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Los libros

‘Cirlot, ser o no ser de un poeta único’, de Antonio Rivero Taravillo

'Cirlot, ser o no ser de un poeta único', de Antonio Rivero Taravillo.

Carlos Serrato

Cirlot, ser o no ser de un poeta único

Antonio Rivero TaravilloFundación José Manuel LaraSevilla2016

Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) fue un poeta raro entre los raros, durante mucho tiempo casi olvidado, ignorado en su época por no militar en ninguna de las corrientes dominantes de la poesía española de posguerra. Hombre complejo y contradictorio, de carácter poco expansivo, pero absolutamente convencido del valor de su poesía radical; de ideología neonazi, más fantástica y estética que real, pero a quien sus dioses germánicos habrían enviado a un campo de concentración si hubieran leído la literatura “degenerada” que escribía; fascinado por el simbolismo ocultista y la mitología nórdica, pero también por el arte de vanguardia, del que fue uno de sus más importantes críticos y divulgadores en la España de la segunda mitad del siglo XX; surrealista, pero fervorosamente católico (cuando se encontró en París con André Breton, gritó su fe tomando entre las manos la cruz que llevaba colgada al cuello).

Durante los años en los que Cirlot estuvo casi relegado en la cultura española a su papel (eso sí, respetadísimo) de crítico y ensayista de arte, siempre fue consciente de que él era esencialmente un poeta, de lírica secreta y arriesgada, cierto. Un francotirador que partía del surrealismo, a pesar de que su relación con los surrealistas españoles no estuvo exenta de conflictos. Muy ligado al grupo Dau al Set, aunque visto a veces con poca simpatía por el resto de sus integrantes. Admirador temprano del postismo y también rechazado por el grupo fundador, cosa que importó bien poco para la sorprendente correspondencia (por lo extraordinariamente sincera y alucinada) que mantendría a lo largo de los años con su amigo Carlos Edmundo de Ory y que Rivero Taravillo maneja con sabiduría en su estudio. Un raro, un iluminado.

Cirlot siempre se mantuvo firme en la búsqueda de una expresión lírica experimental y personalísima, sustentada por el juego de los símbolos, el combate entre estructura y azar, una concepción esotérica y cabalística del lenguaje y una estética muy emparentada al serialismo y a la música aleatoria, puede que originada por la seguridad en la idea de que nada es lo que parece, pues habita “debajo de cada cosa, su doble, debajo de cada sonido, su espectro”.

Es precisamente eso (la ambivalencia vital y estética) la marca Cirlot, desde sus inicios como poeta hasta el fin de sus días. El marido y padre ejemplar, por lo convencional, se enamoraba de los fantasmas cinematográficos de las actrices. El sacrificado trabajador en los sótanos de la librería y editorial Argos y más tarde (y más cómodamente) en la de Gustavo Gili fue también el autor de los muy célebres Diccionario de los ismos (del que Saura llegó a decir, no con poca razón, que muchos se los había inventado) y Diccionario de símbolos, entre más de una treintena de libros de arte, todos los artículos críticos que pudo colocar en revistas españolas e internacionales y colaboraciones de varia naturaleza con artistas plásticos.

Aquel coleccionista de espadas publicó medio centenar de libros de poemas hasta su muerte, en 1973. Una poesía que poco después reunió Leopoldo Azancot para Editora Nacional y más tarde, en 1981, antologó Clara Janés para la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra, comenzando con ello una lenta recuperación de su valor como poeta, solo comparable en riesgo y originalidad al de ese otro raro y amigo corresponsal Carlos Edmundo de Ory.

En definitiva, un ser/no ser de poeta y de hombre, como titula su biógrafo, Antonio Rivero Taravillo, esta documentadísima y estupendamente narrada memoria de vida y obra; Cirlot, ser y no ser de un poeta único (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2016), que mereció el premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías en su última edición.

Además de la bibliografía de rigor, Rivero Taravillo maneja con gran conocimiento los repertorios de correspondencia y recoge múltiples testimonios escritos aquí y allá u obtenidos en entrevistas con familiares y amigos, que animan el estudio con la vivacidad del hecho encarnado en un personaje novelesco y a todas luces atrapado en el nexo entre dos mundos. Usa con sabiduría el anecdotario del poeta para contar al lector, por medio de la sugerencia y la evocación indirecta, ese extraño ser-no ser del “Guardián del Sur”, como alguna vez se despidió Cirlot por carta de André Breton. Este, a mi juicio, es uno de los no pocos aciertos de un libro concebido a la vez con método de erudito y pulso de narrador de historias, que explota en su momento justo esas serísimas salidas de tono que de vez en cuando se permitía Cirlot. Especialmente memorable me parece la recreación del momento cumbre de aquella discusión con Néstor Luján sucedida en la calle, a las puertas de la librería Argos, cuando el poeta, exasperado, zanjó el asunto de la manera más arcaicamente rotunda: retando a Luján a un duelo a espada en el “campo del honor”.

El uso de la vivacidad del acontecimiento sorprendente, trenzado con una escrupulosa labor de estudioso, da una idea de lo a gusto que se encuentra el biógrafo cuando se remanga para ocuparse del montaje narrativo de los materiales, en pos de ese ritmo de relato capaz de hacer sabrosa la lectura de un ensayo. Llega a emocionar, como despidiendo al hermano, en el último capítulo del libro, obviamente titulado “Final”, donde se replantean casi a modo de sumario algunos de los temas fundamentales de las obsesiones literarias de Cirlot, muy particularmente las evocaciones de personajes cinematográficos femeninos. De ellas nacieron los libros más importantes del poeta: el ciclo de Bromwyn, construido a partir de la obsesión que Cirlot sintió por la actriz Rosemary Forsyth tras contemplarla en la pantalla en 1966, interpretando el papel de Bronwyn en el filme de Franklin M. Shaffner El señor de la guerra; o el largo poema Inger, Permutaciones, publicado a costa del autor en 1971 y escrito en memoria de la actriz estadounidense de origen sueco Inger Stensland (Inger Stevens de nombre artístico).

Poeta visionario al modo de Blake, lo llama Rivero Taravillo, y mucho de eso hay en su obra, que quizá naciera de la fascinación del pequeñoburgués por la locura del santo o del héroe trágico. Para muestra un botón: en un texto crítico sobre la pintura del artista alemán Mathias Goeritz, que había estado ligado al régimen nazi, aunque parece que no con mucho entusiasmo, y andaba pasando una temporada en España (o “refugiado”, como prefiere Goeritz) declara Cirlot: “Adoro a los judíos y admiro todavía más al más demente de todos los alemanes, Adolfo Hitler”. Un escándalo, incluso para la España del año 1949, cuando Franco intentaba caerles simpático a los aliados que habían ganado la guerra. El texto no fue publicado, por supuesto.

El mundo medieval, con sus gestas heroicas y su misticismo absoluto, lo cautivaba y, en cierto modo, buscaba sus desvaídos reflejos en la cultura del siglo XX, aunque sin la ingenuidad de un creyente, acaso con la desesperación de un deseante. Eso y lo que su biógrafo llama la entrega al eterno femenino, tanto en su vida de vigilia, materializado en el amor tranquilo hacia su mujer, Gloria Valenzuela (de rostro prerrafaelista, apunta Rivero Taravillo), como en su vida onírica, a través de su transmutación mística en los rostros proyectados en la pantalla de cine que llegarán a convertirse en símbolos metaestéticos en la escritura de Bromwyn e Inger.

Tampoco es ajena a ese misticismo tan particular la tradición esotérica. Cirlot la estudió a fondo y mantuvo una estrecha relación de amistad con un mago y alquimista barcelonés José Gifreda, que contaba con una (por entonces) peligrosa, amén de rara, biblioteca de ocultismo. “El más allá sea sobrenatural o natural, trascendente o inmanente, me apasiona, me llama, me preocupa más que el amor y más que el dinero, más que la gloria y el trabajo intelectual”, le diría en 1955 a Breton en una carta de la que Rivero Taravillo extrae sus más jugosos párrafos.

Por estos años y en estas idas metido escribió el poeta, a lo que sabemos, su única novela, Nebiros, que narra en monólogo interior las andanzas del diablo por los prostíbulos portuarios y los barrios bajos de una ciudad que bien pudiera ser Barcelona. Intentó publicarla en 1950, pero fue prohibida por la censura franquista, como correspondía, y solo este mismo año 2016 ha salido por fin las librerías gracias a la editorial Siruela.

Cirlot, ser y no ser de un poeta único completa el recorrido biográfico con una selección de fotografías y un resumen bibliográfico. Bien armado de datos, pero escrito con intención de hacer disfrutar al lector, no es este un trabajo estrictamente académico. Busca, en cambio, ese justo medio, tan anglosajón, con el que satisfacer al estudioso e interesar al mismo tiempo a quienes lo único que desean es que no les interrumpa el gozo de la lectura una nota a pie de página. Una estupenda forma de celebrar este año el centenario del nacimiento de Juan Eduardo Cirlot, ese raro Guardián del Sur.

*Carlos Serrato es profesor de Literatura. Carlos Serrato

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