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Begoña Gómez cambia de estrategia en un caso con mil frentes abiertos que se van desinflando

Paulo Pena / (Investigate Europe)

Madrid-Lisboa —

El sol salió hace menos de una hora, pero ya se refleja en los árboles de acero y cristal de 17 metros de altura que el arquitecto español Santiago Calatrava diseñó para cubrir la estación de Oriente en Lisboa. Los andenes están llenos de gente y cada vez que un tren se detiene la estación se transforma en una pista de atletismo, con rápidas carreras hacia las salidas que dan acceso al metro y a los autobuses.

A las 8.20 llega el tren que va a Guarda. Este tren rápido, eléctrico, que puede alcanzar los 200 km/hora remolcado por locomotoras de la serie 5600 fabricadas por Siemens y la empresa portuguesa Sorefame, es la primera etapa de un viaje raro y poco racional. Cualquier pasajero que decida viajar a Madrid en tren –por razones medioambientales o de otro tipo– tiene que prepararse, en el Año Europeo del Ferrocarril, para coger cuatro trenes diferentes, que tardan más de 11 horas en recorrer los 600 kilómetros que separan las dos capitales ibéricas. En coche, este trayecto dura la mitad de tiempo. En avión, aún contando las horas perdidas en desplazamientos hasta el aeropuerto, en controles de seguridad y en las puertas de embarque, no se tarda más de cuatro. Ni siquiera el precio merece la pena. Los cuatro billetes que se necesitan para hacer este viaje (dos comprados a la portuguesa CP y dos a la española Renfe) cuestan más de 65 euros (25,5 euros Lisboa-Badajoz y 40 euros Badajoz-Madrid), lo que supera las promociones de las compañías aéreas más baratas.

Hasta llegar a Entroncamento, el tren disipa todos los mitos que lo situaron como transporte del pasado. Es más rápido, cómodo y barato que cualquier otro medio de transporte para recorrer los casi 100 kilómetros que separan a la localidad de Lisboa. Con una ventaja: transporta cientos de pasajeros y emite CO2 residual. A las 9.23 horas, nos deja en la estación de la zona que más debe al ferrocarril en Portugal.

Es el segundo municipio más pequeño del país y una de las ciudades más nuevas. Incluso debe su nombre al ferrocarril, ya que significa literalmente la unión de dos líneas ferroviarias (la del norte, Lisboa-Oporto; y la del este y Beira Baixa), inaugurada en 1864. Desde el escudo del municipio hasta su principal atracción turística (el museo del ferrocarril), Entroncamento rinde homenaje a su modernidad sobre raíles. 

Dos años después de la inauguración del nudo ferroviario, el escritor danés Hans Christian Andersen pasó por allí, con 61 años, de camino a Lisboa. Describió así lo que vio: "En la estación encontramos un hotel realmente lujoso y moderno. Al menos, a mí me lo pareció, porque en el viaje desde Madrid había perdido la costumbre de todas las comodidades. El rey de Portugal, tras su regreso de España, había pasado allí la noche. Tenía un amplio y bonito comedor y servía buena comida y bebidas frías. Incluso podías tomar té y oporto. Estábamos, pues, en plena civilización". (Una visita a Portugal en 1866).

El viejo 'Allan' lucha con las cuestas

Estacionado en la línea 6 está el ferrocarril que nos llevará a la segunda etapa de este largo viaje. No se corresponde con lo que hoy consideraríamos un medio de transporte moderno. Es un Allan, comprado a la empresa holandesa Allan & Co's en 1954 con fondos del Plan Marshall. En aquella época, con su motor diesel que podía alcanzar los 100 kilómetros por hora, eran trenes modernos y cómodos. Hoy, 67 años después, y aunque hubieran sido renovados, los dos vagones que unen Entroncamento con Badajoz harían que Andersen se replanteara lo que dijo sobre la "civilización".

Especialmente en las subidas, cuando el tren pierde velocidad y lucha por alcanzar los 60 kilómetros por hora. Allan vibra, retumba, tiembla, pero desde las limpias ventanas el paisaje lo compensa. Bellas y desiertas estaciones, la proximidad del Tajo, Vila Nova da Barquinha, el castillo de Almourol, Constância, Abrantes, y luego el Alto Alentejo, la estación de Torre das Vargens (un complejo ferroviario ahora en desuso), una vista de Elvas.

De los 15 pasajeros que subieron al tren en Entroncamento, la gran mayoría se bajó en las estaciones portuguesas (Abrantes, Crato, Elvas). Sólo una pareja portuguesa, que fue de compras a Badajoz, y dos amigos holandeses, que cogieron allí el tren a Sevilla, cubrieron los 174 kilómetros del trayecto total, en dos horas y cincuenta minutos.

Estamos prácticamente en la mitad del viaje Lisboa-Madrid, después de 274 kilómetros que hemos tardado cinco horas en recorrer en tren. Si somos pesimistas, pensaríamos que, estando ya en España, aún nos quedan otras cinco horas largas. Es decir, si saliéramos de Lisboa en coche a esa hora, probablemente llegaríamos antes que el tren que ahora nos llevará de Badajoz a Mérida, en la tercera etapa de nuestro viaje.

Desde 2020 el trayecto Lisboa-Badajoz debería durar menos de dos horas y media. Pero los planes ferroviarios ibéricos se han retrasado. Ahora la promesa es que la nueva línea estará lista en 2023. Ya en 2001, cuando António Guterres, actual secretario general de la ONU, era primer ministro en Portugal, se firmaron compromisos para conectar ambos países mediante trenes de alta velocidad. En 2003, cuando el primer ministro portugués era Durão Barroso, el ex presidente de la Comisión Europea que diseñó algunos de los "paquetes ferroviarios" que liberalizaron el sector, el plan era tener cuatro líneas de alta velocidad entre Portugal y España. De todas ellas, sólo un pequeño tramo llegó a la fase de adjudicación: Poceirão-Caia, durante el gobierno de José Sócrates. Cuando la troika llegó a Lisboa en 2011, todos esos planes no realizados desaparecieron. Sólo quedaba uno: una línea para mercancías, que aprovecha el corredor diseñado para la alta velocidad y que, por ello, también podrá acoger trenes de pasajeros a 250 km/h.

Pero está claro que esta no es la prioridad de Lisboa, que, por razones de ordenación del territorio, quiere realizar primero la conexión de alta velocidad Lisboa-Porto-Vigo. De hecho, entre Lisboa y Badajoz vive mucha menos gente que entre Lisboa y Vigo. Ese corredor del Atlántico reducirá a casi la mitad el tiempo actual de viaje en tren entre Lisboa y Oporto (tardará una hora y quince minutos) y dejará a Vigo a una hora de Oporto. Cuando el tramo esté operativo, anunció el Ministro de Transportes portugués, Pedro Nuno Santos, el puente aéreo entre las dos mayores ciudades portuguesas dejará de tener sentido.

En estado de 'shock'

Cuando el viejo tren portugués Allan llega a la estación de Badajoz ya está esperando en la línea el moderno "serie 599" de Renfe. Incluso con su motor diésel, el ferrocarril español alcanza velocidades imposibles para el Allan: 160 km/h. El primer viaje es corto: Badajoz-Mérida. Pero pasamos la mayor parte del tiempo en estado de shock.

El revisor que viene a comprobar los billetes utiliza una máquina para leer el código QR de mi billete. El silbato es estridente y la luz es roja. Repite y nada. Comprueba todo lo demás, asiento, vagón, número de tren. Comprueba su lista y nada coincide. Mi billete no existe, me dice, mirando con desaprobación. Le explico que sí existe, que lo he comprado en la web de Renfe y me ofrezco a enseñarle el recibo del pago. Dice que no quiere ver el recibo. ¿Cuál es la solución? "Compra otro", sugiere. Pero para qué voy a comprar otro si ya tengo uno, le pregunto asombrado. "El que tienes no está bien". Argumento que no es culpa mía en absoluto, y que no voy a comprar un nuevo billete cuando Renfe ya me ha cobrado el que le estoy enseñando, y añado que aún tengo que hacer una nueva conexión entre Mérida y Madrid. El funcionario decide ir a hablar por teléfono con la compañía ferroviaria. Vuelve poco después, pero no tiene buenas noticias para mí. Tampoco hay sitio en el trayecto a Madrid, y el tren ya está lleno, me dice.

Entonces decido explicar al revisor todo el contexto de este problemático viaje. Soy periodista, viajo desde Lisboa para describir lo que cuesta ahora ir de la capital portuguesa a Madrid, he comprado todos los billetes, tengo todos los recibos, y no entiendo cómo Renfe pudo emitir un billete, con asiento numerado, si no lo había pagado previamente (cosa que hice, y puedo demostrarlo, como le dije). Otra conversación telefónica y finalmente una solución. "Voy a hablar con mi colega en el tren a Madrid. Puede subir y sentarse en el asiento libre que le indicaremos".

A las 15.29 subo al tren con destino a Madrid, en la estación de Mérida. Hasta mi destino final en Atocha ya nadie volverá a hablarme de billetes. 

Sin wifi, sin red móvil

Las cuatro horas y media de este cuarto y último tramo son difíciles. Detrás de mí, una pasajera se queja de tener sed. El tren no tiene bar –una medida de protección adoptada durante la pandemia– ni máquinas expendedoras. Pregunta si puede bajarse en una estación e ir a comprar una botella de agua. El revisor le dice que no, porque no tendría tiempo de volver a embarcar. Tampoco hay wi-fi, y en la mayor parte del recorrido ni siquiera hay red móvil. 

Cuando le cuento a Christopher Irwin, el inglés que presidió la Agencia Ferroviaria Europea y que ahora es miembro de la junta directiva de la Federación Europea de Pasajeros, que hice este viaje Lisboa-Madrid, sonríe y abre los ojos con asombro. "¿Realmente hiciste eso?". Asiento con la cabeza. Irwin añade rápidamente: "Me gustan bastante los trenes, pero no me gustaría viajar en un tren diésel a través de la frontera con España desde Lisboa. Sería muy bonito, pero creo que me sentiría bastante cansado al final. Probablemente querría parar en la frontera”.

A las 20.08, exactamente 11 horas después de subir a un tren en Lisboa, me bajo del último vagón de este viaje en la estación de Atocha de Madrid. Ni siquiera puedo argumentar que mi historial de emisiones de carbono sea bueno porque una gran parte del trayecto se hizo con motores diésel. Es de noche en Madrid. La Tierra ha girado más rápido alrededor del sol que el sistema ferroviario de la Península Ibérica para transportarme en un viaje de 600 kilómetros.

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