“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
Anacronías de la Constitución española
Es evidente que España no está en condiciones de abordar una reforma de la Constitución ambiciosa si no se quiere poner el país patas arriba y arriesgar su actual configuración. El debate abriría la caja de los truenos sobre asuntos cruciales de nuestro ordenamiento, como son la Monarquía, el sistema electoral, los derechos fundamentales o la configuración centralista, federal o confederal del Estado.
Por eso hay por parte de los dos grandes partidos del Estado, que son los más prudentes al respecto, una forzada idealización de la Constitución y del proceso de su negociación y aprobación hace 45 años. Apelar a las indiscutibles bondades del texto, que ha funcionado relativamente bien durante medio siglo, minimizando sus pifias, es un acto de conjuro para evitar la posible descomposición de un sistema político que en realidad está cogido por los pelos.
La denominación de las personas con discapacidad como “disminuidos” es, junto a la preferencia del “varón” sobre la mujer en el acceso al trono, el ejemplo más notable de las anacronías contenidas en la Ley de leyes, pero hay otras muchas igual de graves y cuya discusión abriría un debate encendido y hoy por hoy imposible de canalizar en paz.
La N mayúscula de Nación para referirse a España y el sustantivo de “nacionalidades” para referirse a algunas regiones impediría que pudiera hablarse de cualquier nación que no fuera la española. España puede ser para muchos una nación de naciones, pero desde luego esa idea está descartada en la Constitución. Como lo está el uso aislado de las banderas autonómicas en los edificios públicos y en los actos oficiales. Se obliga expresamente a que la bandera española acompañe a la autonómica, un precepto que se incumple de manera sistemática en muchos territorios. De la Unión Europea y de su bandera, por supuesto, no hay una sola palabra. Tampoco ninguna referencia al escudo nacional.
La pena de muerte no queda abolida por completo, dejando su posible implantación a “las leyes militares en tiempos de guerra”. Aunque haya sido suprimido hace casi tres décadas, se hace mención del servicio militar obligatorio, de la objeción de conciencia y de la prestación social sustitutoria. Por cierto, corresponde al rey, “previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz”, lo que quiera que eso signifique hoy en día. De la inviolabilidad del rey a todos los efectos para qué vamos a hablar más. Las consecuencias ya las conocemos: el rey puede hacer básicamente lo que quiera que ante la Justicia española no es responsable de nada.
Aunque ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal, un verdadero hito para aquellos tiempos, la Iglesia Católica es expresamente citada para exigir “relaciones de cooperación”, un precepto que hoy no tendría ningún sentido. En otro orden de cosas, a los diputados y diputadas se les conceden amplias vacaciones en teoría (la práctica es muy distinta), fijando sólo nueve meses de sesiones ordinarias, de febrero a junio y de septiembre a diciembre.
De la inviolabilidad del rey a todos los efectos para qué vamos a hablar más. Las consecuencias ya las conocemos: el rey puede hacer básicamente lo que quiera que ante la Justicia española no es responsable de nada
Podría considerarse también una anacronía, puesto que al aprobarse no se habían definido aún las comunidades autónomas, la elección de la provincia como circunscripción electoral, que tiene graves efectos sobre la representación electoral. Esa decisión, mucho más que la denostada fórmula D’Hondt, es la causa principal de la sobrerrepresentación de los ciudadanos de las provincias menos pobladas frente a los que viven en las de mayor población.
A este listado de asuntos más o menos extemporáneos, habría que añadir otros muchos que la historia de España y sus características actuales piden revisar. La elección del presidente del Gobierno podría simplificarse para evitar bloqueos por una minoría si en lugar de exigirse mayoría simple del Congreso tras la primera votación de investidura, en la que sí se admiten alianzas, se adoptara la decisión –como en los municipios o en algunas comunidades autónomas– de investir automáticamente al candidato de la fuerza política más votada en la segunda votación. El concierto fiscal con Euskadi y Navarra genera desigualdades y agravios que otras comunidades autónomas –particularmente Cataluña– lleva décadas cuestionando. El Senado se dice cámara de representación territorial, pero su sistema de formación, prácticamente mayoritario y dependiente sobre todo de los partidos políticos, hace de ella una mera cámara de segunda lectura casi irrelevante. Por ser un texto previo a la conciencia sobre la amenaza climática, al consenso feminista y a la era de la información, no se mencionan nuevos derechos de ciudadanía. El estilo de la redacción resulta para la lectora y el lector contemporáneos machista y anticuado, con referencias a las mujeres escasísimas y subsidiarias del papel del hombre.
Dan prueba de que la Constitución puede técnicamente reformarse con rapidez las dos modificaciones que ha sufrido en sus 45 años: el añadido en 1992 del sufragio pasivo para los extranjeros en elecciones municipales derivado del Tratado de Maastrich y la reforma del artículo 135 en 2011 para que, atendiendo a la exigencia de la Unión Europea, se incluyera la imposición de la estabilidad presupuestaria. Ambos retoques se tramitaron en tan solo un mes porque contaban con el acuerdo del PSOE y del PP.
Hay en definitiva un buen puñado de artículos en nuestra Constitución que podrían modificarse con rapidez y con consenso. Pero hay sin embargo otro conjunto cuyo debate enfrentaría a unos españoles con otros. Son estos últimos artículos los que alargan la vida de un texto que, siendo funcional y eficaz en términos generales, no responde como debe ser a las exigencias de un país que, como España, está a la vanguardia mundial en derechos y libertades. Para que la Constitución lo refleje, de momento habrá que esperar.
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