Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Guerras nada culturales
Desde hace una década, se escucha hablar con frecuencia de las “guerras culturales” sin prestar atención a qué esconde dicho concepto. Se hace, además, olvidando que fue Steve Bannon, el ideólogo de la ultraderecha, quien propuso esta idea, hoy popularizada, como si de un nuevo campo de batalla se tratara, y lo hizo aludiendo a ello como forma de cuestionar el derecho al aborto, criminalizar la migración, desprestigiar las instituciones y arrojar contra el “establishment democrático” toda la frustración, furia e indignación tanto de los perdedores de la globalización como, sobre todo, de los que tenían miedo a ser los siguientes que el sistema dejara varados en el camino. El objetivo era claro: la victoria de Donald Trump en EEUU y la construcción de una red de ultraderecha en Europa.
La expresión tiene sus antecedentes en la revolución cultural de Mao y su intento de recuperar a un proletariado peligrosamente desclasado, cambiando la lucha de clases por la lucha de identidades. Marcuse le siguió la pista y vio en lo que hoy llamaríamos valores o movimientos post-materialistas la construcción de un sujeto político revolucionario. Hoy, escondido por el desprestigio de la palabra “ideología”, se están produciendo auténticos combates ideológicos bajo el pseudónimo de “guerra cultural”, ayudando a generar una maraña de confusión que ayuda sobremanera a sus creadores.
Todas las nociones de cultura, que son muchas, aluden a la idea de saberes, conocimientos adquiridos mediante el estudio o las experiencias vividas, modos de vida, construcción compartida, placer o diálogo, entre otras. Algo diametralmente alejado de lo que hoy se etiqueta como “guerra cultural”.
Lo llaman guerras culturales para no reconocer lo que esconden: una subversión de los valores de convivencia democráticos sobre los que se han fundado nuestras sociedades
Nada de conocimiento, saberes, experiencias vividas o diálogo hay en la prohibición de una obra de Virginia Woolf, como ha sucedido en el madrileño municipio de Valdemorillo, donde gobierna Vox. Nada tiene que ver con la construcción compartida o el diálogo la censura a la película Lightyear por parte de la alcaldesa de Santa Cruz de Bezana (Cantabria) por una escena con un beso entre dos mujeres. Por cierto, al igual que hicieron hace un año en Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, y en un puñado de países asiáticos, como Malasia. Curiosamente, los que critican la presunta “invasión” del mundo árabe en Europa son los que se comportan como los más radicales e intransigentes de los integristas musulmanes. Lo llaman guerras culturales para no reconocer lo que esconden: una subversión de los valores de convivencia democráticos sobre los que se han fundado nuestras sociedades.
Tampoco hay nada de conocimiento, sino más bien un desprecio absoluto del mismo, en la negación de la crisis climática que se manifiesta de forma cada vez más virulenta, o en actitudes antivacunas como las que profesa la recién elegida presidenta de las Cortes de Aragón en virtud del acuerdo entre el Partido Popular y Vox.
Bajo la etiqueta, de apariencia cool, de las “guerras culturales” se esconde una auténtica batalla política, de ideología en vena, que se aprovecha de la incertidumbre, la frustración y el miedo.
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