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Mala hierba

Contra el catastrofismo

A mediados de los dos mil trabajé, durante unos años, en un servicio nocturno de teleasistencia. A principios de la noche tocaba hacer las llamadas programadas a los usuarios, la mayoría personas mayores que vivían solas, que necesitaban que se les recordara su medicación o simplemente charlar un rato con alguien que no fuera el gato o la tele. Después, y hasta que llegaba el relevo a las ocho de la mañana, si la noche era tranquila y ninguno pulsaba su alarma, no había gran cosa que hacer. Ver un rato a Buenafuente, leer algún libro y echar alguna cabezada con el abrigo sobre la mesa. Y también navegar por internet, cuando aún se decía así y muchos no disponíamos de una conexión en nuestra casa. En esos años no existían las redes sociales, triunfaban los servicios de chat y los foros estaban en su momento de auge.

El fuego de Irak aún seguía ardiendo, en España Zapatero había ganado las elecciones y a la derecha aznarista no se le ocurrió mejor solución ante su derrota que alentar las teorías de la conspiración sobre el 11M. Si el germen de la ultraderecha y de sus métodos tiene una raíz es este momento. Los foros bullían con discusiones que, aún sin memes, necesitaban de largas parrafadas para explicar que Rubalcaba, Marruecos, la ETA y el CNI se habían confabulado contra el PP. Aquello, pasados unos meses, era invivible: quien es partícipe de una supuesta verdad revelada se convierte en creyente, alguien con quien no se puede razonar. Así que algunos abandonamos aquel sindiós para caer en otro equivalente pero de apariencia más sofisticada: el pico del petróleo.

Sobre el año 2004 existía un foro con miles de personas registradas que pensaban que el fin del petróleo era inmediato. Lo que empezó como una razonable preocupación por lo limitado de las energías fósiles acabó desembocando en una especie de panel survivalista donde se traducían documentos para aprender a cultivar patatas, fabricar paneles solares caseros y desarrollar destrezas en el combate cuerpo a cuerpo: de la milicia de Michigan a Parla sin solución de continuidad. Todo lo que sucedía eran indicios de que el fin estaba cerca y así la discusión fue monopolizada por cazadores de señales que, como profetas, vaticinaban siempre una guerra contra Irán para la siguiente semana. Cuando alguien quiere creer busca la verdad ahí fuera, como Mulder.

Casi dos décadas después las gasolineras siguen funcionando, pero, lo realmente llamativo, es que en aquel foro nunca pude leer nada a propósito de la Gran Recesión que estalló en 2008, sobre la especulación inmobiliaria o sobre el sistema financiero desbocado. Nos es más fácil creer en grandes conspiraciones y catástrofes porque los desastres reales y cercanos suelen ser tan obvios que dan aún más miedo. Además, como la siguiente década demostró, frente a la crisis económica la gente se podía movilizar. Sin embargo, frente al colapso, lo único que queda es imaginar ser el último hombre en la Tierra. El cataclismo es desmovilizador e individualista, una coartada para que los problemas reales del capitalismo parezcan inabarcables o pasen a un segundo plano.

Todos estos recuerdos me han venido a la cabeza estas últimas semanas al leer, y escribir, sobre los cuellos de botella en el comercio internacional, la crisis energética y la carestía de semiconductores. Y ver cómo los iluminados han vuelto a tomar presencia en los medios y las redes anunciando el gran apagón. Gilipollas ha habido siempre, aprovechados que ven en el apocalipsis una forma de destacar, más aún. Siempre prestamos mayor atención al predicador milenarista que a la explicación razonable porque, total, ya puestos a preocuparnos un lunes por la mañana, hagámoslo con fuegos de artificio y grandes algaradas. La adicción al colapsismo es directamente proporcional al aburrimiento de la vida de clase media acomodada: temor a lo que se puede perder, secreta excitación hacia el caos.

Las dificultades a las que nos enfrentamos con la crisis vírica en retirada no son desdeñables, eso es cierto. De un lado los problemas de suministros se deben, simplificando, a los desajustes en la producción por el cierre de las industrias orientales, al inesperado aumento en el consumo digital que provocó el confinamiento, junto a las medidas de estímulo como los cheques repartidos en Estados Unidos. La mayoría del flujo comercial, vía marítima, no ha podido ser absorbido, complicando la entrega de algunos componentes que impiden la manufactura final. Parar la máquina, algo inédito, y ponerla en marcha tan rápido ha alterado por completo los flujos comerciales. Algo que los expertos estiman que, en el caso de los chips, tardará un par de años en estabilizarse.

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Respecto a la energía, las reservas mundiales siguen exactamente igual que antes de la pandemia, con la diferencia de que los países productores de gas y petróleo quieren aumentar su influencia al ver que pierden poco a poco cuota frente a las energías renovables. Hay una geopolítica de la energía, así como una financiarización de la misma. Los inversores, a menudo fondos buitre, especulan en los mercados primarios para, probablemente, obtener los beneficios que han perdido en el mercado de la deuda, al blindarla Europa mutualizando su emisión. A eso podemos añadirle problemas concretos como el cierre del gasoducto argelino con paso por Marruecos por desavenencias entre los dos países de la ribera sur del Mediterráneo. La consecuencia directa está siendo un aumento de los precios de los bienes básicos: la inflación siempre viaja sobre ruedas.

Simplemente no es cierto que un día todo se vaya a apagar de repente, mucho menos que esto se sepa y “los Gobiernos” nos lo estén ocultando. En primer lugar, en el caso de España, porque producimos mucha más energía de la que podemos gastar, no siempre barata y no siempre soberana, pero en cantidad más que suficiente. En segundo lugar porque usted se ha enterado en los últimos diez años de los sms que el presidente del Gobierno se mandaba con Bárcenas, de los negocios irregulares del rey emérito o de las maniobras de las cloacas. Como para no enterarnos, en este bendito país de bocachanclas y porteras, de un colapso energético a nivel mundial. Imaginen, por otro lado, el disgusto que se llevaría el alcalde de Vigo si no pudiera encender las luces.

Tenemos un serio problema con el calentamiento global, desajustes en el comercio internacional y un alza de los precios de la energía: algo preocupante pero también magnificado, en nuestro caso, por el interés que hay en crear una situación de alarma que perjudique al Gobierno de coalición, nada nuevo de lo visto desde el inicio de la legislatura. Efectivamente ya estábamos al final de algo, antes de la pandemia y sus consecuencias. Un final referido no a un supuesto colapso de la civilización, sino al neoliberalismo: una debilidad concreta transformada hábilmente en un desastre general, o cómo cuando los ricos ven peligrar su modo de hacer las cosas invocan, de nuevo, a la bestia de siete cabezas sentada sobre Babilonia.

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