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La UE en zona de riesgo

Javier Doz

Cuando las políticas de austeridad, puestas en marcha desde mayo de 2010, la consiguiente nueva recesión que produjeron y las grandes divergencias entre los Estados que generaron, impactaron sobre las graves carencias en el diseño institucional de la Unión Monetaria, el euro vivió, en 2012, una crisis existencial. Cuenta el relato periodístico de la crisis que unas palabras mágicas de Mario Draghi lo salvaron en julio de aquel año.

Para sostener estas palabras, el BCE se embarcó en una política monetaria no convencional fuertemente expansiva: el quantitative easing. Los tipos de interés preferenciales bajaron a cero y el BCE empezó a comprar masivamente activos públicos y privados. A pesar de los requerimientos del propio Draghi y del FMI, la política monetaria no fue acompañada por una política fiscal mínimamente expansiva. Sin embargo, la política monetaria expansiva y la flexibilización en el calendario de cumplimiento de los objetivos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento permitieron finalmente que la recuperación llegara al conjunto de las economías europeas. En términos estrictamente económicos, la equivocada política de austeridad extrema llevó a que la Gran Recesión durara más tiempo y fuese más profunda en Europa que en otras regiones del mundo.

Pero las consecuencias sociales de la crisis no se han superado: sigue habiendo mayores tasas de desempleo y de niveles de pobreza y desigualdad social que antes de la crisis en muchos países de la UE. También la divergencia entre los Estados es mayor. Vencido, por el momento, el riesgo de implosión del euro, que hubiera arrastrado a toda la UE, son las consecuencias políticas de la crisis y su gestión, ligadas a las secuelas sociales, las que comienzan a manifestarse con toda su crudeza poniendo en cuestión la existencia misma de la UE.

Hoy, el principal problema de la UE es político y se manifiesta en el auge de los nacionalismos, conservadores o de extrema derecha, y de los populismos antieuropeístas. La UE es incompatible con los nacionalismos, porque nació precisamente para superarlos, para que no hubiera más guerras generadas por ellos en el suelo europeo.

A pesar de su victoria en el referéndum del Brexit y de su avance en muchos Estados, algunos leyeron mal los resultados de las elecciones holandesas y francesas de 2015 y dijeron que la extrema derecha estaba en retroceso. No ha sido así. Desde entonces sus avances electorales les han permitido entrar en coalición en los gobiernos de Austria (FPÖ de Heinz-Christian Strache) e Italia (Liga de Matteo Salvini) y a revalidar una aplastante mayoría absoluta en Hungría.

Todos los gobiernos del Grupo de Visegrado, que han logrado impedir que haya una política común europea de asilo y migraciones en los últimos tres años, están gobernados, por mayoría absoluta o en coalición, por partidos nacionalistas de extrema derecha: Hungría por el Fidesz de Victor Orban; Polonia por Ley y Justicia (PiS), fundado por los gemelos Kaczynsky; Chequia por la Alianza de Ciudadanos descontentos (ANO) del multimillonario Andrej Babis; y en Eslovaquia el Partido Nacional Eslovaco (SNS) forma coalición con el socialdemócrata SMER del dimitido Robert Fico, ambos con un discurso autoritario y xenófobo en perfecta sintonía con los demás colegas de Visegrado.

El problema se agrava por el contagio ideológico y programático del centro derecha tradicional europeo por la extrema derecha, que ha llegado hasta Alemania. Su última y más aguda manifestación ha sido el órdago que el líder de la CSU, Horst Seehofer, temeroso de que la AfD le impida mantener la histórica mayoría absoluta en las próximas elecciones en Baviera, ha realizado a la canciller Merkel. La amenaza de dinamitar la coalición de gobierno alemana, junto con la presión de los gobiernos de extrema derecha y la complacencia o aquiescencia de una mayoría de los gobiernos, ha llevado a la cumbre del Consejo del 28 de junio a las más bajas cotas políticas de los últimos años.

La UE renuncia a tener una política común de asilo y migraciones. La Comisión y el Consejo se “comen” sus resoluciones anteriores sobre reparto solidario de los refugiados, vuelven a olvidar las obligaciones de la Convención de Ginebra y proponen centros de internamiento internos voluntarios y plataformas de retención y clasificación en terceros países. Todo un triunfo para el Grupo de Visegrado y el resto de la extrema derecha europea.

Luego, Angela Merkel consuma un sui géneris pacto en el interior de la coalición CDU-CSU que consagra como principio de política común europea, en un tema clave, el que cada país se las arregle según las conveniencias electorales de sus gobernantes. La fotografía de Seehofer, Salvini y Kickl (FPÖ) juntando las manos mientras anuncian una colaboración tripartita futura, tras la reunión del Consejo de Interior de Innsbruck del 11 de julio, es de las que hielan la sangre. ¿Comprometerá esa alianza al gobierno alemán?

Pero el contagio se da también, en otra dimensión, a través de la actividad del grupo informal de doce gobiernos de la UE que lidera el holandés y que agrupa, entre otros, a los gobernantes nórdicos y bálticos. Se oponen a las reformas de la UE y de la UEM que supongan más integración y quieren reforzar el principio de subsidiariedad y renacionalizar todo lo que se pueda.

El peso de este grupo se dejó sentir en la lamentable cumbre de junio, que debía haber avanzado también en la reforma de la UEM o, al menos, marcado una hoja de ruta clara y que se limitó a reiterar por enésima vez que el Fondo Único de Resolución (FUR) de la Unión Bancaria debería estar garantizado por el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) y que la cuestión debería resolverse a finales de año. Sobre la cuestión crucial del sistema común de garantía de depósitos, un jeroglífico. Del resto de propuestas sobre la reforma de la UEM y de la UE –las de la Comisión Europea, las más avanzadas de Macron o las rebajadas de la última cumbre francoalemana– ni rastro.

A principios de mayo, la Comisión dio a conocer su propuesta sobre el Marco Financiero Plurianual 2021-2027: un nuevo escalón en la disminución del peso de los presupuestos europeos en relación al volumen de su economía, que se inició en los 90. Los recortes se concentran en las políticas de cohesión y en la PAC. Aún así, Holanda y otros países del grupo de los doce quieren nuevos recortes.

Cuando se necesitaría una clara iniciativa política que dijera a los gobiernos polaco y húngaro, y a quienes osaran seguirles, que sus conductas son incompatibles con los principios del Estado de Derecho y con la UE, y se actuara en consecuencia; cuando habría que reformar la UEM y el BCE, antes de la próxima crisis, para que reuniera las condiciones de una “zona monetaria óptima”; cuando habría que impulsar una reforma de la UE hacia una mayor integración (en un sentido federal) con más democracia; cuando habría que reconstruir la cohesión social y la convergencia entre los Estados con un sólido Pilar de Derechos Sociales Europeos sostenido por unos presupuestos fuertes; cuando los líderes de las dos principales potencias nucleares, Trump y Putin, manifiestan su apoyo a la extrema derecha europea y su hostilidad hacia la UE; los líderes políticos de la UE están paralizados, incapaces de realizar las reformas imprescindibles y de volver a ilusionar a la ciudadanía europea con un proyecto atractivo de futuro.

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La socialdemocracia europea atraviesa una profunda crisis, en la que solo parecen resistir los socialistas ibéricos y el laborismo de Corbyn. Los partidos a su izquierda no han sido capaces de formular conjuntamente un proyecto coherente de UE y algunos la cuestionan abiertamente. El centroderecha, democristiano o liberal, se sitúa en el campo del contagio y el apaciguamiento con la extrema derecha, olvidándose de una de las principales lecciones del siglo XX: eso llevó al triunfo del fascismo y el nazismo y a la 2ª Guerra Mundial. Por eso se puede decir, sin exagerar, que la UE ha entrado en una zona de riesgo entre cuyas salidas está la de su propia destrucción.

Pero hay otra salida. Uno de los instrumentos de la misma sería la construcción de un movimiento supranacional europeo que fuera capaz de agrupar, con amplitud y pluralidad, a organizaciones políticas y sociales comprometidas con un proyecto de Unión basado en los principios y valores democráticos y sociales más avanzados y en el vínculo de la solidaridad y la fraternidad. ____________

Javier Doz es representante de CCOO en el Comité Económico y Social Europeo

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