Ideas Propias
Identidad y reacción
La identidad es hoy, quizá más que nunca, un campo de batalla. Pensada por algunos como una suerte de trampa posmoderna que eclipsa las verdaderas demandas y luchas políticas, y por otros como búsqueda infatigable de un reconocimiento subjetivo siempre negado y cuya satisfacción agotaría todo horizonte político, parece claro que el debate sobre el lugar que ocupa la identidad en la política y la subjetividad contemporáneas se ha vuelto central, aunque seguramente demasiado. Pretendo en las líneas que siguen aclararme, y quizá así aclarar algo de lo que creo son hoy enfrentamientos estériles que nos conducen no solo a callejones sin salida intelectuales, sino, y lo que es más preocupante, a cortocircuitos prácticos que traban seriamente las posibilidades de una política emancipatoria. O de izquierdas, si así lo prefieren.
Permítanme partir de dos hipótesis, sin el espacio necesario para desarrollarlas como requerirían, pero con el suficiente, espero, como para que resulten al menos plausibles. La primera es que estamos asistiendo a un giro preocupantemente conservador en lo que, a falta de mejor apelativo, llamaré las izquierdas. No es general, no afecta por igual a todas las familias de la izquierda, pero es un mar de fondo que, me temo, nos arrastra a todos en mayor o menor medida. Creo que este giro conservador, incluso reaccionario, tiene a una débil o torpe comprensión de la identidad política como su causa y origen. Podría sintetizarse como sigue: atacándose a una supuesta perversión posmoderna de la política, que habría sustituido a los verdaderos sujetos y las verdaderas luchas por las identidades a la carta y el subjetivismo, estas izquierdas no hacen sino reforzar el mismo repliegue identitario y subjetivista que denuncian. Solo que negando unas identidades para, esta es su paradoja, afirmar otras. Al hacerlo, añoran los buenos viejos tiempos de unas luchas unitarias o universales (la clase obrera, la mujer como sujeto del feminismo, la razón o los derechos humanos mismos) que no solo no existieron nunca del todo, sino que su pretensión misma de unidad y universalidad es en buena medida responsable de la división, la fragmentación y la falta de horizontes de las que estas mismas izquierdas se lamentan. Luego intentaré explicarme mejor.
Pasemos ahora a la segunda hipótesis: no es posible hacer política, ni habitar el mundo, sin identidades. Pero estas pueden pensarse como algo cerrado, inmutable y, por tanto, definido de una vez por todas, o pueden comprenderse y definirse desde la inevitable paradoja que las habita: si toda acción política necesita afirmar una identidad y buscar así su reconocimiento (la clase obrera, las mujeres en la lucha feminista, los sujetos racializados, también gays, lesbianas y personas trans), lo hace en una lucha cuyo objetivo último es acabar con las razones mismas que han generado esa identidad (acabar con las clases sociales, con la diferencia de género, con la diferencia racial, con el binarismo del sistema sexo-género-deseo que nombra lo trans como abyecto y lo no heterosexual como desviado, por ejemplo).
Dicho, si se quiere, con pocas palabras y con algunos ejemplos: la clase obrera es una forma de identidad política que necesita obtener reconocimiento y afirmarse en el transcurso de una lucha que tiene como objetivo paradójico acabar con esa misma identidad, vale decir, con aquello que produce diferencias de clase y desigualdades sociales en torno a ellas (no parece lo mismo reivindicar la superación del trabajo asalariado como forma de identidad general de los subalternos, y aspirar así a una construcción personal y colectiva liberada del trabajo y de la clase, que erigir, desde el culto a la identidad obrera bajo el ideal estalinista, una república de trabajadores). En cuanto a las luchas antirracistas, parten de la necesidad del reconocimiento de la diferencia (la afirmación de las vidas y las culturas negras, de su valor y su respeto), pero no para afirmar eternamente esa diferencia, sino para trascenderla, vale decir, para que la diferencia blanco/negro deje de tener valor social, capacidad de distinguir, ordenar y jerarquizar a las poblaciones. También la identidad construida en torno a las luchas feministas se encuentra atravesada por la contradicción entre la necesidad paralela de afirmar y buscar el reconocimiento de “la mujer” en una lucha que, de nuevo paradójicamente, pretende acabar con la norma social que define de forma contrapuesta y excluyente lo masculino y lo femenino, al tiempo que jerarquiza a la población entre sus aparentes portadores naturales, hombre y mujer. Sé que la cosa es mucho más compleja, pero permítanme avanzar a partir de aquí.
Creo que los problemas entran en escena cuando la identidad deja de ser pensada y actuada bajo esa tensión paradójica entre afirmación y transformación, es decir, entre la búsqueda del reconocimiento y la lucha por superar o trascender las razones sociales, culturales, ideológicas o históricas que explican el surgimiento y permanencia de esa identidad. La forma en que esa tensión o paradoja queda rota o negada hoy es, creo, no solo habitual sino trágica: desdibuja hasta hacer desaparecer el horizonte de transformación o superación de aquello que crea esas identidades sociales para, me temo, quedar atrapada en la pura afirmación, sin más objetivo u horizonte político que la búsqueda de un reconocimiento antes negado. La identidad, toda identidad, queda así definida (pensada, sentida, organizada) desde el daño o el agravio sufrido. Una identidad como víctima, como sujeto de un dolor, una injusticia o un malestar que, sin duda ciertos y terribles, quedan sin embargo encerrados sobre sí mismos, sin horizontes de transformación social (es decir, sin capacidad para pensar y actuar contra la posibilidad de que el daño se repita, o de elaborar el sufrimiento para poder enfrentarlo y no reproducirlo traumáticamente).
No es este un mero problema teórico, las leyes, programas o medidas sociales pensadas desde esta consideración de la identidad dañada tienden a privilegiar el reconocimiento del daño (y el castigo a quien daña) más que a transformar las relaciones sociales que lo generan (es decir, refuerzan la lógica punitivista antes que la propiamente emancipadora).
Este riesgo de cierre identitario se acompaña de, y se refuerza con, otra lógica distinta de la anterior pero que en no pocas ocasiones se cruza hasta confundirse con ella: la de acabar negando la identidad para sustituirla por una suerte de necesidad o esencia (material, biológica o antropológica) que, por tanto, se nos presenta como inamovible, permanente, idéntica a sí misma. Habría algo así como unos intereses materiales unívocos, objetivos y por tanto indiscutibles de la clase obrera que determinarían por sí mismos sus acciones, pensamientos, deseos y necesidades políticas (y, en caso de no hacerlo, sería, ¡qué duda cabe!, porque habría sujetos engañados, equivocados, atravesados por el siempre útil recurso a la falsa conciencia); la biología o la anatomía serían por su parte realidades independientes y anteriores al género, con poder para nombrarnos y definirnos de forma binaria (y así el binarismo que atraviesa y ordena nuestras sociedades no sería tanto el resultado de una norma social como de una simple realidad corporal, anatómica, biológica); ciertas formas culturales no serían solo el fruto de la historia y la contingencia sino de una verdad antropológica que nos constituye o conforma (lo que valdría tanto para definir y defender la pureza de una identidad nacional como para hacer lo propio con supuestas identidades sociales naturalmente anticapitalistas, por poner dos ejemplos contrapuestos).
Habría, pues, una anterioridad, una verdad o una naturaleza que nos dice y explica, algo siempre antes y por encima de la historia, de la política y, por tanto, de la acción y la decisión humanas. No se trata, entiéndaseme bien, de negar que existan realidades objetivas, materiales o biológicas, sino de cuestionar: a) que dicten por sí mismas lo que somos y marquen a fuego nuestra identidad; b) que esas realidades materiales, objetivas o naturales no estén atravesadas por normas sociales, visiones del mundo o formas de valoración; y c) que podamos acceder directamente a esas verdades previas al orden social y cultural, que podamos saber qué dicen y qué significados tienen sin hacer uso del lenguaje, de los sistemas de valores que incorpora y de las visiones del mundo que indefectiblemente lo conforman y nos conforman.
No, no se trata de oponer torpemente lo material a lo simbólico, lo biológico a lo socialmente construido, decidiendo qué lado de esta oposición tiene más peso explicativo. Se trata más bien de aceptar que esta distinción es ya fruto de una manera de mirar y de explicar, que no hay forma de aislar lo biológico del lenguaje que necesitamos para explicarlo, que ese lenguaje está ya necesariamente atravesado por valores y normas, que ni lo material ni lo corporal hablan por sí mismos ni ordenan desde su sola verdad a las poblaciones. Que, por poner un ejemplo, el del debate surgido en torno a la ley trans, ni los cuerpos ni sus anatomías tienen la capacidad de ordenar a las poblaciones y sus identidades de forma binaria, sino que hacemos hablar a esos cuerpos bajo categorías binarias. Que toda anterioridad al lenguaje, al discurso, a la construcción social está ya atravesada de lenguaje, de discurso y de normas sociales.
El riesgo de reproducir y afirmar aquello que se pretendía transformar es alto, demasiado alto: si la lucha contra la diferencia de género necesita asentarse en una verdad previa, biológica e incuestionable, la del sexo y el binarismo, es bien posible que acabemos afirmando las razones mismas de la desigualdad y el patriarcado, aquellas por las que el discurso y la norma de género construyen –para apoyarse en ella– una anterioridad aparentemente incuestionable que las legitima y permite su reproducción: la de la diferencia sexual. En los debates de la ley trans se ha producido un fenómeno especialmente llamativo: mientras las posturas más críticas o tránsfobas se apoyaban en la biología y naturalidad de la diferencia sexual para negar a las personas trans la posibilidad de ser otra cosa que la que dicta aparentemente su anatomía (decretando así que quedaran clasificadas a un lado u otro de la frontera que separa binariamente a hombres de mujeres), las razones esgrimidas por algunos de los redactores de la ley procedían en ocasiones de forma simétrica pero inversa (situando a las personas trans en el otro lado de esa misma frontera binaria: “han nacido mujeres en el cuerpo de un hombre” o, más aún, “en un cuerpo equivocado”… como si los cuerpos se equivocaran). Es decir, recurriendo a explicaciones y argumentos naturalizantes que refuerzan la misma frontera binaria y la misma diferencia sexual en lugar de cuestionarla, de desestabilizar su poder normativo.
Sin duda la ley supone un avance indiscutible en derechos y en el reconocimiento, merecido y necesario, de las personas trans, pero quizá los argumentos jurídicos y políticos en defensa de la ley no deban necesitar de planteamientos esencialistas que refuercen el mismo binarismo y la férrea diferencia sexual que, seguramente, esté en la base de que algunas personas no puedan sentirse identificadas con el sexo que se les asigna al nacer. Reconocer y afirmar los derechos de las personas trans es un primer paso indispensable, pero dentro de un horizonte más amplio que permita interrogarnos, en lugar de esencializar o naturalizar, el origen y las razones de la propia transexualidad.
Aceptar acríticamente estas distintas formas de anterioridad (y por tanto defender no solo que hay una naturaleza, unos cuerpos, unas necesidades materiales previas al orden social mismo, sino que son estas las que lo explican o determinan) conlleva situar siempre algo antes y por encima de la política, de la libertad y de la acción humana. Es decir, acota y limita las posibilidades de la democracia, entendida no solo como una forma de gobierno sino, más profundamente, como una lucha para ampliar la definición de lo que somos y de lo que podemos ser.
La disyuntiva no es menor: o las identidades, y los sujetos políticos que se construyen en torno a ellas, se piensan y definen desde los futuros que imaginan y desean, y se unen, organizan y luchan en torno a esas imágenes compartidas, o, muy por el contrario, construimos las identidades desde, o negamos su existencia para hacerlas pasar por, una esencia o naturaleza al cabo inamovibles. Es este el gesto profundamente conservador o reaccionario al que creo que hoy asistimos en forma de repetición trágica: la añoranza de fundamentos sólidos y garantías incuestionables para la acción política, que no solo acaban reproduciendo las estructuras del poder que en un principio se pretendía transformar, sino que dificultan seriamente toda posible alianza de distintas demandas, luchas y sujetos políticos. ¿Cómo unir a sujetos –obreros, mujeres, trans, gays o lesbianas…–, si definimos a cada colectivo desde diferencias constitutivas irreductibles? ¿Cómo no crear así múltiples identidades en disputa? ¿Dónde y cómo encontrar e identificar metas, proyectos, demandas comunes que articulen a todos esos sujetos políticos si acabamos definiendo a cada uno a partir de diferencias esenciales? La paradoja es del todo insostenible: mientras se culpa, por ejemplo, a la eclosión posmoderna de identidades múltiples de la crisis de la izquierda y de la unidad que constituía al movimiento obrero, queda sin responder la pregunta de cómo –y por qué– a ese mismo movimiento le fue sumamente difícil, por no decir imposible, dialogar, articular y acoger en su ideario las demandas y luchas de mujeres, gays, lesbianas, ecologistas o cualesquiera otros movimientos sociales surgidos en el momento preciso del declive de esa izquierda.
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La unidad no se decreta, se construye, y no a partir de algo previo a la política que daría cuenta de las necesidades (materiales, objetivas, incluso biológicas de los distintos sujetos), ni en el mero ejercicio afirmativo de unas identidades frente a otras, sino precisamente a partir de las imágenes y metas comunes, de los deseos compartidos de transformación social. De, en suma, la apuesta democrática, y por ello siempre susceptible de transformarse, de lo que aspiramos a ser juntos.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Jorge LagoLengua de Trapo.