El remake de ‘Nosferatu’: un juguete bonito y lujoso

Lily Rose Depp en 'Nosferatu'.

En Europa, los derechos de Drácula no pasaron a dominio público hasta entrados los años 60, pero por esta misma época una adaptación no oficial de la novela de Bram Stoker ya era un clásico de culto. Florence Balcombe, viuda del novelista, había hecho todo lo posible para sacar de la circulación Nosferatu por incumplimiento de derechos de autor y aunque lograra hundir en la bancarrota a la productora responsable no pudo evitar que el film de F.W. Murnau fuera reclamado por la Historia del Cine. Werner Herzog cree que es la mejor película jamás producida en Alemania. Tal es su pasión por ella que, aunque este cineasta de Múnich tuviera la posibilidad de adaptar él mismo Drácula en 1979, quiso dirigir en vez de eso un remake de la propia Nosferatu.

La gran diferencia del Nosferatu de Herzog frente al de Murnau estribaba, entonces, en que el director de Fitzcarraldo ahora podía recurrir a los nombres originales del libro: Thomas Hutter recuperaría el nombre de Jonathan Harker, Ellen el de Mina, Orlok volvería a ser Drácula, etcétera. Más allá de eso, el remake ilustraba una peculiar confluencia cultural que Herzog respaldaba con su amor por el gran clásico del expresionismo alemán: en lo que respecta al cine, Drácula y Nosferatu están enzarzados en una danza simbiótica. No hablamos tanto de la potencia iconográfica de una adaptación –el maquillaje de Max Schreck como Orlok ha sido influyente, claro, pero no precisamente para vampiros ulteriores del cine–, como del modo en que una obra llega a resultar tan fundacional para su medio que desdibuja la misma noción de la fuente original.

El Nosferatu de Herzog es una buena herramienta para medirlo como también lo es La sombra del vampiro, un film posterior del año 2000. Producida por un reconocido obseso del vampirismo como es Nicolas Cage, La sombra del vampiro reimaginaba el rodaje de Nosferatu como un pacto mefistofélico entre Murnau (John Malkovich) y un vampiro real que fingía ser un actor para fingir a su vez ser un vampiro, Schreck con los rasgos de Willem Dafoe. Con ecos al Arrebato de Iván Zulueta, La sombra del vampiro identificaba como una misma pulsión la sed de sangre y la sed de hacer cine, confundiéndolas dentro de unos hechos reales que habían sido totalmente claves para impulsar esa disciplina artística e, incluso, para prefigurar una época histórica.

A la hora de abordar el Nosferatu de Robert Eggers, por tanto, sus directas condiciones de producción no son realmente significativas. Sin duda tiene su gracia que la produzca Focus Features con el amparo de Universal –major que siempre ha trabajado con Drácula y que permitió al citado Cage ser Drácula hace poco, en aquella Renfield coprotagonizada por un Nicholas Hoult presente a su vez en Nosferatu–. También es curioso que la mitomanía de Robert Eggers haya llevado a repetir los nombres fanfic de Murnau, pero hay otras fuerzas en juego. La nueva Nosferatu llega casi un siglo exacto después de la primera Nosferatu. Con lo que, lo desee o no, ha de responder ante todo un siglo de cine y de historia humana, y ofrecer una imagen propia de estos nuevos años 20.

Ciñéndonos al cine, la cercanía de Nosferatu con la Megalópolis de Coppola y el Napoleón de Ridley Scott nos habla de un cuestionamiento (voluntario o instintivo) en la evolución de ciertas convenciones estéticas a partir de los años 20: la década más revolucionaria del arte cinematográfico. Scott rechazó la épica del Napoleón de Abel Gance mientras Coppola reutilizó su Polyvision para proponer una línea temporal alternativa en la historia del cine, comunicada directamente con el futuro. Eggers no ha sido tan audaz por su parte, pues su temperamento creativo es opuesto al de ambos veteranos cineastas y lo viene demostrando desde La bruja. Eggers piensa como un historiador meticuloso o, mejor dicho, como el comisario de una instalación de museo.

Este pensamiento conduce simultáneamente a cada una de las virtudes y los defectos de su Nosferatu. Eggers se ha empollado todo lo escrito sobre el Nosferatu de Murnau y su peculiar coyuntura histórica, atendiendo al trauma que subyacía en aquella plaga de ratas con respecto a la gripe española de 1918 y a la profecía de barbarie que lanzaba hacia la conjura de los fascismos. Sobre todo ha identificado como centro del artefacto el derrumbe de los sueños de la Modernidad y la razón contra una primitiva monstruosidad –“Soy apetito”, se presenta el Conde Orlok–, y ha plegado su revisión de Stoker y Murnau a dichas coordenadas. Logrando, sí, una resonancia en nuestro presente, aunque a decir verdad lo tenía bastante fácil para ello.

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La amenaza del fascismo como exaltación de un compartido apetito egoísta convive hoy con el trauma del covid-19, así que el film no se resiste a mentar “confinamientos” ni a presentarnos ciudades tan vacías como próximas a estallidos de violencia. Nosferatu refuerza así la sensación de que los años 20 del siglo XX se están repitiendo en los del siglo XXI, solo que Eggers no se relaciona con esto desde el miedo sino desde el juego estético. Como no podía ser de otra forma, su Nosferatu es un lujo para los sentidos: una fotografía exquisita, una gran música, un diseño de producción que barroquiza las imágenes de Murnau –con un interesantísimo empleo del plano secuencia para darle tridimensionalidad a los teatrales tiros de cámara del cine mudo–, y en definitiva un rigor visual que asienta a su Nosferatu en la etiqueta de… ¿blockbuster de prestigio?

Si tuviéramos que vincular a Nosferatu con alguna producción del Hollywood reciente no sería con Megalópolis y Napoleón, sino con el díptico Dune de Denis Villeneuve. Las interpretaciones sumamente teatrales que ha convocado –de estupendos resultados en el caso de Lily-Rose Depp y de un reaparecido Dafoe como Van Helsing tras el Schreck de La sombra del vampiro– respaldan esta afirmación, pues junto al deslumbrante envoltorio ubican a Nosferatu en un espacio de suspensión temporal e ideológica. Lo que ocurre, vaya, es que esta obra se siente cómoda en la contemplación distante. Hay un entusiasmo recorriéndola, pero un entusiasmo que solo mira a la obra previa en lugar de a las energías que reverberaban sobre dicha obra.

La figura de comisario de museo que asociábamos a Eggers también nos vale para Villeneuve inflando una novela del scifi contracultural con el objetivo de devolverle credibilidad a la superproducción hollywoodiense. Y nos habla, en resumen, de cineastas impotentes ante el devenir histórico, que han convertido el estudio del pasado en algo parecido a una religión. En el caso de Nosferatu no tiene por qué ser algo malo, y no solo porque sea desde luego una ficción potente y satisfactoria: si Nosferatu hubiera vuelto a ser análogamente revulsiva y aterradora, significaría que desde luego la historia se va a repetir. Que estos años 20 son, realmente, los nuevos años 20. Como este Nosferatu carece de la fuerza vampírica del primer Nosferatu, igual es que todavía queda esperanza de que nos libremos de una III Guerra Mundial después de todo.

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