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Carta abierta a Irene Villa y María Jesús González

Manuel Montaño Hernández

Buenas días, María Jesús e Irene:

Ha llegado el momento de cerrar un ciclo de mi vida que ha permanecido abierto durante casi tres décadas. También vosotras estáis completando vuestro propio círculo, que comenzó cuando salisteis del hospital y adoptasteis la decisión de despojaros del odio y asumir la saludable idea de que habíais vuelto a nacer. Otros ni siquiera podían plantearse pensar así porque ya engrosaban la lista de muertos de ETA. Este giro inteligente para afrontar la adversidad funcionó como un bálsamo liberador y sanador que fortaleció todos vuestros resortes internos. Odiar significaba derrochar mucha energía  y preferisteis continuar el camino de la vida ligera de equipaje. Como bien sabéis, el odio es una roca que se arrastra a cada paso que se da y que va aumentando de tamaño porque se retroalimenta con la sed de venganza, el resentimiento y la rabia. Con el tiempo sólo consigue envejecer el espíritu.

Cuando escuché el anuncio de la disolución de la banda ETA descubrí, de forma intuitiva, que había llegado el momento de mi liberación. Fue durante una noche de verano cuando se produjo mi catarsis y las palabras empezaron a brotar sin parar. A las 6:30 de la madrugada terminé un texto y os lo envié por email. Al levantarme comprobé que tú, Irene, ya me habías respondido y me animaste a publicarlo. Era nuestro primer contacto desde que nos encontramos hace tantos años en aquella extrema situación. En ese momento estabais inmersas en una ronda por diferentes medios de comunicación con el objetivo de expresar el perdón a vuestros verdugos aunque aún no tengan nombre ni apellidos.

Esta carta aparece 27 años después de vuestro atentado y es precisamente el tiempo que llevo ejerciendo el periodismo. La madrugada de aquel fatídico 21 de octubre de 1991 llevaba apenas tres meses en la profesión y me encontraba revelando carretes, cuando una compañera de TVE nos avisó de que se había producido un atentado en Aluche. Después de un toma y daca con mi compañero de laboratorio, asumí la responsabilidad de dirigirme sin demora al lugar donde se había producido la explosión. Aunque mi tarea principal se desarrollaba en el cuarto oscuro, estaba haciendo mis primeros pinitos como fotógrafo en la agencia Staff.

Aunque fui el primer periodista en llegar, la escena del atentado ya estaba acordonada por la policía, pero conseguí hacer fotos del cuerpo sin vida de un militar que yacía ensangrentado en la carretera, tras explotar una bomba lapa colocada en los bajos de su coche. Luego, me enteré de que era el teniente Francisco Carballar, y uno de sus 5 hijos bajó desesperado de la vivienda familiar para abrazar el cuerpo sin vida de su padre. Poco a poco, se fue congregando un numeroso grupo de profesionales de la información.

En esos momentos, tú, María José, te dirigías en coche a tu trabajo de administrativa que  desempeñabas en una comisaría donde tramitabas documentos de identidad. Pero antes, Irene, tu madre tenía que dejarte en el colegio donde estudiabas primaria. Transcurrida una hora desde mi llegada a la zona y a tan sólo 300 metros de distancia, sonó una potente detonación en la calle Camarena. Nos miramos asustados unos compañeros a otros y, sin decirnos nada, supimos que se trataba de una nueva bomba. Era una época en la que ETA estaba golpeando con virulencia la capital de España y, en especial, este barrio obrero. Nuestro instinto profesional nos empujó a correr hacia el lugar donde se había producido la deflagración. Al llegar nos encontramos un coche envuelto en llamas que expulsaba una columna de humo y, jadeantes, nos paramos en seco. Una de las puertas laterales del vehículo estaba abierta y desvencijada. Nos quedamos paralizados a unos 20 metros de distancia ante el posible riesgo de que explotara el depósito de gasolina del vehículo, y temíamos además la posibilidad de una nueva bomba. ETA estaba más rabiosa y enloquecida que nunca y quería postrar al Gobierno español a cualquier precio. Las víctimas inocentes eran asumibles en aras de hacer realidad su ideal independentista y socialista.

Junto a dos cámaras de televisión, decidí entrar de lleno en la escena del desastre. Al acercarnos al coche reventado por la explosión, lo primero que vimos fue a ti, María Jesús, que estabas postrada en el asfalto de la carretera. Estabas ennegrecida por el humo de la explosión, llena de sangre, con la ropa hecha jirones y con una pierna reventada. Pensé que estabas muerta. Uno de los cámaras de TV enloqueció, dejó de grabar y sólo gritaba ¡Hijos de puta!. Dos auxiliares de emergencias te subieron a una camilla y, de repente, te incorporaste como un resorte y abriste los ojos. En aquel momento tus heridas eran secundarias porque tu instinto maternal te reclamó conocer el estado de tu hija. Después te metieron rápidamente en una ambulancia. Al cámara, que sí te grabó, le invitaron a marcharse. En cambio, nadie parecía advertir mi presencia.

Al girarme apareciste, Irene, oculta tras la puerta descolgada del coche. Llevabas un uniforme escolar y tenías los ojos abiertos. Mi mirada se dirigió, sin poderlo evitar, hacia tus dos piernas amputadas y comprobé que uno de tu fémures estaba partido como una caña a la altura de tu ingle. Me conmocioné brutalmente y exclamé en voz baja un rotundo ¡Mal nacidos!. Pero enseguida reaccioné y la cámara actuó como un escudo protector. Bajo mis pies estabas con tu falda de colegiala y, aunque consciente, tu mirada reflejaba una lejanía inquietante.

Llegaron dos sanitarios a socorrerte, y me di cuenta de que había que dejarles hacer su trabajo. Durante unos tres minutos hice tan sólo nueve fotos, pero la sensación temporal que experimenté fue interminable. Al apartarme del marasmo de sirenas, nervios y carreras de todos aquellos profesionales que pululaban sin cesar alrededor de vosotras, empecé a fumar convulsivamente y estuve a punto de vomitar el desayuno. No tuve tiempo de hacerlo porque en mi buscador no paraban de entrar mensajes. Me los estaba enviando el director de mi agencia, Juan Santiso, que quería tener noticias de mi trabajo. Sin dilación alguna, regresé corriendo a la oficina para revelar el contenido del carrete.

Después de hacerlo entregué una plancha de diapositivas a Santiso, que estuvo realizando montones de llamadas telefónicas en su despacho para negociar la venta de las fotografías a los medios. Consiguió la venta en exclusiva que compartieron los periódicos Abc y El Mundo. Además, las fotos dieron la vuelta al mundo a través de la agencia Associated Press.

Al regresar a casa mi madre me sintió muy agitado y preocupado, y me advirtió que tenía los pantalones manchados de sangre. Durante la ducha lloré, y después no pude hacer nada durante resto del día. Aunque estaba muy agotado física y síquicamente, esa noche no pude dormir. Mi cabeza no paraba de reproducir la locura en la que había participado de manera activa esa mañana. Dudé sobre los fundamentos que sostenían la carrera profesional que estaba comenzando, y del absurdo que sería el convertirme en un mercenario que se iba a dedicar a la caza de desgracias ajenas para comer.

Al día siguiente, tuve sentimientos encontrados de satisfacción y de tristeza. Pero, sobre todo, me invadía el estupor porque había algo que no me cuadraba. Cuando iba en el metro, camino a la agencia, observé que varios pasajeros leían periódicos que llevaban en la portada una de las fotografías que había captado el día anterior. Era la portada de la barbarie. Yo, que era un principiante, estaba copando con mi trabajo las portadas de dos importantes periódicos de tirada nacional y de cientos de prestigiosas publicaciones internacionales. Mis veteranos compañeros de profesión no sintieron la necesidad de arriesgarse con la temeridad de alguien que quiere hacerse un hueco en la profesión. Mi éxito personal se levantó sobre vuestra desgracia. De la noche a la mañana había adquirido reconocimiento y dinero. Pero en absoluto me sentía satisfecho.

Por eso, esa misma mañana me acerqué al hospital Gómez Ulla donde estabas ingresada, Irene. Allí conocí a tu padre, Luis Alfonso, que me recibió con amabilidad y escuchó el relato de mi dudosa hazaña. Percibí que no le interesaban demasiado mis explicaciones -procedentes de mi mala conciencia- porque estaba muy angustiado por vuestro estado. Cada cierto rato nos teníamos que callar porque el pasillo de la planta del hospital se llenaba del atronador sonido que generaban los alaridos de dolor que tú, Irene, lanzabas desesperada desde tu habitación. Escuchar tu tormento era insoportable.

Salí del hospital más aturdido y confundido que cuando entré. Era viernes y no tenía que trabajar al día siguiente. Salí con unos amigos a beber con el objetivo inconsciente de anestesiarme. Al final, me quedé sólo y seguí bebiendo. Terminé borracho tirado en la acera de una calle como un perro abandonado. Era un escombro. Me desperté al amanecer y regresé a casa completamente abatido, con el corazón lleno de sombras.

Hace unos años me llamó un periodista navarro de TVE y me pidió la cesión de las fotos del atentado para ilustrar un libro que estaba realizando sobre fotoperiodismo en España. Me contó que la publicación en los medios de mis fotografías provocó un gran impacto en la banda terrorista, y que se produjo un gran debate interno sobre los dudosos beneficios que para sus objetivos políticos suponía  figurar ante la sociedad como responsables de haber perpetrado tremenda salvajada. Algunos dirigentes etarras y muchos simpatizantes sintieron vergüenza y comenzaron por primera vez a dudar de la lucha armada. Esta inflexión se produjo porque era la primera vez que unas imágenes tan crudas se difundían en los medios de comunicación, desde que ETA comenzara a matar en al año 1960.

Después de su último comunicado de disolución, ETA y todo el colectivo independentista parece que no quiere o no puede cerrar su propio círculo al no tener la valentía suficiente para pelear por la paz con la misma contundencia que emplearon para mantener durante tantos años una guerra contra todo. La calculada estrategia de no arrepentirse por toda la violencia, dolor y muerte provocados, y de carecer de talla moral y humana para pedir perdón a las víctimas de sus atentados, está encaminada a blanquear su pasado y seguir influyendo en la sociedad vasca. Quieren justificarse con el argumento de que lo que hicieron fue un mal necesario, y sueñan con pasar a la historia como gudaris que lucharon como héroes por la libertad de un pueblo oprimido. No quieren comprender que la historia por sí sola les colocará en el lugar de los intolerantes que se inspiraron ciegamente en unas ideas visionarias que se terminaron convirtiendo en totalitarias. Su repentina vocación democrática suena a pura puesta en escena.

Temen enfrentarse a sus demonios personales y sufrir en sus propias carnes todo el sufrimiento que infligieron. Eso acabaría destruyendo su obstinada identidad y serían muñecos de trapo a merced de una afilada conciencia que les acucharía sin piedad en su fuero interno. La indigencia mental de los ideólogos del entorno abertzale radica en que están instalados únicamente en el mundo de unas ideas fijas sin posibilidad de revisión. Además, a muchos les cuesta renunciar al rentable negocio del odio y continúan perpetuando las trincheras.

Pero a la banda terrorista no la derrotó ningún Gobierno de la democracia, ni los ingentes fondos reservados, ni siquiera el ejército de topos que facilitó el descabezamiento de las distintas cúpulas de la banda. Realmente, funcionó la técnica sicológica del espejo: los etarras se vieron reflejados en la sin razón de los atentados de Nueva York y ese reflejo les terminó de cegar tras los atentados de Atocha. Vieron su imagen duplicada en unos terroristas que mataban con más brutalidad que ellos, con unos ideales que no llegaban a comprender, pero de los que estaban tan convencidos que eran capaces de inmolarse por ellos. Dar la vida por un ideal es algo que nunca ha hecho un etarra, salvo de manera accidental al manipular explosivos.

Además, quiero reivindicarte a ti, María Jesús, por la decisiva influencia que has tenido en tu hija para que su corazón no enfermara de odio y sed de venganza. Aunque ella tiene su propia energía vital, que está íntimamente ligada con su afán de superación y su inagotable resiliencia, tu calidad humana ha sido crucial para que tu hija no se entregara al veneno de la hiel.

El 14 de noviembre por fin nos conocimos, Irene. También estabas tú, María Jesús, y fue en la presentación del documental El relato del silencio sobre las víctimas del terrorismo en Madrid que se proyectó en la sede de Telemadrid y que se emitió el pasado 30 de noviembre. Me dijiste que aunque no publicasen esta carta podía sentir que ya había cerrado mi círculo tras mi sincero testimonio en el documental. Fue una noche emocionante al escuchar en primera persona a tantas víctimas del terror contar sus historias de dolor y duelo. Después me sentí reconfortado porque tuve contigo, Irene, una conexión rápida y directa. No nos veíamos desde aquella mañana sangrienta y esa noche en el cóctel charlamos y nos reímos. Te vi tan alegre, tan decidida a vivir con plenitud, que sentí quitarme una espina que tenía clavada en lo más hondo de mi ser. _______

Manuel Montaño Hernández es periodista y fotógrafo de prensa 'freelancer'. Es el autor de las imágenes del terrible atentado que sufrieron Irene Villa y su madre hace 27 años

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