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'Los Nadies de la Guerra de España'

Francisco J. Leira Castiñeira

Los Nadies de la Guerra de España es la última obra de Francisco J. Leira Castiñeira, que aporta luz al grave conflicto político, social y moral que fue la Guerra Civil española. Con historias de personas, de "Nadies" que constituyen un magnífico ejemplo de cuál es el verdadero camino de la reconciliación: fomentando espacios públicos y privados capaces de asumir y proteger una memoria de lo sucedido tan compleja como desdichada. infoLibre publica un extracto de este libro, perteneciente al capítulo final: De las Españas memoriosas y desmemoriadas. Editada por Akal, la obra llegó a las librerías el 9 de noviembre.

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El título hace referencia al conocido cuento de Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», publicado en 1944 en el libro Ficciones. A pesar de las múltiples interpretaciones que se realizaron del texto del ecléctico escritor bonaerense, en ningún caso lo concibió para explicar el desarrollo de las «políticas de la memoria» de España desde la Guerra Civil. En el cuento, el protagonista, un uruguayo llamado Ireneo Funes, tenía la capacidad de recordar absolutamente todo lo que le ocurría o le decían. Es una enfermedad llamada hipermnesia o “síndrome del sabio”. Sin embargo, al contrario de ser algo positivo, suponía un problema ya que, como él decía: “Mi memoria es como vaciadero de basuras”. La capacidad de recordar todo provocó que Funes, no tuviera capacidad crítica de lo que conocía y, sin ella, carecía de pensamiento.

Algo similar sucedió en España desde que terminó la Guerra Civil española. No estoy abogando por olvidar, muy al contrario: defiendo que es necesario recordar, pero siempre con capacidad crítica y desde espacios de debate, para que tengamos, como sociedad, un conocimiento formado de lo que supuso nuestro pasado reciente.

De modo muy esquemático lo que se ha impuesto, forzosa o banalmente, fue lo siguiente. Tras el Parte de la Victoria del 1 de abril de 1939, el franquismo se quiso legitimar a través de la “reconquista” militar y social frente a su enemigo “el comunismo internacionalista”. Se impuso una “memoria” partidista, guerracivilista y violenta, en la que se utilizaron a los muertos en combate, tanto los grandes generales como soldados anónimos –que en su mayoría (80%) fueron forzosos– para recordar constantemente cada “gesta” que habían conseguido a lo largo de los tres años que duró el conflicto. Se erigieron cruces, al estilo de la que hay en Cuelgamuros, por toda la península. Fue el símbolo por antonomasia para recordar la contienda, base en la que se asentaba el “Nuevo Estado”.

Cada ciudad tenía sus propios “mártires de la cruzada” cuyos nombres aparecían en vítores en Iglesias u otros lugares públicos. A pesar del cambio de política del régimen, que en términos políticos y económicos llamaron “Desarrollismo”, la violencia, la victoria militar y los mártires, siguieron estando presentes en el discurso oficial. Podemos denominar al franquismo como una “España memoriosa” desde una perspectiva propagandística, partidista y que, además, buscaba ensañarse con el vencido. Como es obvio, esta “España memoriosa”, no conocía su pasado sangriento, sus consecuencias, a pesar de que el régimen se encargó de tenerlo presente a lo largo de sus 40 años de existencia.

Con la llegada de la democracia se silenció desde los estamentos oficiales el pasado, y aunque, como bien dijo Santos Juliá, el recuerdo de la guerra estuvo presente, no fue determinante en el debate político de aquel momento, del mismo modo que no lo fue en el plano social ni historiográfico. Esta “España desmemoriosa” de manera obligada comportó las mismas consecuencias, o incluso peores, que la de su predecesora. No se estableció un espacio de debate, por lo que el recuerdo de la Guerra Civil y el franquismo no pudo evolucionar y prevaleció el procedente de la propaganda franquista –principalmente– y, en algunos sectores, la que generó la oposición antifranquista liderada por el PCE.

Esta realidad no se vio modificada hasta el cambio de milenio, con la llegada de las asociaciones memorialísticas que buscaban dignificar y “recuperar la memoria” de las víctimas. No fructificó en una medida legislativa hasta el 2007, con la conocida Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura, o más conocida como Ley de Memoria Histórica. Comenzaron a ponerse las bases de algo necesario en este país, conocer críticamente aquel “pasado incómodo” o “sucio”, como lo denominó Álvarez Junco. En 2022, se aprobó la Ley de Memoria Democrática, en la que se reconocen a todas las víctimas y se anulan los juicios franquistas. Asimismo, de la mano de muchas asociaciones y proyectos universitario, comenzó un ingente y necesario trabajo por abrir las fosas, conocer la identidad de tantas personas muertas en las cunetas y darles sepultura digna. Sin embargo, entre medias comenzó a surgir, al calor de la ley de 2007 otra “España memoriosa”, que buscaba desesperadamente reconocer todo aquello que fuera perseguido por el franquismo. Es un proceso que continúa y que debe seguir su camino.

Como Estado, el Parlamento debería condenar la violencia represiva que se desarrolló no solo durante el franquismo, sino también después. Pero, no podemos caer en el error de padecer la enfermedad que afectaba al protagonista del cuento de Borges. No se debe recordar por recordar, sino generar conocimiento con base en ese recuerdo. Este solo se puede hacer en un marco de debate amplio, en el que participe la sociedad civil, los académicos de diversas disciplinas y las instituciones en la que todos los partidos políticos condenen la violencia represiva y la dictadura franquista (esta condena, todo sea dicho, debería ser una condición sine qua non para que un partido fuera legal). Por eso, desde diversas perspectivas, se tiene que construir esa Historia Pública, como defiende Antonio Cazorla, en la que participen y se dé voz a quienes no la tuvieron, a quienes le quitaron ese derecho, a esos «Nadies, que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local».

Solo a través del debate, podremos trascender el ser memoriosos o desmemoriados, para generar un conocimiento cívico y social de lo que supuso el pasado sangriento. Así, seremos una sociedad más democrática, dignificaremos a las víctimas y el pasado dejará de ser «incómodo» para ser Historia Pública. Porque si no, ¿qué sentido tienen los llamados «lugares de memoria»? ¿Para qué le dedicamos una plaza a Manuel Azaña? ¿Por qué retiramos una estatua de Franco? ¿Por qué los expertos no se ponen de acuerdo sobre qué hacer con el Valle de los Caídos? ¿Por qué es necesaria una legislación sobre el pasado? ¿Por qué se ha tardado tanto tiempo en aprobarse? En España, como ha remarcado Antonio Cazorla, “existen numerosos lugares sin memoria ni historia, y mucha memoria sin lugares”. ¿Cuántos viajeros del antiguo aeropuerto de Santiago saben que fue construido con mano de obra esclava durante el franquismo? ¿Cuántos alumnos de instituto conocen los campos de batalla de la Guerra Civil? ¿Los de fusilamiento? ¿Las cárceles? ¿Los campos de concentración? Lo peor es que esa generación ha muerto silenciada y olvidada social e institucionalmente.

'Antes del olvido'

'Antes del olvido'

Sin ellos, la labor la debemos realizar quienes nos dedicamos a rescatar estos episodios para el presente. Las asociaciones y el Estado, para dignificar aquel pasado. Los historiadores, desde el rigor y el debate. Por eso, reivindico algo más profundo que crear lugares de memoria o resignificarlo: hay que dotar de sentido a las historias personales, que son colectivas, que existen en todas las familias y que servirían para generar una conciencia sobre el imperativo categórico que nos exige el golpe de Estado, la guerra, la represión y el franquismo. Desde la diversidad cultural, social, de clase, de género, territorial e ideológica, debemos construir un mapa que pueda servirnos para que nuestro paisaje urbano adquiera sentido. Para que aquellas tapias de los cementerios con agujeros de bala o mal pintados que esconden un crimen adquieran sentido. Para que esas fotos de nuestros antepasados vestidos de militar, aquellas mujeres de luto, aquella delgadez y vejez que aparentaban nuestros antepasados cuando apenas tenían treinta y pocos años tengan significado. Pero solo puede haber una pulsión que nos una, la democrática, y esa se basa en el rechazo de todo totalitarismo y de todo tipo de dictadura.

La ley de 2022 tiene que venir aparejada con la apertura de los archivos para evitar así la impunidad. No puede ser que ochenta años después sigan fondos documentales clasificados como secretos. La historia no afecta a las relaciones internacionales, si realmente hubo buenas relaciones internacionales. Ningún Estado democrático debe esconder algo, si no, pierde cualquier calificativo sobre el mismo. Por otro, hay que llevar a las escuelas la historia reciente, pero no solo la política, sino la social, con la que se puedan identificar, para que en un futuro desempolven esa caja que tienen guardada en el trastero y empiecen a bucear en lo que hicieron sus antepasados, sin miedo, sin edulcorar nada, y crecer.

No podemos permitir que la Historia siga de la mano de la propaganda, debemos emanciparnos. Lamentablemente, la dicotomía que algunos pretenden imponer en la actualidad la justifican con un pasado remoto en el que un golpe de Estado terminó en guerra. Ya las distancias son enormes para seguir pensando que existen dos Españas condenadas a enfrentarse, por eso, son ellos los más interesados en que la Historia no se complejice y sigan repitiéndose los mismos mantras que hace décadas. No voy a negar que, en momentos puntuales, puede ser beneficioso no acercarse con ojos excesivamente críticos al pasado, pero tampoco se puede hacer como si no hubiera existido. Quizá 1978 no fuera el momento de abrir la caja de Pandora, pero se ha convertido en algo urgente con el paso de las décadas para convertirnos en una sociedad puramente democrática.

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