, pero también la habilidad para captar un enfado precedente.

Continué el análisis hablando sobre cómo el derrumbe del modelo de la masculinidad tradicional había dejado a algunos hombres huérfanos de referentes, sobre todo porque el nuevo modelo de masculinidad propuesto por el progresismo parecía no haber arraigado. Finalicé alertando de que este fenómeno, del que cualquiera que se haya dado una vuelta por Youtube ha podido ser testigo, necesita ser encarado por el progresismo si lo que desea es revertirlo.

Subí a mi cuenta de Twitter el vídeo de mi intervención en Hora 25 para ver cuál era la opinión de mis lectores. Todo marchó bien en las primeras horas. Algunos usuarios negaban el fenómeno, otros lo admitían pero simplemente cargaban contra los hombres que se sentían así. Unos cuantos coincidían conmigo en la preocupación, especialmente algunas profesoras que se habían topado en sus clases con ese nuevo machismo. Algunos encontraban razonable la explicación sobre el cambio de roles masculinos, otros pensaban que era una estupidez. Había, efectivamente, un debate.

Sin embargo, algunas personas decidieron que ese debate no debía tener lugar, que la gente hacía mal en cuestionarse las causas de un fenómeno preocupante y que quien lo había puesto encima de la mesa merecía un escarmiento. Para ello les bastó con tomar mi vídeo y añadirle una acusación: este periodista culpa al feminismo del avance ultra. La manipulación, tan simple como efectiva, recuerda a la que la extrema derecha aplica a quien analiza las causas del terrorismo. Es muy burdo, pero vamos con ello, debieron pensar.

Alrededor de 400.000 personas vieron el vídeo, sin embargo sólo un 4% lo vio hasta el final. Esta es la realidad que explica, sin matices, por qué las manipulaciones digitales son tan efectivas: nadie pasa del titular, nadie atiende a la explicación completa, pero la mayoría quiere formar parte de una ola justiciera bajo la coartada de la indignación. Ya siento decírselo, pero en este particular la izquierda se comporta de la misma manera que la derecha.

 Del “Bernabé culpa a las feministas del avance ultra” se pasó a “Bernabé se siente incómodo con el feminismo”. De ahí, al parecer, he acabado por justificar la violencia machista, por tanto, según he podido leer, soy un maltratador en potencia. “Los jóvenes se han dado cuenta de que no van a tener una pornochacha gratis en casa como sus padres porque las mujeres ya no se juntan con el primer inútil que conocen por miedo a morir solas y por eso votan al partido que les promete pornochachas”, deducía una usuaria de mi intervención. Las olas de indignación digital son atroces, pero siempre acaban por revelar que el objeto de sus iras no andaba tan desencaminado.

¿Por qué una ideología que estaba consiguiendo ser transversal va camino de convertirse en una posición de nicho?

Cuando Pedro Sánchez expresó algo parecido en su entrevista con Carlos Alsina este lunes les confieso que sentí cierta satisfacción. Desconozco si mi intervención tuvo algo que ver, lo que sí sé es que desde entonces el foco de la indignación cambió de objetivo, eso sí, con palabras más medidas. La secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, que se apresuró a manipular mi análisis, tan sólo ha retuiteado a alguna periodista que opina que Sánchez se equivoca. Es siempre más fácil fusilar a un escritor que a un presidente, de eso no cabe duda. 

Y, a partir de aquí, a levantar de nuevo las heroicas banderas, a declamar las imperturbables posiciones, a cavar de nuevo las trincheras. Todo está bien, en el feminismo y en la izquierda. Nada se ha hecho mal y quien se atreva a decir lo contrario ya sabe lo que le espera. Pero no, los chicos no están bien. Ni los chicos, ni el feminismo, ni una parte de nuestra sociedad. Y todo esto no se explica tan sólo con los medios o los bulos de los ultras, ya que, si así fuera, lo que estaríamos admitiendo es la completa incapacidad de la izquierda para jugar la partida.

El feminismo no da pasos atrás, se ha dicho estos días. No es cierto. El feminismo ha retrocedido socialmente desde la ola de 2018. Tanto que para los partidos progresistas no ha sido una pieza fundamental en estas últimas elecciones autonómicas. Eso, que en público no se admite, se reconoce en privado a poco que se tenga acceso a cualquier persona implicada en la campaña electoral. Sus datos les dicen que el feminismo, que fue transversal en los pasados años, despierta hoy rechazo entre algunos de sus votantes.

El feminismo tiene que ser incómodo, se ha dicho estos días. Cualquier ideología que pretenda un cambio social va a provocar conflicto, eso es completamente cierto. También que si no dispones de una respuesta integradora a ese conflicto te vas a convertir en alguien tremendamente antipático. Si a ningún sindicato se le ocurre llamar “cabrones desclasados” a los trabajadores que reniegan de su utilidad, hemos aceptado con demasiada ligereza que al primero que dude de alguna faceta del feminismo se le acuse de ser un “machista irredento”. No empujes a quien no está de acuerdo contigo hacia las posiciones de tu adversario.

Lo cierto es que algunas reivindicaciones del feminismo han conseguido ser un consenso en nuestra sociedad: la lucha contra la violencia machista, la eliminación de la brecha salarial, el reparto de los cuidados o el derecho al aborto pueden ser algunos casos. ¿Por qué una ideología que estaba consiguiendo ser transversal va camino de convertirse en una posición de nicho? El feminismo no debe dar pasos atrás ni modular sus principios, pero sí cuidarse, como cualquier política de izquierdas, de centrar su acción en el ámbito individual que siempre se articula desde lo moralizante. Y esto es algo de lo que se ha abusado sin control ni medida, poniendo el foco en las actitudes, los gustos y costumbres de los hombres, algunas de ellas consecuencias del machismo, antes que en las causas estructurales del mismo.

Es imposible hacer una crítica global al feminismo en la medida que esta ideología no se articula en un solo partido político, tiene un programa unificado y dispone de un portavoz unánime. Esta fue una de sus ventajas para lograr una rápida implantación: cualquiera que se dijera feminista, pasaba a serlo. Pero también ha resultado a la larga un problema, ya que cualquiera puede representarlo sin demasiado acierto. El feminismo ha sido comercialmente jugoso, lo que implicó el gran éxito de comunicadoras que más que hablar sobre historia, derechos y estructuras económicas, prefirieron reírse de “Manolo”, el estereotipo de un hombre rancio y vulgar, fuera de época, que apenas acertaba a levantarse de la cama sin tropezarse.

Puede que la vendetta sea comprensible, viniendo de donde venimos. Pero también que a los agitadores digitales de la ultraderecha les ha resultado muy sencillo caricaturizar al feminismo, presentándolo no como una ideología igualitarista, sino como un ataque frontal al hombre medio. El problema es que ese hombre medio no es precisamente despreciable como fuerza electoral y, a lo mejor, no se ha sentido especialmente agradecido con quien le ha calificado de “privilegiado, opresor, señoro y pollavieja”, sobre todo después de que su vida cotidiana consista en trabajar ocho horas al día para sacar a su familia adelante. Y todo esto dejando a un lado los desbarres en el ministerio de las Movidas.

Dar o no dar pasos atrás no depende de la voluntad del actor político, sino de la sociedad en la que vive y de su capacidad para convencerla. “Tenemos una imprescindible tarea por delante. Y no pasa por considerar ajenos los malestares masculinos, mucho menos darlos por sentados o incluso celebrarlos como el efecto colateral que da pruebas de nuestros éxitos; hay que entenderlos y dotarlos de sentido”, escribió hace unos meses Clara Serra. Hubo polémica, pero nadie llamó maltratadora a la filósofa. Lo mismo también importa que quien coloca el cartel sea algo más sofisticado de lo que lo soy yo.

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