Atentado terrorista en París
El miedo es nuestro enemigo
Un viernes por la tarde de otoño con buen tiempo. Fin de semana, tiempo de salir, momento de relajarse. Reencuentros amistosos, conciertos musicales, partidos deportivos. Hombres y mujeres juntos, jóvenes sin fronteras, placeres variados donde los haya de acuerdo con los gustos o los antojos, beber, fumar, bailar, mezclarse, seducirse, amarse, acudir pronto al reencuentro entre unos y otros.
Basta con enumerar estas simples palabras, sin grandilocuencia, para compartir lo que todos sentimos después de ayer: cualquiera de nosotros, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos, nuestros vecinos, nosotros mismos, estamos en el punto de mira de los asesinos. Porque es evidente que no tenían como objetivo lugares simbólicos como sucedió en los atentados de enero, cuando manifestaron su odio hacia la libertad (Charlie Hebdo) o su odio a los judíos (Hyper Cacher). Se dice que los terroristas autores de la carnicería parisina no tenían un objetivo. Es falso: armados de una ideología totalitaria, donde el discurso religioso sirve de argumento para asesinar la pluralidad, borrar la diversidad, negar la individualidad, ellos tenían como misión asustar a una sociedad que encarna la promesa inversa.
Más allá de Francia, de su política exterior o de aquellos que la gobiernen, su objetivo era este ideal democrático de una sociedad libre, porque es su derecho: derecho a tener derechos, igualdad de derechos sin distinción por razones de origen, de apariencia o de creencia; derecho de elegir su camino en la vida sin que esté ligado con el lugar de nacimiento o de pertenencia. Una sociedad de individuos donde el "nosotros" está compuesto de infinitos "yo", en relación unos con otros. Una sociedad de libertades individuales y de derechos colectivos.
Medir el alcance de aquello a lo que amenaza este terror sin precedentes en territorio francés –los atentados más mortíferos en Europa después de los sucedidos en Madrid en 2004–, es evidentemente medir también el desafío que nos han lanzado los asesinos y aquellos que ordenaron ejecutar la acción. Esta es la sociedad abierta que los terroristas quieren cerrar. Su objetivo de guerra es que se cierre, se repliegue, se divida, se encoja, se venga abajo y, en suma, que se pierda. Nuestra vida en común es lo que quieren transformar en guerra intestina, contra nosotros mismos. Sean cuales sean los contextos, épocas o latitudes, el terrorismo apuesta siempre por el miedo. No sólo el miedo que contribuye a expandir en la sociedad, sino la política del miedo que suscita en la cúspide del Estado: una huida hacia adelante donde el terreno totalitario llama a la excepción democrática, en una guerra sin fin, sin frentes ni límites, sin otro objetivo estratégico que su perpetuación, ataques y respuestas se alimentan los unos de los otros, causas y efectos se entremezclan hasta el infinito sin que emerja una salida pacífica.
Por doloroso que sea, debemos hacer el esfuerzo de quedarnos con la parte de racionalidad del terrorismo. Para combatirlo mejor, para no caer en su trampa, para no darles nunca la razón, por inconsciencia o por ceguera. Estas son las profecías autocumplidas que se reflejan en sus terroríficas lógicas mortíferas: provocar mediante el terror un caos todavía más grande del esperado, mayor enfado, resentimiento, injusticia... Lo sabemos por la experiencia reciente, la huida hacia adelante norteamericana tras los atentados de 2001 provocó el desastre iraquí, germen de la organización llamada Estado Islámico, nacida de los escombros de un estado destruido y de los desgarros de una sociedad maltratada.
¿Sabremos aprender de los errores catastróficos o los volveremos a repetir? Se puede decir que vivimos en un contexto de crisis acumulativas –económica, social, ecológica, europea, etc. –, nuestro país vive un momento histórico donde la democracia redescubre la tragedia. Donde la fragilidad de la primera es el peligro de la pasión de la segunda. Porque el desafío inmediato no está lejos, sino aquí mismo, en Francia. Sabíamos, desde el día siguiente de los atentados de enero, que la verdadera prueba estaba por venir. Este otoño, momento en que dejó sus funciones, el juez antiterrorista Marc Trévidic nos lo recordó –"Los días más oscuros están frente a nosotros" (lee su entrevista en francés)– era una alarma que no vieron nuestros dirigentes: "Los políticos toman posturas marciales, pero no tienen visión a largo plazo. (...) No creo en los méritos de la estrategia francesa".
Porque, ante este peligro que nos concierne a todos, no podemos dejar nuestro futuro y nuestra seguridad a quienes nos gobiernan. Si su obligación es protegernos, no debemos aceptar que lo hagan en nuestra contra, a pesar de nosotros, sin nosotros. Siempre es difícil plantear preguntas molestas el día después de los hechos que han conmocionado a todo un pueblo, uniéndolo en la compasión y el temor. Pero, colectivamente, no sabríamos resistir de forma duradera al terror que nos desafía si no somos los dueños de las respuestas que se dan. Si no somos informados, consultados, movilizados. Si se nos deniega el derecho de cuestionar una política de asuntos exteriores consistente en aliarse con los regímenes dictatoriales u oscurantistas (Egipto, Arabia Saudi), las aventuras guerrilleras sin visión estratégica (particularmente en el Sahel), las leyes de seguridad cuya acumulación revela ineficiencia (mientras atentan contra nuestras libertades), los discursos políticos cortos de miras y de poca altura (sobre el islam en particular, con esta rémora colonial que pasa por "la asimilación"), que dividen más de lo que unen, que alimentan el odio más de lo que lo tranquilizan, que expresan los temores des los de arriba más de lo que movilizan a la gente de abajo.
Hacer frente al terrorismo es hacer sociedad, construir una muralla, la misma que ellos quieren echar por tierra. Defender nuestra Francia, nuestra Francia arcoiris, diversa y plural, esta Francia capaz de hacer causa común a la hora de rechazar las generalizaciones y los chivos expiatorios. Esta Francia cuyos héroes del 2015 eran también musulmanes, como si fuesen ateos, creyentes, judíos, francomasones, agnósticos, de cualquier orígen, culturas o creencias. La Francia de Ahmed Merabet, de origen algerino, el guardian de la paz que dio su vida a las puertas del edificio del Charlie Hebdo. La Francia de Lassana Bathily, de origen maliense, un anciano sin papeles que salvó a muchos indocumentados del HiperCacher. Esta Francia que ilustraron tan bien, en esta larga noche parisina, los equipos de rescate, el personal sanitario, médicos, policías, militares, bomberos, las muestras de solidaridad, todo ellos salido también de esta diversidad –humana, social, cultural, confesional, etc.– que hace la riqueza de Francia. Y su fuerza.
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En Gran Bretaña, en los atentados de 2005, la sociedad se unió espontáneamente alrededor de un eslogan inventado por un joven internauta: "No tenemos miedo". En España, en los atentados de 2004, la sociedad se unió espontáneamente a partir de un símbolo: las manos levantadas y las palmas abiertas, desarmados y determinados a un tiempo.
No, nosotros no tenemos miedo. Salvo de nosotros mismos, si cedemos. Salvo de los dirigentes si nos engañan y nos ignoran. Defendemos la apertura más que nunca de la sociedad que los asesinos querrían cerrar. Y el símbolo de este rechazo podrían ser diez manos que se reencuentran, se estrechan, se acerca la una con la otra. __________
Traducción: Miriam Puelles