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COBARDE CON CAUSA

¿A quién aplaudimos en los entierros?

Juan Herrera

A pesar de vivir dentro de un escudo tecnológico, seguimos instalados en la fragilidad. Basta una furgoneta alquilada y un grupito de adolescentes fanatizados, para mostrarnos a las claras nuestro grado objetivo de seguridad. El atentado de Niza fue la escena tipo de este modelo troglodítico de atentado para estos fanáticos. Atentados que no por casualidad suceden en lugares comunes. Lugares de convivencia, de esparcimiento. Lugares de civilización, de mezcla de razas, de procedencias y culturas. Precisamente por eso, por lo que tienen de comunes, son los elegidos por estos sembradores del miedo.

El problema es que el concepto de lugar común tiene otras acepciones. Me refiero al lugar común como territorio de lo obvio, de lo manido y formulario. El lugar común de la frase hecha y el acto de manual. Cuando sucede un atentado terrorífico como el que acabamos de padecer, afloran como setas estos lugares comunes. Habían pasado apenas unas horas de la masacre cuando los medios de comunicación repetían como un mantra el elogio a la eficacia de nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad en la prevención de atentados. Una y otra vez se afirmaba la perfección del dispositivo creado tras el 11M por nuestros servicios de inteligencia, “de los mejores del mundo, frente al islamismo”. Se lanzaba la primicia de que, al parecer, estos servicios habrían evitado sigilosamente otros muchos atentados similares. Sin poner en duda estas afirmaciones, parece razonable preguntarse si delante de un brutal atentado es el momento adecuado para reivindicar el éxito de nuestros dispositivos de prevención.

Otros lugares comunes de estas horas son el minuto de silencio terminado en aplauso. ¿Por qué se aplaude tras el minuto de silencio y en los entierros? ¿A quién se aplaude, si las víctimas desafortunadamente no pueden oírnos?

Luego vienen los días de luto oficial y las banderas a media asta. ¿A quién reconforta que estén tristes las banderas?

Pasadas esas primeras horas de caos informativo, los medios se esfuerzan en afirmar que la “normalidad” ha vuelto a las calles. ¿Normalidad? ¿Pero no estábamos de luto? Habían pasado apenas doce horas de la masacre y ya los medios, tras repasar el estado de los heridos, realizaban conexiones con las calles para narrar cómo iban desapareciendo las huellas y los rastros de la tragedia. Todos poniendo el énfasis en resaltar la serenidad de la respuesta popular, la unidad de los demócratas, la solidaridad con las víctimas, el apoyo internacional y el vaticinio de que estos asesinos no podrán romper nuestra convivencia y, de nuevo, la fe en la justicia y la confianza en nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad.

Julios en agosto

El problema es que desde la hecatombe madrileña de 2004 ha pasado muy poco tiempo. Muchos podemos recordar lo sucedido tras el 11M. ¿Cuánto duró la unidad de los demócratas? ¿Cuánto duró el apoyo y la solidaridad con las víctimas? ¿Cuanto duró la unidad de las víctimas? ¿Cuánto tardaron las víctimas en cobrar sus indemnizaciones? ¿En qué estado de abandono llegó a estar el Bosque de la memoria y el monumento a las víctimas?

De nuevo estamos con las venas abiertas. De nuevo hemos vuelto al lugar del dolor, del miedo y de la incertidumbre. De nuevo estamos ante las preguntas sin respuesta, las teorías insidiosas y las manipulaciones. De nuevo ante el “aquí está mi nuca” y “el no tenemos miedo”. Por cierto, ¿a quién le gritamos que “no tenemos miedo”? ¿A un grupo de fanáticos dispuestos a inmolarse? No nos oyen.

Somos un gran país, un país adulto forjado en el dolor injusto y reiterado. No caigamos de nuevo en “lugares comunes”. Es muy caro.

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