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Los libros

‘Relato de mi vida’, de Thomas Mann

'Relato de mi vida', de Thomas Mann.

Relato de mi vida

Thomas Mann Hermida EditoresMadrid2016

Relato de mi vida incluye el fragmento autobiográfico escrito por Thomas Mann en 1929, a raíz de la concesión del Premio Nobel; El último año de mi padre, un relato de su hija Erika que aporta claves para entender los últimos proyectos de Mann y el ambiente que rodeaba al escritor en sus últimos días, y, por último, una Cronología de Thomas Mann, escrita por Andrés Sánchez Pascual, que convierte la simple cronología en presentación articulada de los momentos fundamentales de la vida y la obra de Mann, intercalando comentarios reveladores de los mismos.

Con motivo del premio Nobel, Mann hace balance y escribe una presentación de su trayectoria. El sentimiento que le animaba entonces conecta con el que pretendió reflejar en Fiorenza (1906), una obra de teatro a su parecer “fallida”, pero que no dejó “de inquietar ligeramente al teatro” desde su aparición. De ella escribe: “Vibra en ella un juvenil lirismo de la fama, el placer que ella produce y el miedo que causa en una persona sofocada en temprana edad por el éxito”. Es lo que él llama su “nerviosismo retenido”, un motor de creación para su espíritu inflamado, deseoso de alcanzar el cenit que anticipa la gloria.

La obra a la que reserva una mayor estima, “la más próxima a mi corazón” —dice en esos momentos—, es Tonio Kröger (1903): “La primera vez que conseguí hacer que la música influyese en mi producción, conformando su estilo y su forma”. Y aquella otra que le persigue como síntoma, siempre irresuelta y por concluir, cristalizará en un título significativo: Confesiones del estafador Felix Krull. En ella parece resonar la culpa como forma irredenta de saldar la deuda simbólica del don.

Aunque ya había aparecido La montaña mágica, el Nobel se le concedió ante todo por su obra monumental Los Buddenbrook, la decadencia de una familia concluida en los primeros meses del nuevo siglo. El joven Mann novela en Los Buddenbrook la vida y peripecias de una saga familiar de la alta burguesía de una ciudad parecida a Lübeck, su ciudad natal. En realidad es una mirada sobre su propia familia. La casa juega un importante papel en la historia, es la representación del esplendor familiar, pero también del declive de esta familia burguesa. Cuando la tercera generación se desprenda de ella, la decadencia cerrará el horizonte, y en la cuarta generación, sin apenas descendientes, no quedará sujeción para sus emblemas y fidelidades.

Un antiguo pero magnífico artículo de Jacobo Muñoz (Revista de Occidente, nº17, marzo de 1977), recogía y explicaba extensamente esa idea tan nietzscheana de la decadencia que envuelve la producción de Mann: el declive de esa burguesía industrial del XIX. Hay en Thomas Mann “una idea regulativa no exenta de rasgos utópicos: la del humanismo burgués patricio, con su sistema de valores y la realización de estos en unas determinadas formas de vida cotidiana, con su moral puritana del deber, de la disciplina vital y de la responsabilidad cívica y profesional, con su apreciación positiva del sereno ejercicio de una intimidad al resguardo del poder, de la mesura y del 'justo medio', con su valoración, en fin, de la cultura, en el complejo sentido del término alemán Bildung, como uno de sus grandes pilares, siendo el otro, lógicamente, el privilegio material heredado y asumido como algo cuya posesión se sobreentiende a la manera de un hecho natural. El humanismo intimista y apolítico, contemplativo y atomizado, desde luego del Bürger específicamente alemán, no el del citoyen de la tradición democrática y revolucionaria francesa, ni menos del bourgeois de la era imperialista”. Y ponía de relieve las virtudes de ese burgués en declive: “El orden, la constancia, el sosiego, la laboriosidad. Una existencia en la que lo ético prevalezca, en una palabra, sobre lo estético, con vistas a la perfección de la obra, esa obra que debe ser 'bien hecha', independientemente de su naturaleza, esto es, tanto si se trata de la gestión de una empresa familiar como si lo que está en juego es la composición de una sinfonía o el desarrollo de un ciclo novelístico”. 

Mann no ve ahí una característica histórico-burguesa, sino un imperativo ético, cuyo origen sitúa en el medioevo alemán. Es la gran aportación del pueblo alemán a lo universal: una constante desde el minucioso y tenaz maestro medieval hasta el intelectual comprometido éticamente con la vida y el destino universal humano. En esto, Nietzsche es referencia crítica esencial: “Mi experiencia de Nietzsche representó el presupuesto de un periodo de pensamiento conservador que acabó en mí hacia la época de la guerra: pero, en última instancia, me dotó de la capacidad de resistir todos los encantos de un romanticismo malo, que pueden brotar, y que todavía hoy surge en tantos sentidos, de una valoración no-humana de las relaciones entre vida y espíritu”. Su influencia se deja sentir especialmente en Consideraciones de un apolítico (comenzada en 1910).

Pero estas relaciones entre la vida y el espíritu, tras la guerra, encontraron una mediación política. En 1922, en una conferencia pronunciada en Berlín (“Sobre la República Alemana”) aflora la transformación: “La república es nuestro destino”. El intelectual se ha comprometido políticamente. Sánchez Pascual anota: “Su subterránea evolución espiritual desde el fin de la guerra saltó aquí a la luz pública de una manera clamorosa, produciendo desconcierto. Desde este instante se convierte, ya hasta el final de sus días, en un 'hombre político”. Mann se aproxima a las tesis del socialismo y, ya en el exilio, se convertirá en símbolo de la resistencia en Europa frente al nazismo. Cuando el decano de la universidad de Bonn le comunique que se le ha retirado el doctorado honoris causa, su carta de respuesta (31 diciembre 1936) adquirirá una repercusión inusitada y, como afirma Sánchez Pascual, “desde este momento se convierte en la cabeza de la lucha intelectual contra Hitler desde el exilio”. En abril de 1938, en su ensayo Hermano Hitler, escribe:

“Absolutamente malogrado, [Hitler] se vincula a los sentimientos de inferioridad (mucho menos justificados) de un pueblo derrotado que no acierta a sacarle partido alguno a su derrota y que sólo aspira a recomponer su 'honor'; la manera en la que él, que no ha aprendido nada, que debido a una arrogancia obcecada se ha negado a aprender nunca nada, que tampoco entiende ni un ápice de esas cosas técnicas o físicas que normalmente saben hacer los hombres, como montar a caballo, conducir un automóvil, ni siquiera engendrar un niño, desarrolla precisamente eso que hace falta para establecer esa vinculación: una elocuencia de pésima calaña, pero efectista para las masas; una herramienta toscamente histérica propia de comediante, con la que hurga en la herida de su pueblo, lo conmueve al anunciarle su grandeza ofendida, lo aturde con promesas y convierte la enfermedad anímica de la nación en el vehículo de su grandeza, de su ascenso a unas alturas de ensueño, a un poder ilimitado, a unas satisfacciones excesivas y monstruosas”.

Mann considera labor imprescindible frente a la barbarie nazi salvaguardar los valores y la esencia del espíritu alemán. Hace continuas giras pronunciando conferencias sobre Wagner, sobre Nietzsche, profundiza en Goethe. Trata de recuperar ese legado arrebatárselo a los ideólogos nazis. Ni Nietzsche ni Wagner pueden ser pervertidos por los bárbaros. Él hará causa de ese legado. “No me doblegaré jamás a la barbarie nazi. Prefiero morir en el exilio a pactar con ella”, le decía a su hermano Viktor. Wagner es un gran músico, pero ante todo es un creador de mitos. Y bajo el mito sabe mezclar lo atávico con el anhelo moderno de profundidad psicoanalítica. “Nunca olvidaré –confiesa— las horas de profunda y solitaria dicha en medio de la muchedumbre del teatro, horas repletas de temblores y exaltaciones de los nervios y del intelecto, de iniciación a trascendencias conmovedoras y grandiosas como solo las concede este arte”.

En una ocasión, Wagner pensó hacer una comedia sobre Las bodas de Lutero, pero abandonó la idea para disgusto de Nietzsche. Se trataba de unir la sensualidad y la castidad ante el daimon que anegaba los nuevos tiempos inaugurados con la guerra (la franco-prusiana, en 1870). El arte es ya para Nietzsche morada donde “la mentira se santifica” y “la voluntad de engaño” se siente impulsada por la buena conciencia. Ello debe combatirse con el ascetismo. Esta idea de Nietzsche guarda estrecha relación con el ideal del burgués laborioso e intimista de Mann. En la primavera del año de su muerte (1955), Mann andaba ocupado en la composición de Las bodas de Lutero. Siguiendo a Nietzsche, había desmontado el prejuicio benevolente de la unión de arte y vida. Sólo la música puede fundir significante y significado en una unidad indiscernible. Unión soberbia, cuerpo incumbido, bios enlazado a la significación que alcanza su cenit en la música. Pero la palabra, como reconocía el filósofo, ya es música rudimentaria. Nietzsche había hecho emerger el lenguaje de la música del impulso primero que mueve al cuerpo en danza. La música no se puede subordinar a la palabra, al libreto de ópera o a la balada, es originaria. Por eso, Mann quiere hacer de su Montaña mágica una obra musical. Blas Matamoro, en Thomas Mann y la música afirma que La montaña mágica y Tonio Kröger presentan la forma de una sinfonía. Su serie novelesca José y sus hermanos es una tetralogía al modo wagneriano. Y Doktor Faustus bien podría representar una fuga con sus dos temas, su divertimento y su remate.

El buen escritor formaliza, modula, cambia el lenguaje con su ritmo, con la musicalidad interna de sus textos. Cuando la multiplicidad del lenguaje afecta al arte, lo aleja de esa unidad soñada, pero la música puede crear nuevos caminos al sentido, puede ampliar los registros del don y la ofrenda cultural. En Doktor Faustus. La vida del compositor alemán Adrian Leverkühn contada por un amigo buscará ese don, esa apertura que facilita la dimensión formal musical de la escritura.

Mann, el Mago, como cariñosamente le llama su familia, leía los textos de viva voz, modulando su música interior. Cuando pronunció su famoso discurso sobre Schiller, su hija Erika anotó en su cuaderno: “Al final el auditorio se levantó de sus asientos como un solo hombre; gentes desconocidas, que habían seguido el discurso por radio, confesaron luego por carta que habían llorado al escucharlo; otros escribieron que se pusieron a escucharlo dispuestos a rechazarlo de plano no sólo porque no les gustaba, sino además, porque lo consideraban, en especial, completamente incapaz de hacer justicia al genio de Schiller. Estos pedían perdón por su desconfianza, de la que T.M. nada sabía”.

Mann no sólo es artista, es también político, en el sentido de “la gran política”. El papel del intelectual lo concibe Mann desde una óptica universalista y comunitaria, por más que Alemania haya aportado sus valores esenciales al reeditar a Grecia. No es sólo la obra de Goethe, de Schiller, de Wagner o de Nietzsche, es también la organicidad de las instituciones, las que logran la Kultur. Mann experimenta el acogimiento de dichas instituciones, que lo halagan y amplían sus efectos. Buscan también la rentabilidad política en sus figuras nacionales. Baste señalar la asistencia al homenaje en la fiesta de Kilchberg, en la que le concedieron un doctorado honoris causa de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, de manos del senador de la DDR Dehnkamp, entonces presidente del Consejo Permanente de los Ministros de Asuntos Culturales. Fue, nos dice Erika Mann, “en nombre de sus colegas de todas las regiones de 'Alemania Federal”. Todo un “Consejo Permanente de Ministros de Asuntos Culturales” arropando al intelectual, cuya palabra pesaba en toda Europa y ganaba influencia en Estados Unidos. Nada que ver con el lugar que la sociedad actual cede al intelectual. Hoy las instituciones culturales, ya globalizadas, arrasadas, persiguen indigentes el beneficio y la rentabilidad económica o, en el mejor de los casos, la pura supervivencia como centros de formación e investigación.

Mann tenía una idea ilustrada, universal de la responsabilidad del intelectual. En el último año de su vida quiso formar “un pequeño número de personalidades destacadas –poetas, historiadores, filósofos, gentes conocidas en la esfera humanística— que dirigirían en común una llamada y una advertencia a los gobiernos y a los pueblos de la tierra”, según Erika Mann. Entre las personalidades contactadas estaba el prestigioso historiador Toynbee. Éste excusó su participación argumentado que “el espíritu no debe mezclarse” en asuntos en los que —profesionalmente— no era competente y cuya responsabilidad no sería capaz de asumir en un “caso grave”. La era de la especialización y de la profesionalización de la política había comenzado, y con ella el desentendimiento apolítico y el ocaso de la polis. Al fondo, el cisne entonaba su canto: el del intelectual humanista.

La palabra no vence al monstruo

*Sergio Hinojosa es profesor de Filosofía.

Sergio Hinojosa

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