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Kamala bajo el techo de cristal

La aspirante a vicepresidenta del Partido Demócrata, Kamala Harris.

Lucía Leal | Washington

Kamala Harris tomó aire, miró fijamente a la cámara del encuentro virtual al que iba a dirigirse ese primer día de agosto y habló pausadamente, sin perder del todo la sonrisa. “Habrá resistencia a vuestra ambición”, advirtió a las jóvenes negras que la escuchaban y chasqueaban sus dedos en señal de aplauso. No era difícil deducir a qué se refería. Joe Biden estaba a punto de elegir a su compañera de fórmula para las elecciones de noviembre y la presión de ciertos sectores para bloquear a Harris se había colado en los titulares. La senadora por California, alertaban varios donantes del partido, era “demasiado ambiciosa”: si llegaba a ser vicepresidenta, estaría centrada desde el primer día en su propio objetivo, el de convertirse en presidenta de Estados Unidos. “A la gente le parecerá bien si tomas lo que te dan. Pero, ¡oh!, ni se te ocurra coger nada más”, recordó Harris ese día.

Menos de tres semanas después, la legisladora demócrata se convirtió en la primera mujer negra, y la primera de origen asiático, en aspirar a la vicepresidencia de Estados Unidos dentro de un partido mayoritario. Si gana en noviembre, Kamala Harris (Oakland, Califronia, 1964) estará a apenas un latido del Despacho Oval, a solo unos metros del techo de cristal definitivo. Pero para atravesarlo, para cumplir el sueño que Hillary Clinton rozó en 2016, antes tendrá que demostrar que, como “número dos”, puede ajustarse a un guion escrito por hombres. Que no se le ocurrirá “coger nada más”.

La elección de la primera vicepresidenta de Estados Unidos marcaría un avance notable en la lucha por la representación femenina. Un paso de gigante en esa constante pugna para ampliar el espectro de lo imaginable en política, para conseguir que, cuando se miran en el espejo, cada vez más miembros de minorías encuentren algo parecido a los líderes que ven en televisión. Y Harris, en particular, desafía el canon establecido de la mujer política en Estados Unidos no solo por su legado multirracial, sino por su vida personal. Sin hijos biológicos y soltera durante casi toda su carrera, la senadora ha ayudado a repensar roles en un país donde, hasta hace demasiado poco, una mujer solo podía aspirar de forma realista a un escaño en el Congreso si reemplazaba a su esposo tras su muerte; y donde figuras como la presidenta de la Cámara Baja, Nancy Pelosi, se aseguraron de que sus hijos habían crecido antes de entrar en política.

Sin embargo, la llegada de la primera mujer vicepresidenta no sacudiría demasiado los andamios del poder en el país. El cargo que ocuparía apenas tiene competencias definidas, más allá del cometido de ser leal a quien verdaderamente ostenta el poder: el presidente que la puso donde está. Harris no sería un mero adorno, pero sí un complemento, una asesora con unos límites bien marcados. Como explica la filósofa Kate Manne, su posible ascenso no rompería los esquemas tácitos que gobiernan la política estadounidense. “A las mujeres se les permite tener poder, siempre que ese poder se ejerza de formas que no amenacen el orden patriarcal. Por ejemplo, al servicio de un presidente que es hombre”, escribió Manne el pasado julio en The New York Times.

Un potencial relevo

En la satírica serie Veep, la vicepresidenta Selina Meyer se queja constantemente de su minúsculo papel en la toma de decisiones, hasta que un asesor del Ala Oeste le dice: “Señora, debe entender que, en realidad, el presidente no quiere que usted haga nada más allá que seguir siendo una mujer. Y eso ya lo está haciendo bastante bien”.

Es improbable que esa caricatura se aplique de forma estricta a Harris si Biden gana en noviembre. Al fin y al cabo, el exvicepresidente se ha definido como un “candidato de transición”, y ha filtrado a la prensa que no planea presentarse a un segundo mandato en 2024, cuando cumpla 82 años. Se espera que, como consecuencia, otorgue a su número dos el acceso y poder suficientes para prepararla para un potencial relevo. Con el tiempo, si demuestra que ha sabido ajustarse al molde designado para ella, podrá optar al cargo que realmente desea.

Para los millones de personas que se ilusionaron el año pasado con el abanico de aspirantes presidenciales más diverso de la historia, esa realidad todavía es difícil de asumir. A las primarias demócratas se presentaron un récord de seis mujeres —entre ellas, Harris—, pero acabaron resignadas a esperar su turno, a confiar en que Biden las eligiera como compañeras de fórmula. La carrera se desarrolló en consonancia con una cultura política donde el difuso concepto de “elegibilidad” solo parece aplicarse a las candidatas femeninas, y donde la derrota de Clinton todavía pesa en la conciencia de los progresistas. Si el partido demócrata —comprometido en teoría a impulsar representantes que reflejen la diversidad de sus votantes— acabó con un candidato masculino, blanco y anciano fue en parte por el miedo paralizante a perder de nuevo contra Donald Trump. Y si muchos votantes no se atrevieron a respaldar de nuevo a una mujer en las primarias, pese a alabar las propuestas de Elizabeth Warren o Amy Klobuchar, fue por el temor a que no pudieran ganar contra un presidente que, incluso después de haber presumido de “agarrar” a las mujeres por la vagina, consiguió el voto de la mayoría de mujeres blancas en 2016.

Tras el fracaso de Clinton, casi el 60 % de las mujeres del país perdieron la esperanza de que Estados Unidos pudiera elegir a una mujer presidenta. El aumento fue significativo frente al 41 % que opinaba lo mismo en 2014, según una encuesta de 2018 del Centro de Estadísticas Pew. Como han demostrado varios estudios, la reticencia a apoyar a una candidata presidencial puede tener que ver con una percepción equivocada de las preferencias de la masa, que a menudo sirve para excusar los propios prejuicios. En un sondeo de la consultora Ipsos en enero, el 71 % de los estadounidenses aseguraron que aceptarían sin problemas a una mujer presidenta, pero solo el 33 % opinó que sus vecinos también lo harían.

Eso no significa que la política estadounidense esté desprovista de machismo: como reflejaron las autopsias de la derrota de Clinton, muchos votantes —y medios de comunicación— tienden a desconfiar de las candidatas a las que consideran demasiado ambiciosas. Se trata de un recelo absurdo, porque nadie aspira a liderar el país más poderoso del mundo sin tener ambición, pero en 2016 fue un lastre para la rival de Trump y ahora vuelve a suponerlo para Harris. Además, como las mujeres políticas tienen fama de ser más honestas que sus homólogos masculinos, cualquier error les cuesta mucho más caro. Lo que pudo ser un pequeño bache en la campaña de 2016, el uso de un servidor privado de correo electrónico cuando Clinton era secretaria de Estado, se convirtió en un escándalo inagotable que reforzó la imagen de la candidata demócrata como elitista y calculadora, como alguien que escondía algo.

Harris no arrastra esa carga, pero muchos la perciben también como oportunista, como una actriz que ha planificado cada paso de su carrera con el objetivo único de ser presidenta. Y Trump se ha esforzado en sacar punta a ese estereotipo. “Es una versión peor de Hillary”, dijo el presidente sobre Harris en una entrevista en agosto. “Cambia de opinión en cada elección, dependiendo de lo que necesite”.

Los ataques de Trump —que también la ha llamado “asquerosa”, como hizo con Clinton— demuestran que le preocupa su ascenso. Pero no está claro que la senadora vaya a restarle demasiados votos, al menos por sí sola. Combinada con la muerte de la juez del Supremo Ruth Bader Ginsburg, es posible que la candidatura de Harris ayude a motivar a las mujeres con educación universitaria de los suburbios que se quedaron en casa en 2016 para que acudan a las urnas como hicieron en las legislativas de 2018. Más probable aún es que la senadora entusiasme a algunas de las mujeres afroamericanas que salieron a votar por Barack Obama, pero se abstuvieron con Clinton. Ese efecto puede ser decisivo, pero no está garantizado. Varios estudios han constatado que la idea de que las mujeres basan su voto en cuestiones de identidad no es más que un mito. “Cuando los estadounidenses deciden a quién votar, el partidismo y la ideología ganan a las consideraciones de género”, recuerda la historiadora política Nancy Cohen en su libro Breakthrough, sobre el camino hacia una mujer presidenta.

Kamala Harris, icono de la 'nueva América'

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Lo que sí es seguro es que el voto de las mujeres resultará clave para decantar la balanza a favor o en contra de Donald Trump, y que los demócratas recuperaron el control de la Cámara Baja en 2018 gracias a una mayor participación femenina. Muchas mujeres blancas que habían apoyado a Trump dos años antes apostaron en esa ocasión por candidatos progresistas, mientras la brecha entre cómo votaron las mujeres y el comportamiento de los hombres —mayoritariamente republicanos— se ampliaba hasta un punto inédito en dos décadas.

Para muchas feministas, la escasa representación política de las mujeres resulta exasperante, y la idea de que la compañera de fórmula de Joe Biden pueda aspirar a la presidencia en 2024 como premio a cuatro años a la sombra de un hombre, decepcionante. Pero esas mismas feministas adoran a Ginsburg, y la muerte de la influyente magistrada les ha recordado que algunas revoluciones, como la que ella espoleó por la igualdad de género, no suceden de golpe. “El cambio verdadero, el cambio duradero, ocurre paso a paso”, dijo una vez la segunda mujer en llegar al Supremo. Millones de votantes tomaron nota y ahora está en sus manos trasladar esa filosofía a la Casa Blanca.

*Este artículo está publicado en el número de octubre de número de octubretintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

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