A la carga
Palabras y hablantes
Las mismas palabras, pronunciadas por dos hablantes distintos, pueden tener consecuencias muy diferentes. He aquí un ejemplo muy sencillo: en su momento, no era lo mismo que un miembro de Herri Batasuna hablara del Movimiento de Liberación Nacional Vasco a que lo hiciese José María Aznar en su condición de presidente del Gobierno. Las mismas palabras, en boca del presidente, tenían un alcance político mucho mayor, de reconocimiento y legitimación hacia el mundo de ETA. Por inesperadas, las palabras significaban algo distinto.
Viene esto a cuento de la importancia que a mi juicio han tenido las palabras de Pedro Sánchez sobre el conflicto catalán durante la sesión de investidura, sobre todo en las respuestas que dio a las intervenciones radicalmente opuestas de Laura Borràs (Junts per Catalunya) e Inés Arrimadas (Ciudadanos). Sánchez, como presidente del Gobierno, no dijo nada nuevo, no aportó una perspectiva original sobre la crisis catalana, pero el hecho mismo de que dijera lo que dijo tiene una importancia enorme para nuestro debate público. A mi entender, todo lo dicho por Sánchez fueron obviedades, pero obviedades que era fundamental que salieran de la boca del presidente del Gobierno y que abren la puerta a una posible salida dialogada y política de la crisis constitucional que vive España.
En primer lugar, Sánchez ha reconocido que la crisis catalana es un fracaso político (algo similar traté de argumentar en este artículo de hace un par de meses). Frente al discurso complaciente que presenta a España como víctima de un intento de golpe de Estado o de una rebelión de las autoridades catalanas, Sánchez acepta que el sistema político no fue capaz de procesar el conflicto planteado en Cataluña y que eso debe contar como un fracaso de la política.
En segundo lugar, Sánchez ha admitido que, además de un problema de convivencia en Cataluña entre independentistas y unionistas, hay un conflicto político entre Cataluña y el resto de España. Ese conflicto político no es una invención de los líderes independentistas, sino que tiene unas hondas raíces sociales.
En tercer lugar, Sánchez ha argumentado que hay responsabilidades compartidas, que los independentistas fueron demasiado lejos adoptando una vía unilateral que rompía el sistema constitucional y democrático, pero que el Gobierno de España no supo abordar la crisis política de Cataluña.
En cuarto lugar, Sánchez ha defendido que la judicialización del problema fue un error, que la resolución del problema no podía quedar exclusivamente en manos de los tribunales.
En quinto lugar, Sánchez ha reconocido la legitimidad política del independentismo, no lo ha presentado como una patología, una traición a la patria o una postura anti-democrática. Y ha pedido a los independentistas que reconozcan que, por el momento, no cuentan con una mayoría social con la que alcanzar sus objetivos.
Por último, Sánchez ha apostado por el diálogo político, por fórmulas de entendimiento y compromiso que generen un consenso amplio entre fuerzas políticas con posturas de partida muy distintas.
Ninguno de estos seis puntos es revolucionario en sí mismo. Pero todos ellos juntos forman la base de un planteamiento inclusivo y constructivo, de fuerte inspiración democrática, destinado a buscar soluciones pactadas para el encaje de Cataluña en España que sean ratificadas mediante algún tipo de consulta por la ciudadanía catalana.
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Ya era hora de que un planteamiento de esta naturaleza se abriera paso en España y llegara hasta el propio Gobierno. Este mismo planteamiento ha circulado profusamente en los márgenes del sistema político y del debate público. No se podía encontrar en la prensa en papel madrileña, pero sí en medios digitales y entre fuerzas políticas minoritarias. El discurso dominante ha sido todo este tiempo el de un nacionalismo español excluyente, ante el que los socialistas muchas veces parecían acobardados.
La evolución de Esquerra Republicana de Catalunya ha resultado crucial para que Sánchez se haya decidido a construir un discurso de esta naturaleza. A su manera, ERC ha reconocido que el unilateralismo fue un fracaso sin paliativos, que sin mayorías más amplias la independencia es una quimera y que, por tanto, mientras esas mayorías no se materialicen, es preciso buscar otras formas de hacer política. Nada de esto exime de responsabilidad a los líderes de Esquerra por lo sucedido en otoño de 2017, pero no puede ignorarse que constituye un cambio significativo, sobre todo teniendo en cuenta que su secretario general y otros dirigentes están en la cárcel con fuertes condenas. También ha reconocido Gabriel Rufián que el eslogan aquel de “España nos roba” fue un error colosal.
Hace tan sólo unas semanas, en octubre, tras la publicación de la sentencia, la situación en Cataluña parecía encaminada a una degradación imparable. Hoy, gracias a la formación de un Gobierno apoyado por las izquierdas y los nacionalismos no españoles, se atisba por primera vez la posibilidad de avanzar hacia algún tipo de acuerdo que supere la larga crisis catalana. Costará y no está claro que vaya a tener éxito: el principal obstáculo va a ser el veto de las derechas a cualquier solución política del problema catalán.