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Irán enseña los dientes

La respuesta que Irán dio en la madrugada del pasado domingo al ataque israelí a su consulado el 1 de abril –en el que murieron 13 personas incluidos dos generales de la Guardia Revolucionaria–, lanzando sobre territorio israelí hasta 320 misiles y drones, es la primera acción militar directa no encubierta que resulta de la hostilidad entre ambos países, iniciada en 1979, con la llegada al poder en Teherán del régimen de los ayatolás, uno de cuyos principios fundacionales es precisamente la destrucción del Estado de Israel. Antes había habido numerosos actos hostiles por ambas partes, pero siempre de forma indirecta o encubierta. Por parte de Irán, el apoyo a milicias chiíes en Irak, Siria y Líbano, principalmente Hizbullah, que han hostigado continuamente a Israel, y también a grupos sunníes enemigos de Israel como Hamas o la Yihad Islámica. Por parte de Israel, numerosos atentados que acabaron con la vida de cuatro científicos nucleares iraníes, otros con explosivos, incluido uno en la central nuclear de Natanz y ataques informáticos, siempre contra instalaciones o sistemas que pudieran dar acceso a Irán a una capacidad nuclear.

Este episodio actual es cualitativamente diferente, y muy grave. Es muy significativo que, en plena guerra en Gaza, con las Fuerzas de Defensa de Israel absolutamente involucradas en la destrucción sistemática de la franja, al gobierno israelí se le ocurriera que era un buen momento para bombardear el consulado iraní en Damasco, que no representaba ningún peligro para su seguridad, pero produciría previsiblemente una reacción hostil de su principal –casi único– enemigo en la región. No es difícil considerar que se trató de una operación calculada precisamente para provocar esa reacción que ayudaría a revivir la imagen de víctima de Israel y con ella a recuperar parte del apoyo de la comunidad internacional que estaba perdiendo a raudales ante la conmoción causada por las imágenes de la masacre de la población civil palestina. En efecto, el contraataque iraní ha suscitado una oleada de indignación y condenas en los países occidentales, incluidas reuniones extraordinarias del G7 y del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y un unánime apoyo a Israel, mientras que el ataque israelí al consulado de Irán –un ataque a un país soberano con el que no está en guerra– no mereció el mínimo reproche de la comunidad internacional.

En lo que se refiere a acciones militares, Israel hace lo que quiere cuando quiere con total impunidad y absoluto desprecio de cualquier legislación internacional, derecho humanitario, convenciones o leyes de la guerra, y ajeno por supuesto a cualquier crítica de organizaciones internacionales o humanitarias, o de otros gobiernos, que despacha cínicamente con el calificativo de “antisemitas”, sea cual sea la crítica que recibe o la barbaridad que ha cometido. Parece como si el hecho de que el pueblo judío sufriera el Holocausto –uno de los peores genocidios de la historia de la humanidad– diera a sus descendientes o hermanos en la religión una patente de corso para actuar allí donde lo considere oportuno, en la forma que decida, sin ningún límite, y sin necesidad de haber recibido un ataque previo, ni mucho menos de que exista una declaración formal de guerra. 

Ninguna democracia hubiera soportado la masacre por sus fuerzas armadas de 35.000 civiles, incluidos más de 15.000 niños, para responder a los atentados terroristas

Desde luego Israel ha vivido desde su fundación rodeada de enemigos que negaban su derecho a existir, a los que poco a poco ha ido neutralizando con acciones militares y políticas, siempre a la sombra de su gran padrino político, EEUU, sin cuya protección y ayuda probablemente hubiese sucumbido, y por supuesto no se hubiera podido permitir las ilegalidades y crímenes que ha cometido en nombre de su supervivencia. Después de tanto luchar para resistir, Israel se ha convertido de víctima en verdugo, y habría que estudiar sociológicamente cómo su población ha aceptado esa transición sin inmutarse. Décadas de vivir bajo presión y amenaza han transformado a Israel en un Estado militarista y ultranacionalista, hasta el punto de vincular la nacionalidad con la religión. En 2018, una ley orgánica definió a Israel como el Estado nación del pueblo judío, lo que evidentemente excluye y deja en un limbo político a los ciudadanos que no profesan esa religión. Un Estado basado en ese fundamento no puede ser un Estado democrático, aunque tenga elecciones y separación de poderes, porque parte de su población queda apartada de la res publica solo por sus creencias.

Ninguna democracia hubiera soportado la masacre por sus fuerzas armadas de 35.000 civiles, incluidos más de 15.000 niños, para responder a los atentados terroristas de unos pocos centenares de milicianos radicales, por crueles que fueran. Muchos países han sufrido atentados terroristas y no se han permitido una venganza de esa magnitud sobre personas inocentes cuyo único delito ha sido pertenecer al mismo grupo étnico que los que causaron 1.200 víctimas el 7 de octubre. Unos atentados absolutamente deleznables y rechazables como cualquier violencia que se ejerce contra civiles inermes e inocentes. Pero que no vienen de la nada. Vienen de siete décadas de dominación, opresión, miseria y violencia, sufrida por el pueblo palestino a manos de Israel, que ha bombardeado la franja siempre que ha querido, durante años, decenas de veces, destruyendo edificios y vidas de civiles, mujeres, niños. Hay que insistir en que esto no justifica en absoluto el terrorismo, pero menos se justifica una acción militar indiscriminada contra la población civil como represalia a las acciones de unos pocos. 

Recientemente, la relatora especial de Naciones Unidas para Palestina, Francesca Albanese, ha calificado la acción de Israel en Gaza como genocidio, y solo puede dársele la razón porque los que están muriendo en Gaza –no solo por las armas sino también de hambre o por falta de recursos médicos–, y los que están muriendo en Cisjordania a manos de los colonos, y en Jerusalén, no mueren por ser terroristas –los niños de seis años no son terroristas–, mueren por ser palestinos. Es una auténtica vergüenza, indigna de la humanidad, que esta carnicería se esté consintiendo, que asistamos impasibles a la muerte violenta de miles de niños sin hacer nada por impedirla. ¿Hasta qué punto de miseria moral nos ha conducido nuestro egoísmo, nuestro deseo de vivir cómodamente sin enfrentarnos a los poderosos?

Fuera del territorio histórico de Palestina, Israel ha hecho y deshecho también cuanto y cuando le ha convenido. Ha invadido Líbano dos veces (1982, 2006), además de bombardear y ocupar la franja sur del país repetidamente. Se ha anexionado ilegalmente los Altos del Golán sirios –conquistados en la guerra del Yom Kipur– y ha bombardeado Siria, incluido Damasco y sus principales aeropuertos, cuando le ha parecido oportuno. Siempre en respuesta a ataques generalmente inocuos de las milicias islamistas que se refugian en esos países, o simplemente con carácter preventivo o de castigo. También ha atacado con frecuencia intereses o a nacionales iraníes en otros países. Ninguna de esas acciones ha recibido reproche internacional en forma, por ejemplo, de sanciones como las que han sido impuestas a Rusia por su invasión de Ucrania.

La tensión y la violencia en la zona no desaparecerán. Ni la muerte ni la destrucción. Ni el odio, que crece cada día y anuncia nuevas y peores tormentas. No desaparecerán mientras Israel no actúe como un país realmente democrático

No obstante, hay un salto cualitativo en el ataque directo a un consulado, que oficialmente es territorio iraní. Teherán tenía que responder y lo ha hecho con una operación calculada, anunciada y limitada para evitar que Israel se sienta obligado a elevar la escalada un nivel más, entrando en una espiral que solo podría conducir al enfrentamiento total y directo, y con él a un conflicto generalizado con consecuencias catastróficas, no solo para la región sino para todo el mundo, de efectos políticos, militares y económicos incontrolables. Parece que Israel y su gran valedor –EEUU– lo han entendido así, y a ello han ayudado los escasos daños producidos por el ataque, previsibles dada la eficacia del sistema de defensa aérea israelí, auxiliada en este caso por medios antiaéreos y antimisiles de EEUU, Reino Unido, Francia y Jordania. No obstante, es previsible que Israel responda con alguna acción militar, todavía por definir. Pero será probablemente una acción limitada, acordada previamente con Washington, porque a nadie le interesa aumentar la tensión hasta provocar un estallido total, y menos que a nadie al presidente Joe Biden, en período electoral, con parte de sus posibles votantes –liberales y musulmanes– reprochándole su actitud pasiva ante la matanza de palestinos. Esperemos que el conflicto abierto entre los dos países se mantenga en esos límites por el bien de todos.

Pero, aunque así sea, la tensión y la violencia en la zona no desaparecerán. Ni la muerte ni la destrucción. Ni el odio, que crece cada día y anuncia nuevas y peores tormentas. No desaparecerán mientras Israel no actúe como un país realmente democrático, a pesar de los peligros que afronta. Hasta que la comunidad internacional se plante y exija a Israel, y a su patrón –EEUU– el respeto estricto a las leyes internacionales humanitarias y de la guerra. Israel tiene derecho a existir, y tiene derecho a fronteras seguras. Nadie puede negarle su derecho a defenderse, pero eso no incluye en ningún caso las detenciones arbitrarias, los asesinatos, la matanza de la población civil, los ataques y bombardeos arbitrarios a otros países de su entorno como el que ha llevado a la crisis actual. Irán no es Líbano ni Siria, se trata de un país de cerca de 90 millones de habitantes, integrado en la Organización de Cooperación de Shanghái, junto con China, Rusia, India, Pakistán y cuatro países más de Asia central. Estamos permitiendo que Israel encienda alegremente una cerilla encima de un barril de pólvora que nos puede hacer saltar a todos por los aires.

La Unión Europea tiene una especial responsabilidad en este asunto, ya que es el principal aliado de EEUU y parte de sus miembros, como Alemania o Austria, son grandes valedores de Israel. Muchos países europeos siguen exportando armas allí en medio de la matanza de Gaza y de la crisis con Irán. La Unión tiene en su mano disuadir a Israel de su actitud agresiva y de ulteriores escaladas, a través de la herramienta de las relaciones económicas y comerciales. Debería usarla, no en contra de los israelíes, sino para promover la paz y salvar miles de vidas. No lo hará, porque falta voluntad, autonomía estratégica respecto a EEUU y –sobre todo– unidad. A no ser que los ciudadanos, con suficiente firmeza y tenacidad, lo exijamos.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas.

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