Librepensadores
En la muerte de dios
Llevo dos días, como todo mortal, soportando con estoica paciencia —otra cosa más, ¡como si no tuviéramos los mortales bastante con el covid!—, las mil y una repeticiones del gol de Maradona a los ingleses o el que metió con la mano y que fue calificado como "la mano de Dios" o los que marcó con el Barça y, con tristeza, pude recordar la entrada criminal de Goicoechea, que tuvo al entonces proyecto de Dios en el dique seco por una larga temporada...
Veo las rabiosas e hiperbólicas colas que hacen sus tifosi argentinos y napolitanostifosi ante su féretro, con amenazas de graves altercados de orden público, y hasta veo a gente avanzar de rodillas acercarse a la capilla ardiente.
Incluso el miércoles, ¿qué medio aficionado al fútbol no se conmovió en ese minuto de silencio en San Siro? Un silencio más silencioso que nunca, que podría valer perfectamente por el minuto más denso de la historia y que muy bien podría simbolizar el silencio de todos los que aún vivimos por todos los muertos que ha dejado la pandemia en todo el mundo.
Sí, ha muerto Dios, pero un Dios terreno y humanizado, que alcanzó la gloria y la tocó, según sus propias palabras, viniendo de los estratos más bajos de la sociedad y mandó sobre todas las cosas y aun así no se lo creyó nunca porque llevaba tras de sí, debajo de la camiseta, el único partido que no pudo ganar: a la droga —dijo más de una vez— no se le gana nunca.
Bien sabe Dios (pero el otro) la cantidad de parásitos que hubo de soportar en vida y que vinieron a él como moscas a un panal de rica miel, y que fueron quienes seguro que le adularon y envanecieron hasta el punto de drogarle de por vida, como si la droga de la pelota no le bastara ya para dominar al mundo.
Maradona tenía la madera de los genios porque en esa polarización de su persona carecía de poder administrativo y funcionarial, del sentido común necesario para autogestionarse; y es que Dios es más simple y vulgar de lo que creemos. Somos nosotros quienes le atribuimos dones sobrenaturales pues no nos es suficiente con tenerlo en el Olimpo mitológico, sino que tenemos que crearnos una religión sectaria con adeptos irracionales tal y como le ha sucedido a Maradona: existe (y ha sido la noticia relacionada con él que más me ha sorprendido) una secta religiosa que cuenta con unos 70.000 miembros y que entre sus histriónicos dogmas de comportamiento figura el que todos sus hijos deben llamarse Diego y si son niñas ponerle bien Mara o bien Dona...
Detalle del que ni siquiera el otro Dios puede alardear ya que carece de apellido y el diptongo es inseparable. Lo único que me falta para rizar el rizo de la historia es que el Papa Francisco, argentino, populista y peronista como él, proponga en cualquier momento de debilidad y nostalgia patrióticas su canonización y entronización a los altares.Porque milagros ¡vaya si ha hecho y hará San Diego Maradona!
Francisco Javier Herrera Navarro es socio de infoLibre