Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
OPINIÓN
Gaza, donde muere nuestra humanidad
Pense aux autres, (Piensa en los demás) es el título y el estribillo de un famoso poema de Mahmoud Darwich (1941-2008), sin duda el poeta árabe más grande de nuestro tiempo, cuya obra no se limita a la causa palestina, de la que fue adalid (su obra ha sido traducida al francés por Elias Sanbar).
Su segunda estrofa reza: "Cuando libréis vuestras guerras, pensad en los demás / (No olvidéis a los que piden la paz)". Este poema es también un testimonio, pues Darwich creció consciente de esta preocupación por los demás, incluso por los enemigos, habiendo vivido en Israel hasta 1970, aprendiendo hebreo como primera lengua extranjera y descubriendo la literatura europea desde este idioma.
Pensar en los demás. No encerrarse en una identidad cerrada. No dejar que la emoción destruya la empatía. No barbarizar a los demás a riesgo de barbarizarnos a nosotros mismos. No renunciar a esa sensibilidad elemental que expresa nuestra preocupación por el mundo y los seres vivos. Porque huelga decir que, en Francia, la escena política y mediática no la alienta o incluso se niega a ello.
Un rechazo que puede llegar a la ignominia, pues hemos llegado a oír a una editorialista distinguir entre los niños muertos según lo hubieran sido "deliberadamente" (en Israel, en el ataque del 7 de octubre) o "involuntariamente" (en Gaza luego, bajo las bombas). La compasión por los primeros, proclamados víctimas de la barbarie, es proporcional a la deshumanización de los segundos, declarados muertos por la civilización.
Ayudando a ocultar la sempiterna injusticia cometida contra el pueblo palestino, mientras Israel ocupe y colonice los territorios (violando las resoluciones de la ONU desde 1967) y sus gobernantes le nieguen el derecho a vivir en un Estado soberano (violando los Acuerdos de Oslo de 1993), el discurso que alimenta esta insensibilidad actúa como si la historia se hubiera detenido el 7 de octubre de 2023, con la masacre cometida por los combatientes de Hamás que se cobraron 1.200 víctimas.
Ese acontecimiento aterrador, esgrimido como un presente monstruoso, sin pasado ni futuro, sin causa ni desenlace, se convierte, para los dirigentes de Israel y sus aliados, en la coartada de su ceguera. Organizada por la propaganda estatal israelí, la proyección de imágenes de la matanza del 7 de octubre, que atestiguan crímenes de guerra, sirve para justificar una respuesta que viola las leyes de la guerra, transformando el contraataque militar contra Hamás en una venganza asesina indiscriminada contra la población palestina de Gaza.
Nunca desde la Segunda Guerra Mundial habían perdido la vida tantos civiles en un conflicto armado, en un espacio de tiempo tan corto y en un territorio tan pequeño: 15.800 muertos según el reciente recuento del gobierno de Hamás, familias enteras, mujeres y niños, sanitarios y trabajadores de ayuda humanitaria, periodistas y profesionales de los medios de comunicación –al menos 56 muertos, más de uno por cada día de ofensiva israelí.
Tampoco se ha producido nunca un desplazamiento forzoso de población semejante, en condiciones sanitarias y humanitarias catastróficas, en la misma unidad de tiempo y espacio. Alrededor de 1,9 millones de personas, es decir, el 80% de la población gazatí, han tenido que huir, dejando sus hogares, abandonando sus posesiones y perdiendo sus referencias para convertirse en refugiados y exiliados. Una huida sin tregua y sin refugio, ya que el ejército israelí está atacando ahora el sur de la Franja de Gaza hacia donde convergen esas multitudes.
A esta escala de violencia, no se trata de daños colaterales, sino claramente de una estrategia de guerra dirigida contra todo el pueblo del que procede el enemigo particular: el objetivo de guerra proclamado por Israel, la aniquilación de Hamás, se ha convertido ante nuestros ojos en la destrucción de la Franja de Gaza, de sus ciudades, de su historia y su sociedad, de su pasado y su futuro, de sus lugares para vivir y trabajar. La consecuencia última es la aniquilación de su pueblo, expulsado de su propia tierra.
Nos acercamos al momento más oscuro de la humanidad
Entre la desesperación y la rabia, el estupor expresado por todas las organizaciones internacionales, sin excepción, ya sean agencias de la ONU como la UNRWA u ONG como Médicos Sin Fronteras, está a la altura de esta catástrofe sin precedentes. "Nos acercamos al momento más oscuro de la humanidad", ha declarado el responsable de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en los Territorios Palestinos Ocupados.
La presidenta del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Mirjana Spoljaric, solemne e inusual dado que la neutralidad suele obligarle a guardar silencio, lanzó la misma alarma en una reciente declaración pública: "El nivel de sufrimiento humano es intolerable. Es inaceptable que los civiles no tengan ningún lugar seguro al que ir en Gaza y, con un asedio militar en vigor, tampoco sea posible por el momento una respuesta humanitaria adecuada."
Ante la complicidad, y por tanto la inacción, de los aliados occidentales de Israel, en primer lugar Estados Unidos, el Secretario General de la ONU, António Guterres, intenta, hasta ahora en vano, reaccionar contra la indiferencia. Por primera vez desde el inicio de su mandato en 2017, acaba de invocar el artículo 99 de la Carta de las Naciones Unidas, que le da derecho a "señalar a la atención del Consejo de Seguridad cualquier asunto que, en su opinión, pueda amenazar el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales". Según el portavoz de la ONU, esto está justificado por "la magnitud de la pérdida de vidas humanas en tan corto espacio de tiempo".
Occidente está perdiendo el mundo por su inmodestia y su ignorancia
Repitiendo la política del miedo que inspiró la respuesta de Estados Unidos a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, la estrategia de Israel es una perdición moral. Sean cuales sean los éxitos militares que Israel pueda atribuirse, en última instancia serán la señal de su derrota política y diplomática. Porque, lejos de garantizar la seguridad de su pueblo, lo arrastrará a una guerra interminable. ¿Cómo puede Israel imaginar una vida duradera en Oriente Próximo si se ve a sí mismo como el bastión de un Occidente dominante que desprecia a todos los pueblos vecinos? Un Occidente que además está perdiendo el mundo por su inmodestia y su ignorancia.
La respuesta americana al 11-S, precedida de descaradas mentiras y acompañada de violaciones sin fin de los derechos humanos, hasta la legitimación oficial de la tortura, no ha hecho más que aumentar el peligro internacional, devastando Estados soberanos, dando lugar a nuevos terrorismos, humillando a pueblos enteros y unificando su resentimiento duradero. Todo ello en beneficio de Rusia y China, sobre todo de esta última, convertida en la segunda potencia económica mundial, y potencialmente la primera, mientras que la otra ha vuelto a una lógica imperial agresiva, desde Siria a Ucrania, pasando por el continente africano.
Lejos de los ideales democráticos de los que Estados Unidos se jacta mientras los pisotea, su intervención no ha contribuido en nada a que los pueblos afectados ganen en libertad y democracia. Más bien todo lo contrario. Como resultado, tras la penosa retirada de las tropas americanas, los talibanes han vuelto al poder en Afganistán desde 2021, para desesperación sobre todo de las mujeres afganas.
La República Islámica de Irán, principal objetivo de su pretensión de reorganizar la región, no ha dejado de aumentar su influencia geopolítica, de Irak a Siria, de Líbano a Yemen, sin olvidar Gaza a través de Hamás, mientras la teocracia que la gobierna reprime las esperanzas emancipadoras del pueblo iraní.
Por su parte, Arabia Saudí, la monarquía religiosa que fue el caldo de cultivo ideológico de Al Qaeda, no se preocupa en absoluto por sus violaciones de los derechos humanos, pero en cambio cree más que nunca ser el centro del mundo, hasta el punto de haber sido elegida para acoger la Exposición Universal de 2030.
El "golpe de Estado identitario" de Benjamin Netanyahu
Dos décadas después, la reacción de Israel no es sólo una repetición de la ceguera americana. Su exceso ideológico la agrava, a riesgo de arrastrar a todo el planeta. El poder político que ahora gobierna Israel, que es quien libra esta guerra, representa una ruptura radical al haber llevado hasta sus últimas consecuencias la lógica infernal de la identidad colonial, la superioridad de las civilizaciones y la jerarquía de las humanidades.
Bajo el mandato de Benjamin Netanyahu (en el poder sin interrupción desde 2009, con la excepción de un breve intermedio en 2021-2022), la ideología nacionalista religiosa ha tomado el control del Estado de Israel con un "golpe de Estado identitario", como ha escrito el periodista Charles Enderlin. Desde 2018, una ley fundamental, el nivel más alto posible en ausencia de una Constitución, define a Israel como el "hogar nacional del pueblo judío", sin ninguna referencia al principio democrático de igualdad de derechos.
Legitimando una supremacía identitaria que discrimina a las minorías árabe y drusa, rompe con la Declaración de Independencia de 1948, que ordenaba a Israel garantizar "la plena igualdad de derechos sociales y políticos de todos sus ciudadanos, sin distinción de credo, raza o sexo". Lejos de ser un bandazo demagógico, esta radicalización ideológica marca la colocación al frente del Estado de Israel de fuerzas políticas que han roto con cualquier visión universalista: ni igualdad natural, ni derecho internacional, ni humanidad común.
Peor aún, esta ideología está destinada a la exportación, como lo demuestra la notoriedad en la extrema derecha estadounidense y europea de su teórico y propagandista, el israelí-americano Yoram Hazony, autor del best-seller Las virtudes del nacionalismo, traducido a veinte idiomas. Se trata nada menos que de un reciclaje contemporáneo del nacionalismo integral de Charles Maurras, antisemitismo aparte, cuya edición francesa está prologada por un propagandista de extrema derecha, Gilles-William Goldnadel.
Denunciando el "fanatismo de lo universal" y el "internacionalismo liberal", este alegato a favor del advenimiento de un "orden de Estados nacionales" pretende acabar con los valores supranacionales promovidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 al término de la Segunda Guerra Mundial, a sabiendas de que los Estados nacionales podrían convertirse en los peores enemigos de la humanidad. Este nacionalismo radical implica que las naciones sólo deben rendir cuentas ante sí mismas, negándose a "transferir los poderes de gobierno a instituciones universales".
“No deberíamos tolerar la transferencia de ninguna parcela de nuestra libertad a instituciones extranjeras, sea cual sea la razón", escribe Yoram Hazony. “Y lo mismo respecto a las leyes que no son las de nuestra propia nación". Este rechazo de todo principio universal va de la mano de una concepción étnica de la nación, que reivindica su "homogeneidad interna" frente a "minorías nacionales y tribales" cuyas exigencias podrían deshacerla.
Se cerraría así la página abierta en 1948, al mismo tiempo que el nacimiento de Israel, de una humanidad común regida por principios universales opuestos a los Estados-nación. Se trata nada menos que de un regreso a las causas mismas de la catástrofe europea y luego mundial, esos nacionalismos egoístas, opresores y dominadores cuyos estragos y crímenes padecieron los pueblos en la primera mitad del siglo XX, culminando en genocidio, de los que el fascismo y el nazismo fueron sus productos extremos.
Además de la emergencia humanitaria que, por el bien de palestinos e israelíes, exige un alto el fuego inmediato y duradero en Gaza, hay un imperativo político que concierne a toda la comunidad internacional, si es que aún existe: poner fin a esta obstinación guerrera e identitaria donde muere nuestra humanidad.
Traducción de Miguel López
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