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Nobel de literatura

Svetlana Alexievitch: ¿qué es el postcomunismo?

La escritora y periodista bielorrusa Svetlana Alexievich da una rueda de prensa en Minsk (Bielorrusia) hoy, 8 de octubre de 2015. La escritora ha ganado hoy el Premio Nobel de Literatura, según anunció la Academia Sueca hoy en Estocolmo.

Dominique Conil | Lorraine Kihl (Mediapart)

Svetlana Alexievitch ganó el jueves el premio Nobel de literatura por su trabajo de no ficción en torno a la historia soviética y post-soviética. Laescritora bielorrusa es autora de seis obrasen las  que denuncia los estragos de la guerra en Afganistán (Los chicos del latón) o la catástrofe nucelar de Chernóbil (Voces de Chernóbil)Voces de Chernóbil. El premio recompensa a la novelista por "sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y a la valentía de nuestro tiempo", según el comunicado de la Academia sueca. Esta entrevista fue realizada por Dominique Conil, con ocasión de la presentación en Francia de su libro El tiempo de segunda mano. El final del hombre rojo, y fue publicada en Mediapart, socio editorial de infoLibre, el 8 de octubre de 2013. 

En su vida, Svetlana Alexievitch ha pasado mucho tiempo en las cocinas, ese lugar de honor de la conversación rusa. Escuchando. Anotando. En Rusia, Ucrania, Bielorrusia sobre todo. Así, ha escuchado a los soldados enviados a Afganistán, lo que se convirtió en un libro, Los chicos de latón, electroshock seguido de juicios y amenazas que echó por tierra el mito de la gloriosa armada Roja que marchaba a liberar y reformar a los afganos. Escuchó a los supervivientes y a los más cercanos a los que habían muerto, o estaban muriéndose, después de Chernóbil. Se convirtió en Voces de Chernóbil, éxito mundial prohibido en Bielorrusia que le ha acarreado problemas de salud. 

Y durante ese tiempo, más de un cuarto de siglo, esta mujer que se parece a esas que frecuenta (peinada como le sale, camisa de algodón) ha escuchado a la Rusia silenciosa. O, más exactamente, a la URSS, y luego a la ex-URSS. A aquellos a los que rara vez alguien se toma la molestia de entrevistar. Los que viven a menudo lejos de Moscú, en pequeñas ciudades, o cerca de los Kombinat devastados, o en el campo. Todo eso es hoy El tiempo de segunda mano. El final del hombre rojo, obra de 541 páginas publicada simultáneamente en una decena de países que no podría aconsejarse lo suficiente a aquellos que quieren comprender algo de Rusia, pero también a aquellos que gustan de las historias humanas. 

¿Literatura? Cuando se le plantea la pregunta, Svetlana Alexievitch se reivindica escritora y no periodista. El autor bielorruso Ales Adamovich, por su parte, dijo de sus libros que hacen gala de "un género que no ha sido definido y que no tiene nombre". ¿Quizás ese periodismo literario en vías de extinción, condenado por la velocidad de la información y de la lectura?

Svetlana Alexievitch respeta escrupulosamente lo real, las declaraciones de aquellos con los que se encuentra; no imagina, es la cronista de una época. "Me apresuro a registrar las huellas". Deja tiempo al tiempo, regresa a veces a ver a la gente. Después viene un montaje sabio y ese complejo trabajo de escritura: restituir el color y el ritmo, la vivacidad y los giros de unas palabras. Recrea. 

Estamos lejos hoy de las llamadas telefónicas nocturnas que siguieron a la publicación de Los chicos del latón, acusándola de haber atentado contra la moral de la nación. Leyéndola, la moral de la nación parece hoy bastante baja. Sucede incluso que se deje momentáneamente El tiempo de segunda mano. El final del hombre rojo entre dos discursos para tomar aire, a veces, ante el cúmulo de desgracias de una sola vida, en una sola familia. Pero esas entrevistas —a menudo escritas como monólogos en el curso de los cuales, en ocasiones, se deja ver a la que escribe, esmaltadas de extrañas anotaciones casi escénicas—, escalonadas entre la perestroika (finales de los años ochenta, principios de los noventa) y 2012, forman un extraordinario retrato de la ex-URSS.

Y, como siempre en Rusia—la carta de [la miembro de las Pussy Riot] Nadezhda Tolokónnikova es una muestra reciente—, es de lo peor, de la desgracia, de donde surge lo luminoso, el aliento. Por encima de la amargura, el desarraigo, la rigidez. 

En un extremo del libro, Elena Iurevna, casi 50 años en el momento de la entrevista, tercera secretaria del Partido en alguna parte en provincias, echa pestes de esa época que malvende todo en lo que ella cree. "Me gusta la palabra 'camarada', y siempre me gustará. ¡Es una palabra magnífica! (...) El soviético era un hombre de bien, era capaz de ir a Siberia, en mitad de ninguna parte, en nombre de una idea y no por dólares". En otro punto del libro, Tania Kulechova, despreocupada estudiante bielorrusa de 21 años que, el 19 de diciembre de 2010, "con el corazón ligero, sin tomárselo muy en serio", llega a la manifestación contra la reelección amañada de Lukashenko. "Nos reíamos como locos, cantábamos canciones". Se regodea: va a tener algo que subir a su blog. 

Ejemplares de 'Voces de Chernóbil' en una librería. / EFE

¿Pero quién es la firme Elena Iurevna, cuando cuenta verdaderamente su vida? La hija de un hombre que fue deportado seis años al gulaggulag. Su padre, en efecto, había sido hecho prisonero por los finlandeses durante la guerra. A la vuelta, a eso se le llamaba "traición a la patria". Hasta su muerte fue un comunista convencido. Un hombre que no contó más que episodios, con ayuda del alcohol. 

En el campo había conocido a intelectuales, a poetas. Y empujó a sus hijos hacia el estudio y los libros, consolándoles de las decepciones con un "¡Tranquilos, lo peor está al llegar!" fruto de la experiencia. Y sin embargo Elena Iurevna, que se enfurece contra esos anuncios de televisión que muestran pomos de puertas de oro que valen lo que su apartamento, esos magos y videntes que llenan estadios, se sentía asqueada por Brejnev y otros y aspiraba, según ella, "a otro socialismo"

¿En qué se convirtió la ligera Tania Kulesheva de la manifestación que, para la entrevista, ha escogido por prudencia el nombre de su abuela? Golpeada, encarcelada, maltratada, aterrorizada, ha visto resurgir, en prisión, un pasado que no le había interesado hasta entonces. Había encontrado aburrido ese cuaderno guardado preciosamente por su madre en el que su abuelo relataba, con detalles de las torturas, sus interrogatorios por el NKVD durante las purgas. Ya no es así: "El pasado es un faro, no un puerto", dice el proverbio ruso.

El fin de la URSS

Con excepción de un solo relato, consagrado a Serguéi Fiodorovich Ajroméiev, mariscal, héroe, ganador del premio Lenin, que se suicidó tras el fallido golpe anti-Gorbachov de agosto de 1991 —"no es una restitución", precisa Sevtlana Alexievitch (pero sí ciertamente una iluminación sobre este hombre íntegro que asistió discretamente al funeral de Sajarov, con quien estaba en total desacuerdo)—, los que hablan son desconocidos. Una voz tras otra, permiten medir lo que fue el final de la URSS: un éxtasis y una esperanza inmediatamente seguidos de una crisis económica, de la gran redada sobre los bienes del Estado. 

Setenta años de comunismo autoritario, de votos obligatoriamente unánimes o casi, de terror, de guerra, de apparatchiks-dinosaurios: el pueblo ruso era económicamente ignorante (no era el único), anestesiado políticamente durante tanto tiempo que era totalmente inexperto. Pese a las innumerables publicaciones, ninguna revisión del pasado tendría lugar realmente. "¿Por qué no se juzgó a Stalin? Se lo voy a decir... Para juzgar a Stalin, hay que juzgar a gente de nuestra propia familia, a conocidos nuestros...", dice una mujer. 

Una periodista gana el premio Nobel de literatura

Svetlana Alexievich gana el premio Nobel de literatura

Por supuesto, un buen número de los que hablan han sufrido el cambio. Han sido despedidos o han visto las pensiones y la jubilación fundirse hasta el ridículo, ensombrecerse la protección social, desaparecer la agricultura, y las costosas importaciones reemplazar bruscamente el producto soviético de toda la vida, poco generoso y víctima regular de penurias, pero accesible. Sin embargo, y es quizás una de las lecciones del libro, las dificultades materiales (variables según los interlocutores de Svetlana Alexievitch) se nombran, pero lo que se denuncia es más bien una época violentamente materialista, donde las posesiones priman sobre el pensamiento, donde el dinero se ha convertido en la medida del reconocimiento social. 

"Hoy en día hace falta reaccionar y no hablar... Se puede decir absolutamente todo lo que se quiera, pero las palabras ya no tienen poder. Nos gustaría creer en algo, pero no somos capaces. A todo el mundo le da igual todo, y el futuro es una mierda. Para nosotros las cosas no eran así... ¡No! La poesía, las palabras...". 

Un novio que descubre en el padre de su prometida un antiguo torturador (y orgulloso de serlo) del NKVD; una policía "suicidada" en Chechenia; una adolescente que ha sobrevivido a un atentado en el metro; e incluso emigrados rusos a Canadá (esos emigrantes tan numerosos) entonando al final de la noche una canción... muy soviética; jóvenes revolucionarios que Svetlana Alexievitch dice numerosos y que se sumergen en Marx o Lenin... El tiempo de segunda mano. El final del hombre rojo, crónica de una época en equilibrio, habla primero de la gente, tomadas de lo que un día será la Historia, y habla también de los que o las que están fuera de la norma. Como esa Lena, casada, madre de tres hijos, habitada por un sueño en el que aparecía un hombre que le estaba destinado, como en un cuento tradicional. Termina por descubrirlo un día: era un criminal desconocido, condenado a cadena perpetua, detenido en una presión siberiana para presos peligrosos. Y abandonó su pueblo para ir hacia ese desconocido, como la mujer de un revolucionario decembrista.

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