Mi círculo más cercano sabe que no me gusta el pescado. Así, en genérico, tomado el pescado como un todo monolítico. En parte por ser trabajoso para comerlo, desligando la resistente piel que se adhiere a su carne o vigilando con ojos, dientes y lengua la traicionera espina que se camufla en las mollas. Pero ese mismo círculo sabe, cuando entramos en detalle, que me encantan los boquerones, que también son marinos.
Sea la amnistía el pescado. Por consiguiente (latiguillo redivivo por Puente), así, en grueso, no me gusta. Es mucha la piel a rascar y son muchas las espinas a descubrir y desechar. No me gusta que alguien que está procesado y fugado por la Justicia española vuelva a este país llamado España como si nada hubiera pasado, como si los delitos que cometió violando la Constitución en aquel octubre de 2017 quedara como la travesura de un chiquillo inconsciente. No. No me gusta nada. Prefiero que se le juzgue y, en caso de ser condenado, cumpla la sentencia que se le impusiera, como ya lo hicieron otros dirigentes independentistas, más dignos, a mi modo de ver, asumiendo las consecuencias de sus actos aunque ello les llevara al ingreso en prisión.
También nos han quedado claras las profundas convicciones democráticas del aspirante, incluyendo en ellas la potestad de ser él quien elija a la persona de los grupos antagónicos para contestar a su perorata
Pero la amnistía no es Puigdemont, como parece que se quiere transmitir a la opinión pública por dirigentes y prensa conservadora (y muy conservadora). La amnistía afectaría a miles de ciudadanos, como tú (amable lector) o como yo, anónimos boquerones que nadaban, aunque fuera conscientemente, en la marabunta del independentismo: funcionarios, profesores, trabajadores, estudiantes... y policías nacionales, que han visto cercenadas (o pueden serlo) sus cotidianas vidas como consecuencia de los actos que en su momento protagonizaron.
Cambiemos de carta. A lo que me gusta: la carne. No hay nada que elegir. Si acaso un suflé de constitucionalismo penal envuelto en banderas rojigualdas, aguiluchos incluidos, en salsa de sopa de letras españolas y muy españolas, y cubierto por las manifestaciones de algunos insignes representantes de la Judicatura. Manda carallo, que podría decir Feijóo (aunque no, que es muy educado y moderado), que el Presidente en funciones del CGPJ indique sobre qué sí o sobre qué no puede legislar el Poder Legislativo, o, incluso, cuestione la legitimidad del Tribunal Constitucional para tomar determinadas decisiones. Esto es, sin duda, la mejor y mayor expresión de la separación de poderes del Estado, de que los jueces no tienen ideología, y de que su independencia es mayor según se acerquen sus convicciones a los ideales de la coalición de facto VOX-PP.
El reciente debate en la Sesión de Investidura/moción de censura/mitin preelectoral nos dejó algunas cosas claras.
En primer lugar, unas nuevas acepciones que recogerá en breve la RAE:
-Respeto institucional: Pateo acompasado de sus señorías de la derecha o el “hit parade” “Cobarde”, entonado por el Orfeón Patriota.
-Soberbia: No aplaudir todas y cada una de las palabras que el presunto candidato arrojaba desde la tribuna.
-Humildad: Dícese de cuando todos los que no son los míos están equivocados, dándome derecho a decidir cómo han de ser los demás, aunque sean más viejos y, aunque solo sea por eso, más sabios. Sirva de ejemplo cómo ha de pensar, votar u organizarse el PNV, con 128 años de historia democrática.
-Coherencia: 1. Apelar a la revuelta de los otros, en base a la conveniencia particular, siendo una expresión manifiesta de ello que los socialistas hagan vicepresidente del gobierno al “progresista” Abascal. 2. Exhibir y vanagloriarse de los pactos del 78, tomando como ejemplo el abrazo entre Fraga y Carrillo, para, al minuto siguiente, mofarse del PCE y renegar del fundador de su partido bajo la frase de que “ese era otro partido”.
-Verdad: Todo lo que yo digo, sea o no cierto.
Y en segundo lugar, también nos han quedado claras las profundas convicciones democráticas del aspirante, incluyendo en ellas la potestad de ser él quien elija a la persona de los grupos antagónicos para contestar a su perorata: repetido hasta el infinito lo de los 11 millones de votos (todos juntos y revueltos), se olvida y se desprecia al resto, pese a ser más. Los valores que defiende el hasta ahora (y ya veremos) jefe de la oposición, han de ser compartidos, cumplidos y santificados por toda la población, so pena de ser susceptibles de ser encausados, juzgados y condenados en base al nuevo delito de “deslealtad constitucional”.
Si eso ocurriera, esperaré a que vuelva a gobernar el sentido común, y que promulgue una ley de amnistía que exonere de sus delitos a este insignificante boquerón.
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Javier Fernández es socio de infoLibre.
Mi círculo más cercano sabe que no me gusta el pescado. Así, en genérico, tomado el pescado como un todo monolítico. En parte por ser trabajoso para comerlo, desligando la resistente piel que se adhiere a su carne o vigilando con ojos, dientes y lengua la traicionera espina que se camufla en las mollas. Pero ese mismo círculo sabe, cuando entramos en detalle, que me encantan los boquerones, que también son marinos.