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El rompecabezas sirio

Después de trece años de guerra civil, el súbito derrumbe del régimen de Bashar Al Asad en Siria, tras una ofensiva fulgurante de los rebeldes que ha durado apenas diez días, tendrá sin duda repercusiones importantes en el equilibrio y relación de fuerzas en una región que está en llamas, principalmente por la confrontación abierta de Israel con el llamado "eje de resistencia" dirigido por Irán –al que también pertenecía el derrotado régimen sirio–, en cuyo marco continúa el genocidio en Gaza y Cisjordania, en Líbano se tambalea la tregua, y en Yemen se acentúa la guerra civil. Este rápido hundimiento no es solo una derrota de Al Asad, sino también de los que le apoyaban: el régimen de los ayatolás en Irán, la milicia chií Hezbolá, y Rusia, que tenía en Siria su único aliado árabe.

Es precisamente la ausencia o debilidad actual de los apoyos externos de Al Asad, que le habían permitido resistir hasta ahora, lo que ha precipitado su caída. Su principal valedora, Rusia, implicada a fondo en ganar posiciones en la guerra en Ucrania ahora que la vuelta de Donald Trump a la presidencia de EEUU puede acelerar su fin, no estaba en condiciones de prestar un apoyo como en el que en 2015 detuvo a los rebeldes, aunque su aviación ha hecho en los últimos días algunos bombardeos sobre los rebeldes y la población civil. Irán está en una situación económica delicada a causa de las prolongadas sanciones y se concentra en prepararse para un posible choque directo con Israel que Trump podría propiciar. Y la milicia chií Hezbolá está diezmada por la guerra en Líbano, e intentando recuperarse.

Sin el apoyo masivo ruso, y sin las armas que Moscú apenas le proporciona desde hace casi tres años, sin los destacamentos de la guardia revolucionaria iraní y los milicianos chiíes que siempre formaron la punta de lanza de sus fuerzas, el Ejército Árabe Sirio de Al Asad, poco motivado, mal pagado y mal equipado, ha presentado muy poca resistencia a la ofensiva que inició la milicia yihadista Hayat Tahrir al-Sham el 27 de noviembre desde la región de Idlib, donde era mayoritaria, a la que se fueron uniendo otros grupos islamistas y milicias sunníes integradas en el Ejército Libre Sirio (ELS), así como las milicias kurdas desde el este, e incluso las drusas desde el sur.

Al Asad, perteneciente a la rama chií alauita, minoritaria en Siria, heredó de su padre en el 2000 un régimen laico pero dictatorial y opresor, que mantuvo la unidad del país y una relativa paz hasta que en 2009 empezaron las protestas en el marco de la primavera árabe, duramente reprimidas, que dieron lugar al inicio de la guerra civil. Los rebeldes fueron apoyados inmediatamente —y quizá instigados— por EEUU, Turquía, Arabia Saudí y las monarquías del Golfo, sin cuya ayuda difícilmente hubieran podido prosperar. Un apoyo que no sería ajeno al rechazo por el régimen sirio, precisamente en 2009, del oleoducto propuesto por Qatar para llevar su gas hasta Turquía, y de allí a Europa a través de Arabia y Jordania. Por su parte, Israel, que se había anexionado ilegalmente en 2019 los altos del Golán, con la aprobación del entonces presidente Trump, ha bombardeado el país más de 150 veces desde el inicio de la guerra, contra instalaciones iraníes, pero también contra la población siria.

Tanto los que apoyaban a los rebeldes como los que sostenían a Al Asad han conseguido hacer de Siria un país destruido y dividido que tardará mucho en conseguir recuperarse

En estos trece años, en Siria han confluido todas las tensiones y conflictos imaginables en la región. El enfrentamiento entre chiíes –siempre apoyados por Irán—y sunníes –siempre apoyados por Arabia Saudí y las monarquías del Golfo–, entre yihadistas y laicos, entre kurdos y turcos, entre drusos y árabes, entre un poder dictatorial y un pueblo sometido y empobrecido. Esto ha dado lugar a que en el escenario de la guerra civil se hayan movido una miríada de grupos, milicias, ejércitos, coaliciones de circunstancias, muy diversos, con objetivos diferentes, a veces enfrentados entre sí, alimentados y movidos por las potencias externas a las que nos hemos referido, cuyos intereses no han sido tampoco siempre coincidentes. Se llegó a dar el caso, en 2016, de que Turquía estuviera atacando a los kurdos, aliados directos en ese momento –en la lucha contra el Estado Islámico— de EEUU, que tenía tropas en su zona, sin que afortunadamente ambos llegaran a un enfrentamiento directo.

Esta división múltiple de la oposición al régimen hace que el escenario que se abre ahora, una vez conseguido el objetivo común, se presente extraordinariamente complicado. Es de suponer que Turquía, Arabia Saudí y EEUU intenten buscar un acuerdo —aunque la transición entre dos administraciones no sea el mejor momento para Washington– para impulsar a sus respectivos protegidos a entenderse y establecer un marco político siquiera provisional que mantenga la paz, al menos hasta que el panorama se aclare y pueda haber elecciones libres o se consolide un equilibro estable de las fuerzas en presencia, que permita la convivencia aunque sea con un reparto territorial. Pero no será fácil.

El líder mejor situado en la victoria de los rebeldes, Abu Mohammad al Yulani, es un yihadista radical, seguidor de Osama bin Laden, que combatió en Irak contra EEUU y fundó en 2012 Jabbat al Nusra, la rama de Al Qaeda en Siria, que llegó a estar asociada con el grupo Estado Islámico (EI) y después se transformó en Tahrir al Sham y creció hasta convertirse en el grupo principal del bando rebelde sirio. Es muy difícil que pueda entenderse con los grupos moderados que son mayoría en ELS, e imposible que lo haga con los kurdos, que han establecido en el noreste su región autónoma, Rojava, basada en la democracia directa y el feminismo. Tampoco los kurdos pueden convivir con el ELS, apoyado por Turquía, que les ataca sin tregua. Ni el ELS formado casi exclusivamente de sunníes con las minorías alauitas. Ni ninguno de ellos con los turcomanos, los drusos del sur o con los restos del EI que quedan en las zonas menos pobladas. Ampliando más el foco, habrá que ver si Turquía está dispuesta a retirarse del territorio que ocupa en el norte de Siria y si Rusia está dispuesta a abandonar la base naval de Tartús, la única que tiene en el Mediterráneo, o se ve obligada a ello. Y constatar cómo actuarán ahora EEUU, Arabia Saudí o Qatar.

Seguramente los sirios que se rebelaron masivamente contra el régimen alauita tenían muy buenas razones para hacerlo. Pero las razones o los objetivos de los actores externos, que han alimentado la guerra hasta hacerla la más sangrienta y catastrófica del siglo XXI, tenían muy poco que ver con los problemas y deseos de la población del país, sino con intereses propios, políticos o económicos. Tanto los que apoyaban a los rebeldes como los que sostenían a Al Asad han conseguido hacer de Siria un país destruido y dividido que tardará mucho en conseguir recuperarse, si es que alguna vez lo hace, o puede caer ahora en manos de un régimen yihadista. Ni 600.000 muertos, la mitad civiles, ni cinco millones de refugiados y ocho millones de desplazados han sido suficientes. Los poderosos seguirán persiguiendo sus intereses, aunque la paz no suceda a la victoria y la muerte y el dolor sigan arrasando Siria. 

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas.

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