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Los diablos azules

Literatura y experiencia (‘queer’)

Jaime Lorente y Jorge Varandela en El público, de García Lorca, dirigido por Àlex Rigola.

Alberto Mira

El escritor Gore Vidal siempre cuestionó que el deseo homosexual fuera una posición que marcase la creatividad y por lo tanto rechazó con sarcasmo la etiqueta “literatura gay”. Por otra parte, escribió una de las primeras novelas sobre la experiencia homosexual en Estados Unidos (La ciudad y el pilar de sal, de 1948); está también detrás de uno de los “subtextos homosexuales” más legendarios de la historia de Hollywood (el de Ben Hur), dio a la sexualidad queer un carácter transgresor (en Myra Breckinridge, una novela inmersa en la contracultura de los sesenta); en lo experiencial, frecuentó círculos homosexuales y vivió con su amante hasta el fin de sus días; ser “un homosexual” no puede haber sido irrelevante en su vida cotidiana aunque sólo haya sido por el esfuerzo que tuvo que hacer para ocultarlo. Si Gore Vidal no es gay, pocos individuos en la historia de la humanidad pueden aspirar a la etiqueta. A no ser, claro, que nuestra idea de lo que significa “gay” y el modo en que “ser gay” afecta la creatividad o la experiencia vital necesiten una reflexión que nos ayude a superar posicionamientos rígidos.

Vidal no está solo en su rechazo hacia la idea de que exista una literatura gay (y “existir” es un término más problemático que “literatura” o “gay”): en nuestro país escritores que no tienen problemas de armario como Luisgé Martín, Álvaro Pombo o José Luis Collado han justificado una distancia similar frente al término. A menudo esta corriente justifica su posición mediante dos lemas: “no me gustan las etiquetas” (preferido por escritores homosexuales) o el legendario “la literatura no es gay ni heterosexual, es sólo buena o mala” (favorecido por críticos heterosexuales). Pero también existe gente como Edmund White, Tom Spanbauer, Luis Antonio de Villena o Eduardo Mendicutti, que no ven problema alguno en etiquetar y, aunque sus propuestas sean distintas, explicar los términos en que se propone la etiqueta: escritores gais, sugieren, perciben el mundo de una manera que no puede sino colorear la literatura que producen. Etiquetar no es proponer esencias, es llamar a las cosas del mundo; hay que perder el miedo a las etiquetas, devolverles un carácter precario y abierto; las cosas pueden tener más de un nombre y ningún nombre agota lo que la cosa es. Aunque sus libros no sean solo gais (ningún libro es “solo” nada), son, inevitablemente, literatura gay. Algún otro caso como Jeanette Winterson se inició promocionando su lado “gay” para, cuando obtuvo éxito comercial, intentar una calculada distancia. Y es cierto que las grandes editoriales prefieren esquivar la etiqueta porque está en su lógica llegar “a todos” y saben que lo gay puede alienar a parte del público, mientras que las editoriales especializadas la abrazan. Al final parece ser que de lo único que hablamos aquí es de posicionamiento en el mercado y de estrategias de venta. No es el único modo en que se puede hablar de literatura.

Tampoco el criterio de calidad (“sólo hay buena o mala literatura”) agota la idea de la experiencia literaria. El crítico o el académico puede aducir que, por ejemplo, una novela como Cincuenta sombras de Grey no es literatura, pero el caso es que se vende como literatura, se consume como literatura, y más allá de lo inane de su estilo o diseño, produce y refleja fantasías tan urgentes, reales, compartidas o conflictivas como las que encontramos en Jean Genet o Vladimir Nabokov. La literatura gay existe sin duda como etiqueta de producción y de consumo, y también existe como canal de expresión de un universo fantasmático que no es heterosexual, que representa una experiencia de disidencia y que, además, mira la heterosexualidad desde fuera. Cuando Edward Albee estrenó ¿Quién teme a Virgina Woolf? hubo protestas desde posiciones críticas identificadas con un heterosexismo militante que acusaban al autor de socavar estratégicamente la institución del matrimonio desde una posición homosexual (era 1962 y la revolución estaba por llegar). Y ciertamente hay algo no heterosexual en el modo en que la obra está escrita, que ha sido objeto de intensa fascinación, de contornos específicos, para públicos y creadores gays a lo largo de las décadas.

El binarismo homo/hetero es central en el imaginario cultural. Dada la importancia de los modelos heterosexuales en la construcción de nuestros fantasmas, apostar por fantasías o modos de desear alternativos no es cosa baladí. No hablamos simplemente de temática, es también cuestión de mirada, del lugar desde el que se escribe, de la comunicación con un lector que, idealmente, no tiene por qué ser homosexual. Esto no implica que la literatura homosexual sea necesariamente una etiqueta rígida. En El público, de Federico García Lorca, hay una obra homosexual dentro de una obra de vanguardia que asimila la óptica surrealista (o viceversa: a veces las prioridades del crítico no son las del autor). Que se acepte que “vanguardia” o “surrealismo” son etiquetas útiles para el estudio de la obra pero que se evite situarla en estructuras emocionales homosexuales de los años treinta sólo puede ser resultado de prejuicios. Por otra parte, un significante en una novela puede tener más de un sentido. Las protagonistas femeninas de ciertas obras de Álvaro Pombo no están ahí necesariamente porque Pombo sea homosexual, pero dada la prominencia de las identificaciones con modelos femeninos por parte de autores de la tradición homosexual, resulta fructífero leerlas en esos términos y probablemente hay algo que une la experiencia del escritor con su decisión de crear esos personajes y articular sus voces. Aunque sólo el análisis puede proporcionar respuestas, no es lícito descartar la hipótesis de que la decisión de Pombo pueda relacionarse, en cierto modo, con decisiones similares de Tennessee Williams, Todd Haynes, Pedro Almodóvar, Reiner Werner Fassbinder (su Petra Von Kant, Maria Braun o Veronika Voss) o Truman Capote. O nuestro Ángel Vázquez, autor de La vida perra de Juanita Narboni, una gran novela sobre una mujer locuaz al borde de un ataque de nervios. Hablar de “literatura gay” es una manera de dar carta de naturaleza a las posibles (plausibles) relaciones entre Pombo y Vázquez en términos de creatividad, es establecer cierta conexión entre ellos a partir de fuentes de inspiración.

Es verdad que más allá de cuestiones esencialistas, las dificultades para aceptar la etiqueta están implícitas en el propio término “gay”: politizado, reduccionista, que no recoge (ni lo pretende) toda la experiencia más allá de los (también reduccionistas) patrones de la heterosexualidad oficial. Para muchos hoy en día “gay” es sinónimo absoluto de “homosexual”, pero la historia es algo más compleja. La palabra homosexual nace en realidad en el ámbito científico para patologizar prácticas y comportamientos, y pasa, en las últimas décadas del siglo XIX, al ámbito legal y al ámbito cotidiano. Incluso a principios del siglo XX, el ciudadano medio no acababa de entender lo que la palabra implicaba, a pesar de su lugar prominente en la obra de Sigmund Freud. En España pasa al registro coloquial a través de la obra de Gregorio Marañón, y en los años veinte y treinta se encuentran bromas al respecto en la literatura popular. Pasada la mitad del siglo XX, el término estaba demasiado cargado de patología y negatividad para que quienes se sentían identificados con su contenido pudieran gozar de credibilidad social. Un grupo reducido pero creciente de homosexuales decide darle la vuelta a un término popular (“gay”, que podía tener connotaciones despectivas pero que significa esencialmente “alegre”) para designarse, con el fin de poder identificarse con la idea sin perder dignidad (o humanidad). Había habido otros intentos desde finales del XIX (“uranista”, “epéntico”, “nervous”) pero fue “gay” el que se impuso. “Gay” es por lo tanto una convención, una manera de llamar las cosas que responde a (y depende en exceso de) un discurso de negatividad fóbica. También es una palabra con una agenda de afirmación, politizada y por lo tanto intrínsecamente sospechosa, lo cual justificaría pragmáticamente las reservas de Winterson. Desde el rigor histórico, “gay” es una palabra que sólo es utilizable para hablar de una homosexualidad afirmativa, que intenta escapar de mitologías homófobas y, quizá, contemporánea o posterior al movimiento gay. Por volver a la literatura, el nuevo término crea una matriz de creación, publicación, lectura y percepción. Es algo que se puede ser y genera una experiencia representable sin recurrir a la abyección. Así, Edmund White, Larry Kramer, Andrew Holleran, Luis Antonio de Villena o Mendicutti serían claramente escritores gays mientras que la etiqueta es mucho más problemática cuando se aplica a Lorca, Patricia Highsmith, Oscar Wilde o Jean Genet, dado que adquiere prominencia en determinadas circunstancias y a partir de cierto momento.

En este sentido las acusaciones de reduccionismo están plenamente justificadas. Pero, ¿y si, al menos provisionalmente, llamamos las cosas de otro modo? ¿Y si mantenemos el carácter precario, abierto de la etiqueta, su capacidad de dar un nombre a algo que es sin duda una realidad, y reemplazamos una palabra que en su comunitarismo puede sonar idealista o naif? Dicho de otro modo, ¿y si proponemos un término que permita incluir sin reparos a Highsmith, Lorca, Cernuda, James, Proust, Gide, Genet, Winterson, Pombo, Juan Goytisolo o Vidal al tiempo que White, Mendicutti, Terenci Moix o Kramer? El caso es que ese término existe. Desde los años noventa del siglo pasado, las limitaciones de “gay” apuntadas se superan a través del concepto “queer”, que introduce Teresa de Lauretis como intento de identificar (etiquetar al fin) modos no heterosexuales de identidad y deseo. Se refiere a identidades que no se ciñen al modelo heteronormativo mayoritario, que no acaban de encajar en las fantasías sobre sexualidad que se promueven por defecto.

Si hay unos patrones específicos que nos sitúan en determinadas posiciones culturales, hemos de pensar que afectan a todos, y por lo tanto también a los escritores, que tienden a recurrir precisamente a materiales experienciales, culturales y emocionales. Resulta útil ver cómo funciona esta excentricidad cultural desde la evolución de cada individuo en el mar de signos y eslóganes que constituye toda cultura, voces que nos incitan a ser, que nos anuncian los placeres de ser ciertas cosas, que nos prometen la dicha si somos ciertas cosas. Sea cual sea el término, junto a la aquiescencia hacia estas tentaciones e incitaciones, existe una reticencia, un desapego hacia las hipotéticas recompensas que se predican desde el heterosexismo. En ocasiones esta reticencia se gestiona a partir de la represión de lo que uno no debe ser, creando una tensión fascinante entre sentimientos y su plasmación discursiva autorizada y produciendo, por ejemplo, un sistema de códigos que mantengan una relación con realidades creativas sin que el lector pueda sentirse alienado. En este sentido, la literatura de la experiencia queer no tiene por qué tener contenidos explícitamente queer. La poesía de Vicente Aleixandre necesitaría atención desde esta perspectiva utilizando marcos que visibilicen (en lugar de ocultar) el significado de su excentricidad, y estudios sobre Hart Crane muestran atisbos de una experiencia queer recodificada hasta resultar casi invisible. Otras veces, se ha manifestado como lucha o como trauma, pero también como triunfo: para muchos identificarse con “eso”, con lo abyecto, fue, hasta antes de ayer, una verdadera revolución vital, que ha dado lugar a una voz determinada, con una especificidad literaria que se manifiesta en corrientes sentimentales o estéticas. Conceptos como traición o abyección en la obra de Jean Genet son incomprensibles si no se tiene en cuenta esta lucha, y el análisis de la lucha de Gore Vidal por encontrar un final adecuado para La ciudad y el pilar de sal no se entiende si no entramos a fondo en las dinámicas sobre representación de lo queer en la América de los años cuarenta.

Quizá la diferencia que implica saberse queer no sea hoy en día tan radical para unos como para otros, pero es cierto que lo fue históricamente, y que todavía hoy el niño queer (y todo niño es, en la formulación freudiana, queer) crece sometido a presiones: sobre todo la presión de “no ser” pero también la de no expresarse. No todo niño queer se convierte en adulto queer (y pocos se convierten en escritores, menos en escritores queer), pero los que lo hacen tienen una experiencia que potencialmente tiene una plasmación narrativa e identitaria. Esta experiencia, que no todos acusan de la misma manera, es, por supuesto, individual. Pero también compartida: existen rasgos comunes al niño proto gay durante el siglo XX. En un ensayo capital para entender la formación de una mirada queer, The queer child, Kathryn Bond Stockton habla de la necesidad de “crecer de lado” (“growing sideways”, por oposición al crecimiento vertical que se asigna al proto adulto hetero) asimilando influencias y posiciones que no son las que se le imponen en el ámbito de la sexualidad y las emociones. Dadas las limitaciones de espacio, sugiero algunos ejemplos concretos como intentos de ilustrar cómo esa experiencia gay puede dar lugar a una identidad o un discurso. Cuando D. A. Miller reflexiona en su extraordinario ensayo Place for us sobre cómo el musical de Broadway determinó el proceso de conciencia e identidad en los años cincuenta, muchos en otra época, en otro entorno, nos reconocimos en sus reflexiones, en su lucha por ser, muchos constatamos que habla de cosas que hemos pasado y que tienen que ver con definirse frente a la presión de la heterosexualidad: en la España de los setenta quien esto escribe atravesó procesos de asimilación e identificación que conducían a la disidencia sexual desde musicales como Gypsy que son idénticos a los descritos por Miller. Una vez el significante “homosexual” o “gay” circula dentro de una cultura y una vez el significante se presenta como algo poco atractivo, el niño en su evolución hacia cierta madurez tendrá que recurrir a estrategias simbólicas para situarse en ese entramado de injurias descalificaciones e incitación al silencio. Algunos callarán, otros se expresarán en voz alta, a veces ruidosa, en afirmación enfática de la diferencia.

La cultura gay y el posicionamiento de la voz gay surgen de la tensión entre las ideas que circulan de manera prioritaria en una cultura y las decisiones que el niño que se identifica con esas ideas va tomando. Y puede que para sobrevivir, o simplemente para ser, el niño tenga que aferrarse a ideas que no son tan prioritarias, cuya influencia le hará diferente. Para el antropólogo David M. Halperin esto explica que haya una cultura gay de rasgos internacionales (por mucho que sus referentes sean distintos) que va más allá de la experiencia sexual: tiene que ver con la identidad, con la socialización, con el deseo, con la actitud hacia la normalidad. El niño en los ensayos de Stockton, Miller o Halperin funciona como un receptor de ondas, y los niños proto gais, en su obsesión por sobrevivir un ambiente que puede ser hostil, sintonizan bien con determinadas frecuencias. El musical de Broadway, Joan Crawford, Judy Garland, Oscar Wilde, pero también, más tarde, Madonna, Pet Shop Boys o Xavier Dolan. Son maneras de gestionar la propia diferencia en el entorno fantasmático.

Todo escritor consciente de su evolución y de sus sinapsis con la cultura dominante (que incluye configuraciones de la sexualidad y el deseo) tendrá que negociar sus tensiones, su yo frente a lo otro. Y la negociación llevará, a menudo, a las mismas cuestiones, que acaban siendo lugares comunes de esa experiencia queer (y me centro aquí en la experiencia masculina): teatralización, matrocentrismo, identificación con posiciones femeninas (especialmente la diva o la “mujer fuerte”), esnobismo, ironía camp, parodia, énfasis en el estilo, transgresión, rasgos que han explorado quienes tratan de fijar en qué consiste este ethos de la experiencia queer, desde Richard Dyer a Eve Kosofsky Sedgwick, Didier Eribon o Judith Butler.

El otro lado de la luna

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Podemos reconsiderar cómo llamamos las plasmaciones de esta excentricidad, y queda dicho que llamarlo “literatura gay” puede no ser lo más oportuno. Pero resulta innegable que creamos desde una posición, que esa posición está marcada, entre otras cosas por el género, que nuestra experiencia dentro del entramado de género en una cultura es parte central de nuestras vidas y que, por supuesto da lugar a temas y estilos en la práctica artística que son compatibles con otras corrientes. Por volver a lo dicho, si se puede hablar de “literatura surrealista”, al fin y al cabo un movimiento generado a partir de un cambio de perspectiva hacia las implicaciones de la realidad, ciertamente podemos llamar “literatura homosexual/gay/queer” a los textos que reconocen ciertas corrientes culturales y emocionales que divergen de mitologías y promesas de la visión ortodoxa basada en la heterosexualidad.

*Alberto Mira es escritor y profesor de estudios cinematográficos. Es autor de libros como Miradas insumisas (Egales, 2008), De Sodoma a Chueca (Egales, 2004) Alberto MiraMiradas insumisasDe Sodoma a Chueca

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