El accidentado viaje a Las Negras en el que estrenamos el coche pero nada salió como esperábamos

Playa de Las Negras.

José Antonio Cegarra Sánchez

A principios de aquel mes de agosto me había comprado un coche nuevo. Y tenía entendido que los coches nuevos necesitaban “hacer rodaje”: los primeros cinco mil kilómetros sin rebasar los cien por hora. Elegí un lugar no muy alejado de nuestra casa (en Los Nietos, Cartagena), dejamos a los niños con su abuela y el día quince de ese mes, cuando hay fiestas del pueblo hasta en los pueblos que presumen de no tener fiestas, nos lanzamos a hacer el rodaje del R19 rumbo a Las Negras, la playa de moda de la que todo el mundo hablaba, donde el Mediterráneo acariciaba los cuerpos y los preparaba para una ceremonia de lujuria placentera. Dos jóvenes alborozados conduciendo un Renault nuevo de trinca. Lo máximo.

Aún no existía autovía por la costa, la circulación discurría por Mazarrón, Águilas, Garrucha, Carboneras, a través de una carretera llena de baches, poco señalizada y cargada de tráfico en esa fecha. Tanto que circulamos largo rato detrás de una de esas caravanas que ocupan todo el carril, con cortinillas al viento en las ventanas, tirada por un Simca 1200 que resoplaba por aquellas cuestas. Fue entre Águilas y Garrucha. Pensé que si no adelantaba llegaríamos a la hora de cenar, así que me salí hacia el otro carril y para no estampar mi nuevo coche contra el que venía de frente, lo restregué contra la caravana realizándole un corte limpio en todo el costado (nunca me supieron decir en el taller con qué parte de mi Renault rajé la chapa), pero al menos salvamos el pellejo por centímetros. Mal comienzo.

Como el coche andaba, decidimos seguir. Paramos a comer en un lugar donde no pedí la tarjeta después de pagar la cuenta. Debía tener cerca algún vertedero porque las moscas oscurecían las paredes del comedor. Nos sirvieron pescado frito y una ensalada donde advertí algo negro que no era ni lechuga, ni tomate ni pepino. Cuando llamé al camarero que atendía el comedor y le señalé la mosca dentro de la fuente, mostró su extrañeza diciéndonos que la fuente había llegado a la mesa sin huésped. Yo estaba aún bajo el efecto del shock de una hora antes, y una fuerza interior me llevó a preguntarle entre furioso y burlón por la propiedad de aquel enjambre negro que se movía sobre nuestras cabezas. Me miró extrañado y no supo qué contestar. Lo hice yo, aclarándole que no habían venido con nosotros. Lo más raro de aquel restaurante de carretera, es que la gente comía y charlaba sin reparos, teniendo aquella nube negra y espesa sobrevolando encima de sus platos.

Por fin llegamos a Las Negras con el susto en el cuerpo por lo que pudo haber sido y no fue. Esa tarde, las olas llegaban violentas hasta la orilla llena de cantos limpios y redondos. Luego, aquellas piedras bajaban veloces hacia el mar golpeando los tobillos y, fue entonces cuando comprendimos cómo eran las caricias del Mediterráneo en los cuerpos. Apenas nos bañamos. Recuerdo que mirábamos hacia el horizonte ensimismados sentados sobre aquel montón de piedras y con los pies en remojo. Yo me preguntaba por qué se llamaría aquel paraje Las Negras. Decidimos pasar la noche en San José, un pueblo del que también habíamos oído hablar maravillas. Pero ese día de agosto, el de la Virgen, San José estaba de fiesta. Habían vuelto a casa todos los de allí y habían llegado muchos de fuera, ocupando por completo los pocos alojamientos disponibles. Seguíamos en racha.

"¿Dónde nos hemos metido? ¡Todo el mundo va desnudo!"

"¿Dónde nos hemos metido? ¡Todo el mundo va desnudo!"

En uno de esos arrebatos juveniles, subimos al coche y dijimos, “nos vamos”. Pero en el fondo teníamos ganas de descubrir algo nuevo. No todo iba a ser malo. Estábamos aún afectados por el accidente, así que decidimos dormir y recuperarnos. Lo hicimos en la Venta del Pobre. Un lugar en mitad de la carretera de Almería, con una estación de servicio, un restaurante y una pensión donde dormían los camioneros. Fumamos mucho esa noche. El ruido del tráfico se colaba por las ventanas abiertas y si las cerrábamos nos asábamos de calor. El lugar hacía honor a su nombre. Del aire acondicionado, ni rastro. Aún mantengo el recuerdo vivo pues aunque dejé de fumar hace años, el cenicero con el nombre grabado que me traje para no olvidar el episodio, lo encuentro cada vez que hago alguna de mis mudanzas. Y no se rompe. Resiste.

Aún nos quedaba el día dieciséis. El de la vuelta. Para resarcirnos, teníamos que comer y olvidar, como si nada de lo anterior hubiese existido. No había entonces posibilidad de hacer búsquedas de restaurantes a través de las redes. Nos guiábamos por la intuición y la pinta del lugar. Volvimos por la costa, nos acercamos de nuevo hasta Las Negras y seguimos en dirección a Vera hasta encontrar ese lugar que nos estaba esperando. Por fin un buen arroz y pescado o unas almejas al ajillo. Nada de eso. Estupefactos escuchamos decir a la camarera que solo tenían sopa de ave y huevos fritos con patatas. ¡El dieciséis de agosto y junto a la playa! Parecía increíble. Nos explicó que el día anterior la gente había arrasado con el pescado y el marisco de la zona. Nos dimos por vencidos.

He seguido escuchando maravillas de Las Negras, de San José, de Cabo de Gata. Pero pasa el tiempo y sigo ahí, clavado en el “no vuelvo”. El miedo a equivocarme es superior al deseo de encontrar algo nuevo.

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