Libros
Escritores en su salsa
Los hay escritores-escritores. Escritores-periodistas, escritores-profesores, escritores-académicos. Otra variedad una pizca más exótica es la escritores-bibliotecarios, letraheridos que por una u otra razón –muchas veces, qué decir tiene, el peculio- empezaron o acabaron sumergidos en esos templos del saber hoy en vías de remodelación virtual. En torno a treinta de ellos, el escritor-profesor Ángel Esteban ha publicado El escritor en su paraíso (Periférica), en el que recoge pedazos de las biografías y con ellas de las anécdotas vividas entre estanterías y pasillos por plumas como Goethe, Borges o Carroll, y que ha sido prologado por Mario Vargas Llosa.
La historia empieza precisamente con el Nobel hispanoperuano. La del origen del libro. Aunque antes, en verdad, estuviera la propia pasión de Esteban por las bibliotecas, donde se fraguaron los comienzos de su carrera en la literatura, a partir de sus estudios en filología. “Siempre fui fan”, reconoce, “sobre todo a partir de la tesis doctoral, que hice en EEUU, en Illinois”. En aquel estado se encuentra la segunda mejor biblioteca universitaria del país después de la de Harvard, Urbana Champaign. “Y allí fue donde vi la gran diferencia con las españolas”.
Tras aquella experiencia, el autor se decidió a editar un libro sobre el método de trabajo de los grandes maestros de la literatura (Cuando llegan las musas, Espasa, coescrito con Raúl Cremades). Y ahí es cuando entró en escena Vargas Llosa. Esteban le visitó en su apartamento de Londres para entrevistarlo y conocer de primera mano su cotidianidad. Y lo que se encontró fue a un hombre absolutamente “ordenado, con todo previsto”, que atesoraba en su propio hogar una extensa colección de volúmenes, que complementaba con otra “portátil”, es decir, los libros que siempre van con él en la maleta.
Mientras que el autor de El héroe discreto es un bilio(tecarió)filo por convicción, otros en cambio lo fueron por obligación. O directamente, ni lo fueron. Marcel Proust, por ejemplo, que fue despedido porque no sacaba ganas siquiera para presentarse a fichar. “Igual que Robert Musil”, remacha Esteban, “aunque él por lo menos se molestaba en mandar certificados de enfermedad”. Al creador de Los placeres y los días le interesaban más aquellos, los primeros. Rodearse de la alta sociedad parisina, debatir con artistas y literatos y ver pasar los días en las animadas tertulias de los cafés. (Claramente), “no tenía ese concepto sublime de la biblioteca de Goethe o de Borges”.
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Bibliotecas, en cualquier caso, hay muchas. Desde las magnificentes construcciones que albergan incunables y demás rarezas de tiempos pretéritos hasta esos edificios funcionales y muchas veces arquitectónicamente mediocres que insuflan sin embargo un soplo de vida cultural a los barrios. Lo que significa, claro, que también ha habido escritores para cada una de ellas. Borges, en su caso, atravesó varios estadios: de trabajar en una institución humilde antes de publicar, pasó a dirigir en su cualidad de autor consagrado la Biblioteca Nacional. Aunque no fue ni el uno ni el otro espacio el que más le marcó: “Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre”, declaró el argentino, ya anciano. “En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo... todavía recuerdo con nitidez los grabados en acero de la Chambers's Encyclopaedia y de la Británica”.
Eugenio d'Ors, en Cataluña, hizo grandes las bibliotecas pequeñas, al crear el sistema de bibliotecas populares y profesionalizarlo. Reynaldo Arenas fue asalariado de la Biblioteca Nacional, pero sin cargo. Aunque aprovechó bien el mucho tiempo libre que le dejaba su puesto, y no solo escribió entre aquellas paredes su primera novela, sino que también se dedicó a organizar tertulias literarias. Solzhenitsyn, en una nota discordante, fue bibliotecario forzoso, consecuencia de su encierro en una cárcel de Kazajstán. Pero, ¿qué se hizo antes, el bibliotecario o el escritor? “Aunque algunos empezaron en bibliotecas muy jóvenes, como Rubén Darío o Stephen King”, cree Esteban que “ser bibliotecario no te despierta una vocación que no existe”.
Aunque las tres decenas de autores que se reseñan en el libro no son todos los que han practicado el arte de la biblioteconomía –ya avisa el autor de que la lista es ampliable- lo cierto es que todos los que aparecen, salvo Vargas Llosa y King, forman parte del pasado literario. En el futuro, quizá hará falta rastrear Amazon u otras empresas digitales para ver a los grandes talentos de las letras en su salsa, en su particular paraíso. Pero claro, ya no será lo mismo. “Es diferente la relación con el libro”, afirma Esteban. “E ir a un lugar físico donde puedes elegir, donde te sorprendes al encontrar un libro que no tenías ni idea de que existía, y sumergirte en ese ambiente para leer, para estudiar... eso solo se puede hacer en una biblioteca”.