Maleta de libros
'El comunismo internacional y la Guerra Civil española'
Para muchos, la Guerra Civil española fue la primera gran batalla. El anuncio de lo que vendría después. El momento de politización en la juventud, la primera gran causa con la que comprometerse. Y muchos de ellos eran comunistas. Este es —simplificado— el punto de partida de la historiadora Lisa A. Kirschenbaum en El comunismo internacional y la Guerra Civil española, donde analiza no tanto las relaciones República-Unión Soviética, que han sido objeto de controversia, sino la manera en que el desarrollo del conflicto y la militancia comunista organizada en torno a la contienda marcaron el comunismo internacional, sobre todo a sus militantes. La editorial Alianza publica este título el 23 de septiembre (26 euros) como una de sus apuestas del otoño. Aquí recogemos un extracto de la introducción, donde Kirschenbaum profesora de Historia en la Universidad West Chester de Pensilvania, contextualiza su investigación.
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La Guerra Civil Española y la cultura del comunismo internacional
El conflicto que llegó a ser conocido como la Guerra Civil Española comenzó con un golpe de Estado militar el 17-18 de julio de 1936. Estaba fuertemente arraigado en la agitación social, económica y política que sacudió España a principios del siglo XX y que en 1931 dio lugar a la República española, y con él los insurgentes querían detener los cambios y anular las reformas republicanas que ponían en peligro la autoridad tradicional de grandes terratenientes, la Iglesia católica y el ejército. El golpe de Estado, que iniciaron soldados del Ejército de África español, triunfó rápidamente en el Protectorado de Marruecos. Sin embargo, en la Península los partidarios del gobierno del Frente Popular que había sido elegido en febrero de 1936 ofrecieron una fuerte resistencia, si bien no siempre bien coordinada. Así pues, «pese al apoyo de muchos oficiales, el levantamiento en España» fue «en buena medida un fracaso», y sólo consiguieron hacerse con alrededor de un tercio del país. En un principio la situación parecía estar del lado de la República.
Lo que transformó el intento de golpe de Estado en una guerra civil y en un hito internacional para la izquierda fue la llegada de ayuda militar alemana e italiana para los rebeldes. A finales de julio Benito Mussolini y Adolf Hitler ya estaban enviando armas, aviones y tropas a España. En agosto de 1936 aviones alemanes e italianos llevaron al general Francisco Franco y a unos catorce mil soldados españoles y marroquíes a España sobrevolando el Estrecho de Gibraltar. Una vez en la Península, el Ejército de África lanzó una campaña despiadada por Andalucía occidental y Extremadura en dirección a Madrid, empleando las tácticas que los oficiales coloniales habían desarrollado en respuesta a la guerra de guerrillas del Rif: «Ataques esporádicos y en constante movimiento, llevados a cabo en varios frentes», junto con «una limpieza étnica sistemática como forma de garantizar el orden». A la larga, Italia aportó más de setenta mil hombres, y tanto Alemania como Italia enviaron cientos de piezas de artillería, carros de combate, aviones y pilotos, entre ellos la Legión Cóndor alemana, de tan triste recuerdo, que fue responsable de la destrucción de Guernica en abril de 1937. En agosto de 1936 el gobierno francés, con tal de reducir la ayuda a los insurgentes, propuso prohibir toda intervención internacional en España. La propuesta obtuvo el apoyo de Gran Bretaña y de la Unión Soviética y también el de Italia y Alemania, pese a que estos dos países la estaban infringiendo. Así pues, mientras los sublevados se reforzaban, el acuerdo de no intervención negaba armas a la República.
Tras ser transportado por aire por el Estrecho de Gibraltar, el Ejército de África, de una efectividad brutal, salvó a la insurgencia de la derrota, al tiempo que la llegada de bombarderos y carros de combate alemanes e italianos lo vinculaban firmemente con el nazismo y el fascismo, entre otros en los medios soviéticos. Menos de dos semanas después del inicio de la sublevación, el periódico Izvestiia ya informaba de la ayuda militar que alemanes e italianos proporcionaban a los rebeldes y, como era propio de la propaganda del Comintern, caracterizaba la lucha en España como un eslabón más en la cadena de agresiones fascistas internacionales. Una foto que publicó Pravda de un avión rebelde derribado que tenía una esvástica en la cola hacía inequívoca la relación entre el fascismo alemán y la guerra de España. En cambio, la prensa soviética subrayaba que la causa republicana era «la causa de toda la humanidad avanzada y progresista» (delo vsego peredogovo i progressivnogo chelovechestva), como manifestó Stalin en un telegrama que envió al dirigente comunista español José Díaz y que se publicó en el número de Pravda del 16 de octubre de 1936.
Desde el principio, esa imagen de que la Unión Soviética estaba comprometida con la defensa de la democracia contra el fascismo fue tan omnipresente como refutada. El antifascismo soviético cautivó a muchos voluntarios internacionales, mientras que para otros no era más que una mera cortina de humo. Entre los primeros críticos —y sin duda uno de los más conocidos— de la propaganda y las acciones soviéticas en España estuvo George Orwell, que en Homenaje a Cataluña documentó su servicio militar en España como miembro de una milicia afiliada al POUM (Partit Obrer d’Unificació Marxista), un partido marxista anti-estalinista. Para Orwell, ese antifascismo tan estridente de los soviéticos conseguía ocultar el hecho de que «todas las políticas del Comintern han pasado a estar subordinadas (lo cual no deja de ser excusable, habida cuenta de la situación mundial) a la defensa de la URSS». Según él, como a los soviéticos sólo les preocupaba garantizarse su propia seguridad por medio de la cooperación con Francia, estaban más interesados en sofocar la revolución española que en ganar la guerra. Por lo que respecta a los sublevados, para ellos los comunistas —la forma en que los franquistas se referían a todos los que apoyaban a la República— eran unos infieles irredentos y agentes extranjeros de Moscú contra los que era razonable y necesario usar las tropas marroquíes «nacionales» y las bombas alemanas.
La apertura de los archivos soviéticos a partir de 1991 no ha contribuido mucho a resolver o replantear sustancialmente el debate sobre la sinceridad del antifascismo soviético. Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov, a cargo de la edición del libro Spain Betrayed (España traicionada), una recopilación de documentos soviéticos tanto militares como del Comintern publicada en 2001, arguyen que los materiales a los que ya se puede tener acceso verifican las «maniobras arteras de la Unión Soviética con respecto a la República española». Especialmente polémica es su aseveración de que los archivos demuestran que la verdadera misión de los soviéticos no era salvar a la República ni combatir al fascismo, sino más bien «“sovietizar” España y transformarla en la que habría sido una de las primeras “Repúblicas Populares”, con una economía, ejército y estructura política al modo estalinista». Desde su perspectiva, los documentos echan irrefutablemente por tierra la «cautivadora leyenda» de que el esfuerzo de los soviéticos para detener al fascismo en España fue «una de las empresas más nobles y desinteresadas del movimiento comunista internacional». Así pues, plantean lo que el historiador Tony Judt llamó «la delicadísima cuestión» de si «las Brigadas Internacionales y sus partidarios fueron engañados». El propio Judt no tuvo reparos en afirmar que los voluntarios internacionales «fueron engañados», y descartó la retórica comunista con respecto al fascismo y la defensa de la democracia por considerarla un mero «cuento chino».
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Para otros historiadores, sin embargo, la afirmación de que los archivos que se abrieron al público hace pocos años echan por tierra tan clara como incontrovertiblemente la supuesta «leyenda» sobre la Guerra Civil Española es de por sí un cuento chino. Peter Carroll, al que se conoce sobre todo por su trabajo sobre la Brigada Abraham Lincoln, argumenta que dos recientes recopilaciones de documentos de esos archivos, España traicionada incluida, hacen intencionadamente un uso erróneo de pruebas históricas para sustituir «la honorable leyenda de la Brigada Lincoln» por «el mito de los archivos de Moscú». Helen Graham, destacada historiadora británica de la Guerra Civil Española, califica España traicionada de ejemplo del «nuevo macartismo histórico». Graham no encuentra «nada» en los documentos presentados que sostenga la suposición de los responsables del libro de que «todas las acciones de los soviéticos en España estaban encaminadas a conseguir» —como de hecho consiguieron— «el control absoluto del gobierno y ejército republicanos». Según Graham, para dar más consistencia a su tesis los responsables del libro «prescindieron por completo del contexto más general de la España republicana en guerra». Los historiadores que se ocupan de ese «contexto histórico más general» a menudo consideran a los soviéticos unos antifascistas oportunistas, pero no necesariamente falsos, pues su ayuda militar a la República contribuyó a sus esfuerzos para evitar que «la agresión alemana se dirigiera hacia el este». El historiador Daniel Kowalsky observa que, por su parte, la República aceptó la ayuda soviética sólo «a regañadientes», por saber que «la participación y asistencia comunista, que les era imposible rechazar, tanto podía condenar al fracaso la causa republicana como salvarla» al «terminar de completar su distanciamiento de Occidente». También subraya que el control soviético de «lo que pasaba en España sobre el terreno siempre fue muy limitado». Desde esa perspectiva, la argumentación de que los soviéticos estaban trabajando con suma eficacia para transformar España en una «democracia popular» de acuerdo con el modelo de lo que después serían los países de Europa del Este parece cuando menos «cuestionable».
Aunque la guerra de España ya no sea, como afirmó Christopher Hitchens en 2001, «probablemente la única polémica ideológica del siglo xx que sigue viva», su historiografía continúa polarizada, como un asunto de gran importancia en el que sólo puede ganar uno. Así pues, conviene que destaquemos que este libro sitúa la Guerra Civil Española en el centro de la historia del comunismo internacional que relata para entender la importancia de España como punto de referencia personal y político para una serie de comunistas concretos, y no para argumentar que la República estaba dominada por los comunistas. No nos interesa tanto la alta política como comprender los significados y el atractivo político y emocional que tenía el comunismo para personas concretas. De hecho, este libro no toma directamente partido en la polémica sobre la supuesta manipulación o control de los soviéticos del gobierno del Frente Popular español y de los voluntarios internacionales. No evalúa los motivos de los soviéticos ni analiza el impacto de su intervención militar y política. Tampoco plantea la «delicada cuestión» de si los voluntarios fueron engañados.
El libro vincula el comunismo internacional con la Guerra Civil Española porque muchísimos comunistas afirmaron, entonces y después, que en España vivieron sus ideales de forma más intensa, apasionada y plena que en ningún otro sitio. Incluso para los que terminaron por dejar el partido, la Guerra Civil Española siguió siendo en muchos casos un momento definitorio de sus vidas y de sus relaciones personales, algo que con frecuencia separaban (o intentaban separar) del contexto estalinista más general. Así pues, nos centramos en España por ser un momento crucial, que no aislado, en la historia del comunismo internacional y en las vidas de los comunistas internacionales.