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Fábula y testimonio de Julia Otxoa

Julia Otxoa, en una imagen de archivo.

La artista vasca Julia Otxoa (San Sebastián, 1953) cuenta con un extenso itinerario creador donde la poesía es la fuerza generatriz que pone en danza palabras y objetos —en fotografías, poemas, ready-mades, relatos o composiciones inclasificables— que ella recoge en libros a menudo esquivos a etiquetas. Es el caso de su última entrega, Tos de perro, un viaje al interior de la propia sangre para escarbar en dolores antiguos que tienen que ver con el recuerdo de una guerra, y con todo aquello que quiso enterrar un persistente silencio que se pretendía cauterizador y que no logró su objetivo, porque la memoria habla incesante y obstinada: la savia derramada del árbol familiar no es distinta a la que sigue corriendo —y murmurando— por las ramas que perduran. Por las venas de los hijos y nietos de los vencidos, que pugnan por seguir haciendo visible lo invisible, y sobre todo rendir el debido tributo a las víctimas de la barbarie.

Ocurre que las heridas se heredan, igual que se hereda la sangre. Y ocurre también que esa voz de Otxoa que nombra a los perseguidos, a los asesinados, no lo hace como un acto de venganza, sino como un acto de amor. Amorosamente las palabras acunan al ausente y lo devuelven a una historia de la que fue borrado. Y ese gesto surca su producción, donde la imaginación es un cauce para la resistencia, mientras la naturaleza se instituye en cómplice que nos humaniza y refugia en su paraíso posible.

A través de sus sucesivos poemarios Otxoa hacía asomar ángeles de luz para alumbrar a los parias, a los desposeídos, a los olvidados en cárceles y psiquiátricos, y a esos manojos de huesos que esperan en sus fosas la palabra que los recuerde —en el antiguo sentido manriqueño, es decir, que los despierte—. Con ese flujo lírico se entreveraban ya —como en Tos de perro— relatos y visiones, y también esa infancia que alza la mirada desde la inocencia, donde una niña ve hombres que destruyen violines y flautas, y empieza a sangrar por el oído izquierdo. O come tierra hasta que oye dentro de ella el canto de sus abuelos. La barbarie tiene que ver con la violencia pero también con el silencio, y la poeta no le opone el odio sino un vitalismo que representa en mariposas, lagartijas o libélulas: "la poderosa fragilidad / de las raíces de la menta / levantando las piedras". Las ciudades, en cambio, son como un gran hospital que huele a formol y cloroformo, donde la poesía se refugia en lo invisible: "A menudo me visita el pájaro de la alegría para recordarme mi libertad".

Integrado en ese universo coherente, el último libro de Julia Otxoa está compuesto por una sucesión de recuerdos de infancia que rondan la figura del abuelo asesinado por falangistas un lejano y próximo siete de septiembre de 1936. La imagen de su cuerpo abandonado en una fosa surca toda la obra de Otxoa como un río secreto y aflora aquí en la voz de la niña que ella fue. Y ese es uno de los aciertos de un texto que fluye desde la inocencia y el asombro de quien busca la manera de arrullar a ese fantasma que le sigue hablando a través del tiempo.

La voz de Otxoa hilvana momentos del pasado que entreveran la ternura, el humor y el encantamiento de esa edad primera con aquellos sucesos trágicos, cuya memoria se impone, junto con una terca reivindicación de la alegría y la esperanza. Las visiones sucesivas que articulan el relato construyen un reino interior que nos traslada a la infancia de la hija de una lavandera, que juega y fantasea entre montañas de ropa y que se esconde en un desván donde un día se encuentra con su abuelo ausente. Esa fantasmagoría nace al compás de los atisbos y menciones que ella percibe, y alcanza carnadura y vida a través de ella: así sabremos de ese guarda forestal que estuvo afiliado a la UGT y que un día de aquel verano infausto recibió un tiro entre los ojos y otro en la nuca. Y que luego fue arrojado —junto con el cuerpo de un maestro y el de un carbonero— a una sima a la que los asesinos, para mayor infamia, echaron también dos perros vivos para que dieran cuenta de esos cadáveres.   

En las páginas de Tos de perro revisitamos nuestra sombría posguerra desde la mirada de una niña enfermiza pero alegre y curiosa, que asiste a un colegio donde hay que aprender las canciones de los que mandan y donde no hay respuestas para sus preguntas, que van quedando en el aire. ¿Dónde están los muertos? Solo el abuelo le responde: están por todas partes, allí donde nadie mira, en los rincones humildes, acompañándonos cada día. Esa ensoñación diurna es sucedida de noche por terrores y pesadillas, donde vuelve otra vez el disparo entre los ojos, o ese lápiz pequeño que el abuelo llevaba consigo y que aparece entre sus restos cuando al fin se abre la fosa. Un lápiz como un testigo que ella recoge para continuar escribiendo la historia.

Los versos de Otxoa se entreveran en las prosas de Tos de perro como una afirmación de ese mundo propio, donde las palabras y las obsesiones regresan: "Abuelo, esqueleto número seis, / mi primer beso ha sido sobre tu calavera horadada por las balas". La experiencia de la exhumación de ese cuerpo enlaza el pasado y el presente para conjurar la ausencia y el dolor. De ahí la terca necesidad de recordar, de imaginar una y otra vez ese momento y también las consecuencias para la familia. El escarnio de la incautación de bienes. La humillación, el arrinconamiento, el estigma social. El abandono, el hambre, la pobreza, el desprecio. Pero también regresa la luz a cada instante, sea desde esas sábanas y camisas que manipula la madre lavandera, sea desde la dulzura que el mielero trae cada mes en sus tinajas.

Entre Pasolini y Lucía Lijtmaer

Entre Pasolini y Lucía Lijtmaer

La confluencia de otros personajes termina de perfilar este relato con su galería de presencias. Ahí están la gata Catalina y la perra Toska, y también la abuela Elena o el tío Clemente, capitán del ejército republicano, muerto de tuberculosis en el penal de Burgos. O el padre que salta por una ventana para huir de los camisas azules. Y las monjas y curas que solo velan por los hijos de los ricos. Y siempre el abuelo Balbino, una figura recurrente que se desdobla y multiplica como un eco a través de todo el libro, en el que también asistimos a otros episodios sobrecogedores. Como el bombardeo de Gernika en la primavera de 1937, visto desde un tren que atraviesa ese paisaje dantesco. O la irrupción del ejército nazi en San Sebastián en 1940: "Como colaboradores de Franco, oficiales y agentes de la Gestapo se movían a sus anchas, y la esvástica colgaba de las instituciones para recibirles con todos los honores".

Tos de perro —con sus "cuarenta y seis ráfagas de recuerdos"— es un relato inclasificable que se mueve en zigzag entre la poesía, la novela y la crónica, y que nos ofrece momentos de la guerra y la posguerra entrevistos en los fragmentos de un espejo roto. Roto por esa bala entre los ojos que perfora todas las páginas del libro como un proyectil invisible cuya detonación no deja de retumbar. Y que la narradora transmuta en esa voz del abuelo que sigue hablando todavía, como una afirmación de la vida y de la imaginación con su poder para transformar las cosas, aquí desde la mirada de una niña flaca con tos de perro y una fantasía desbordada. Con esa alegría que es como un exorcismo, como lo son estas páginas que articulan una personal elegía por el abuelo asesinado. Por su "árbol de huesos sosteniendo el alba".

* Selena Millares es escritora. Autora de las novelas 'El faro y la noche' y 'La isla del fin del mundo'.  

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