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Escritores de viajes no aptos para turistas

Bruce Chatwin, con 20 años, en una tienda de antigüedades.

Gabi Martínez

Hace 15 años, volví de un viaje al Nilo con la intención de escribir un libro sobre aquel río y algún artículo que me permitiera ingresar dinero. Al buscar textos recientes sobre el Nilo, percibí que prácticamente todos se ceñían al tramo egipcio, olvidándose de Uganda y Sudán. De modo que me dirigí a una prestigiosa publicación especializada en viajes para ofrecer historias capturadas en esos dos países.

-No nos interesa -respondió el redactor jefe-. Ahí no va nadie.

Por entonces, yo había lidiado ya con el intento de censura de uno de mis libros de viajes por parte del Gobierno canario (al alimón con el gremio de hostelería local), pero aquel “no” aclaró hasta qué punto muchos nuevos gurús de la idea “viaje” actuaban al servicio de la industria turística. A la “literatura de viajes” se le pedía resultados objetivos, que sirviera a un propósito económico retratando la cara limpia y afable de lugares maravillossssamente fantásticossss, que en ocasiones hasta eran así.

Aquel “no” sugería que quizá no disponíamos de tanta información, sino de mucha información repetida hasta el punto de asimilar que esa era la única información existente. Así que, para el lector español, el Nilo era Egipto.

La parte buena era cuántos Sudanes y Ugandas quedaban por explicar. La mala, que a ver quién se interesaría por un libro enfocado a esos lugares. Y la cuestión: ¿cómo habíamos llegado a semejante punto cuando apenas dos décadas antes la literatura de viajes había experimentado un boom prolongado hasta finales de los noventa con Bruce Chatwin, Peter Mathiessen, Jan Morris, Paul Theroux, Patrick Leigh Fermor, Theodore Dalrymple o el Nobel V. S. Naipaul incitando a todo quisque a cargar mochilas para narrar el mundo de una forma sincera? ¿Por qué no recordábamos que no sólo Joseph Conrad, Herman Melville, Stendhal o John Steinbeck alimentaron sus obras a fuerza de viajes, sino también Miguel de Unamuno o Josep Pla, o que Camilo José Cela anduvo a fondo la Alcarria, por no citar al Poema de Mio Cid o el Quijote, libros de puro viaje a los que tanto gusta citar como fundacionales pero cuya estela quién sigue?

Vale la pena observar que, durante los alegres años ochenta, Chatwin incluso removió los cimientos del género señalando otra forma de contar un viaje más allá del previsible parto de un lugar-sigo un camino-llego a un destino. Chatwin, que venía de trabajar en la casa de subastas Sotheby’s, aplicó a la literatura el atrevimiento de las piezas artísticas y recurrió a la abstracción para retratar por ejemplo un desierto (En la Patagonia), rompiendo el molde con tino. Chatwin amplió los límites de la no ficción inaugurando un debate estructural que enseguida quedaría bastante aparcado ante la irrupción de Internet y el terrorismo a gran escala. Menudo par de influencers.

Burbuja del corta y pega

Al procurar avalanchas de información instantánea y facilitar cualquier paseo (virtual) gracias a Google Maps, Internet sugirió al turista que él también podía llegar ahí, ahí y ahí, estimulando a su vez la multiplicación de hoteles y etcétera por el planeta. Hoy, en el primer mundo campea la impresión de que la Tierra es un destino turístico. Algunos escritores de viajes pretenden demostrar que aún no.

Uno de los contestatarios más dinámicos ha sido Theroux, cuya mordacidad conecta con los agresivos tiempos, aparte de ser lo bastante flexible como para convertir sus viajes igual en una novela africana (En Lower River) que en un exótico libro de chispeantes textitos sobre el hecho de viajar (El Tao del viajero).

Theroux, como Colin Thubron o, en España, Jordi Esteva, representan a los guardianes de las esencias, cultivadores de una literatura sostenible, escrita sin efectismos con la intención de recrear la atmósfera íntima de los lugares. De todas formas, sus títulos a menudo se camuflan entre los firmados por excursionistas ocasionales, blogueros, presentadores televisivos o expertos viajeros que han hecho del corta y pega y de la anécdota dicharachera una fórmula para vender bien.

Uno de los productos más refinados de esta escuela es Bill Bryson, quien ha convertido su turístico trotamundeo en entretenimiento convincente. Un cocodrilo bocagrande por aquí, unas historias oportunas, ilustrativas y con frecuencia divertidas por allá, y ya tenemos a uno de los escasísimos bestsellers del género. Su libro estelar es En las antípodas, la incursión australiana que detuvo en Cairns, descartando remontar los 600 kilómetros de Cape York porque “allá no hay más que algún asentamiento aborigen”.

Considerando a Bryson una honorable excepción, la mayoría de estos libros abusan de ese corta y pega que contribuye a generar la impresión de que todo-fue-ya-descubierto. Es decir, cuando en ocho libros sobre el Nilo, un lector halla demasiadas situaciones idénticas, cree que ese río está narrativamente agotado. Es lo que detonan las páginas que se podrían haber escrito sin viajar. Las que no cambian nada ni a nadie. Las prescindibles sin más. Entonces, ¿por qué se publicaron? Por la burbuja bienestante y la falta de respeto.

A principios de este siglo, la tecnología y el dinero facilitaron el desplazamiento global. Algunos turistas regresaban de sus megaexcursiones con diarios o apuntes que ofrecieron gratis o casi a editores dispuestos a exprimir la ¿ganga? Así fue como se publicaron bodrios magníficos que defraudaron a los lectores. Pep Bernadas y Albert Padrol, fundadores de la mítica librería y editorial Altaïr, han observado que incluso ellos se autoboicotearon publicando libros que no lo merecían y el género está pagando el pato de aquella irresponsabilidad. Por suerte, la crisis económica ayudó a filtrar calidades, así que vamos a hablar de sustancia.

Si Paul Bowles señalaba que el avión había liquidado la emoción que daba el barco de ir entrando poco a poco en otro espacio, y aunque algunos echen de menos los relatos escritos tras largas estancias en realidades ajenas, el vanguardista Chatwin divulgó una forma sintetizada de comunicar viajes con éxito: la experiencia de 40 días. Era el tiempo que él necesitaba para empaparse de una geografía sobre la que se había documentado a fondo, y escribir una obra memorable. Chatwin exploró al ritmo de las nuevas velocidades en absoluta concordancia con las proclamas que lanza Michel Onfray en su Teoría del viaje: “Adoro el avión -reconoce Onfray-. Esa máquina es un agente modificador más grande que los evangelios (…). El avión da lecciones de filosofía”.

Chatwin y Onfray también reivindican el nomadismo como forma de felicidad perdurable. Y comparten la fascinación por la diversidad de los paisajes frente a lo clónico de las ciudades. Ideas, en fin, que definen ciertos intereses de un escritor moderno. Pero, en la práctica, ¿es así?

Es cierto que buena parte de las obras actuales repelen las metrópolis, cuando hasta no hace mucho las grandes urbes motivaban colecciones literarias. Vuelve la voluntad primitivista de apartarse del meollo en busca de reductos menos contados de lo que parece, o contados de una manera distinta, ya que los tiempos modernos transforman vertiginosamente los lugares propiciando relatos nuevos sin cesar.

Espejismo de conocimiento

Los escritores se esfuerzan por demostrar que la homogeneización planetaria es una verdad a medias, que padecemos un espejismo de conocimiento, si bien es verdad que cuando a finales del siglo XIX el hombre traspasó la última frontera que quedaba por cruzar en la Tierra, los nombres de los lugares parecen evocar menos, o estimularnos en función de la última película o noticia impactante. La nueva memoria funciona a base de mitos y espectáculo y, quizá por eso, varios de los mejores títulos recientes no apuntan a un enclave o paisaje, sino a una experiencia singular... que sirve para perfilar territorios. Es el caso de Años salvajes, donde William Finnegan describe magistralmente su devoción por el surf presentando ensenadas, mares o pueblos a través de sus olas. O de El tigre, la inmersión de John Vaillant en el Primorje (en la Rusia oriental) siguiendo a un tigre “asesino” que ayuda a plasmar el sideral abandono de aquella región.

Eso sí: en general, el antiguo miedo a las fieras salvajes o las selvas ha sido desbancado por el terrorismo, sobre todo islamista. Las plazas fuertes terroristas despiertan el malsano interés que antes azuzaba un león o una hiena salvajes, confirmando que el miedo, y por eso la guerra, es un filón interminable. Y si antes fueron Winston Churchill, Euclides da Cunha, Lawrence de Arabia o Ryszard Kapuscinsky, ahora son las incursiones en Camboya o los Balcanes de Robert D. Kaplan o la narración del exoficial británico Rory Stewart -A pie por Afganistán-, los que exprimen la variante bélica, ofreciendo lecciones que basculan de la devastación a la poesía. La “literatura” de ONG sería una actualización de aquellos títulos, muy ideologizada aún pero que insinúa sus posibilidades con, digamos, El hambre, de Martín Caparrós.

Algunas de las últimas propuestas “viajeras” más arriesgadas destilan lirismo, despuntando Dama de Porto Pim, con la que Antonio Tabucchi bordó una pieza minimalista sobre la caza de ballenas en Azores. Pero Tabucchi murió hace un lustro y escasean las invitaciones a reimpulsar -¿modernizar?- con solvencia un género despistado ante los cambios del siglo XXI. Es cierto que el género se mueve bastante al margen de la inmediatez, acostumbrado a resistir -la falta de dinero, de popularidad, de respeto-, pero también lo es que el achuchón de los audiovisuales, la crisis editorial y el imperio del turismo han descolocado a más de uno, y cuesta encontrar argumentos que justifiquen por qué un joven podría dedicarse hoy a la literatura, y encima de viajes.

Sara Wheeler, Rory MacLean, Philip-Marsden, Lieve Joris o William Dalrymple desde otras lenguas; Javier Reverte, Patricia Almarcegui, Juan Villoro, Xavier Moret o Ricardo Martínez Llorca en español, defienden como pueden la bandera, si bien el futuro depende de los más jóvenes. ¿Cuáles son sus propuestas?

Hace unas semanas, el inimitable periodista Jacinto Antón se preguntaba si el turismo había matado a la literatura de viajes. Y el veterano Colin Thubron le daba nombres frescos para confiar: “Tim Butcher, Peter Hessler, Oliver Bullough. Hay otros en Europa del Este subiendo: la búlgara Kapka Kassabova, el polaco Witold Szablowski”. Buscaré sus trabajos, como los de Robert McFarlane, muy interesado en el medioambiente, otro aspecto que une a varios. Y a la lista añadiría la aportación autóctona que pasa por Xavier Aldekoa o Agus Morales.

Pero, superando las edades, el notición es que ya existe una obra de referencia para nuestro tiempo, y lo es por abordar con talento la inquietud que ha originado este artículo: El turista desnudo. La firma Lawrence Osborne, quien asumiendo el sambenito de “escritor de libros de viajes” aceptó durante años “una prolongada connivencia con las fuerzas del turismo global” probando 1.034 habitaciones de hotel de 204 países distintos. El atracón azuzó su necesidad de abandonar el Planeta Turismo, “salir del mundo” estereotipado que parecía herméticamente compacto... a excepción de Papúa Nueva Guinea, tan rudimentaria que ni tenía infraestructura turística. Y decidió escribir el libro de un contraste.

Así, Osborne diseña una ruta para desaparecer una temporada en la selva después de visitar mecas hoteleras como Dubái o Bangkok. Es decir, introduce las escalas en su ruta y les da valor literario. Amortiza las posibilidades de viajar en avión. Después de varios meses pululando por lugares que define como “cualquier parte”, Osborne pierde la noción temporal. “Estaba totalmente desorientado, y ahí está el lujo”, descubre. Y entonces, aterriza en Papúa.

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El choque entre el bonvivantismo de hotelazo y la selva auténticamente virgen desliza una suerte de verdad que revela muchas cosas, aunque no todas se especifiquen. Osborne enfrenta ambos espacios de la forma más sencilla: visitándolos con una mirada crítica. Parece tan lógico y fácil que cuesta entender por qué nadie lo hizo antes. Con estilo simple, paciente, y una endurecida ironía que a veces incurre en sarcasmo, su viaje explica la actualidad del planeta y se propone como una extensión de este artículo, uno de esos libros capaces de deslizar una visión necesaria además de inducir a preguntarte con más ganas por qué, en España, a los escritores de libros de viajes sólo les piden que hablen sobre esta literatura cuando empieza a apretar el calor.

*Gabi Martínezes escritor.Gabi Martínez Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre, a la venta en quioscos y a través de la App. Puedes consultar toda la revista haciendo clic aquí. aquí

    

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