Paul Auster ya reside en el país de las últimas cosas. Donde la soledad no precisa invenciones porque es auténtica. “Una vez que te mueres, estás muerto para toda la eternidad”. Frase terminante, definitiva, de su último personaje, Baumgartner, alumbrado como espejo parcial de su creador. Su despedida como había augurado hace apenas cinco meses: “siento que mi salud es tan precaria que esto podría ser lo último que escriba”. Su capítulo final.
4 3 2 1, la cuenta atrás donde la casualidad, la huella austeriana permanente, deslinda la vida y el no ser. La muerte de su amigo Archie Ferguson a los catorce años, atravesado por un rayo. Paul, al lado, salió indemne pero quedó marcado por el azar. Y lo convirtió en literatura. La música del azar. La otra marcha a “la nada de la ausencia” que le marcó fue la de su padre, a los sesenta y seis años. Las muertes de su vida. En Retrato de un hombre invisible cuenta el fallecimiento de su progenitor. Distantes y, sin embargo, un sello narrativo de Auster, la búsqueda de la identidad. Una constante: lo contingente y el origen, las dos variables de este escritor que, en Los lobos de Stanislav, peregrinó a la memoria de su apellido en Ucrania. Como si hubiera penetrado en la oscuridad. El muro perplejo contra el que casi estalló en añicos. Semejante a cuando supo que su abuela paterna había matado a su abuelo de un balazo. Relata el estupor ocasionado en Un país bañado en sangre, un manifiesto antibelicista contra la posesa posesión de armas en Estados Unidos. Una conciencia ética expresada desde su oposición a la implicación de su país en la guerra de Vietnam. Y en la de Irak: Un hombre en la oscuridad. Activista desde la cultura.
Trilogía de Nueva York (Ciudad de Cristal –diecisiete veces le negaron su publicación–, Fantasmas, y La habitación cerrada) delimitó su paisaje. Brooklyn, donde se instaló hace cinco décadas con Siri Hustvedt, su segunda esposa, el centro de su doble universo: el de caminar y el de la imaginación. El real Brooklyn, para Auster, como los ficticios Macondo, de García Márquez, o Celama, de Luis Mateo Díez, o Santa María, de Onetti. Paul, nacido en Newark, Nueva Jersey, setenta y siete años atrás, renunció a ese escenario. Ya paseaban sus calles los personajes de Philip Roth.
Heredero de los grandes escritores de su país, como Faulkner o Steinbeck, las estructuras europeas sustentan la escritura de Auster
El palacio de la Luna o Leviatán. Una manera de contar. No acostumbra a pergeñar arquitecturas donde las losas cuadren perfectas. Parecen más madejas, un hilo continuo, en ocasiones anudado, que nos lleva a núcleos sorprendentes. Sin golpes de efecto ni impactos sobrecogedores, sí de color mutante. Heredero de los grandes escritores de su país, como Faulkner o Steinbeck, las estructuras europeas sustentan la escritura de Auster. La impronta de sus andanzas en Francia. El absurdo y lo veraz, intercambiables en unos argumentos preñados de sí mismo. La noche del oráculo, Sunset Park, Diario de invierno y el oficio de escritor. El yo y su alter ego.
Viajes por el scriptorium. El proceso de creación mediante un trasunto suyo. La metaliteratura y su significado. Fascinado por el deporte, recibió el premio Príncipe de Asturias (hoy Princesa) el mismo año que la selección española de baloncesto, en 2006. Pau Gasol, Juan Carlos Navarro, Rudy Fernández…, artistas colectivos, escucharon, ceremoniosos, los pasos y las fintas para urdir una novela. El ser solitario, “una forma rara de vivir, encerrado en una habitación, hora tras hora…”. Su puerta de atrás, la utilidad de lo inútil. Auster parafraseó a Nuccio Ordine y Abraham Flexner. Primero, el asombro por la autocanasta: “un libro nunca ha alimentado a un niño hambriento, un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima, un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra”. El contrapunto a los noes a su destino: “el valor del arte reside en su misma inutilidad”, la diferencia con los demás supervivientes al diluvio.
Experimentos con la verdad. Convenció a sus hijos Daniel, ya fallecido, y Sophie, cantante y actriz, de cómo su destino emergió, otra vez, de lo casual. A los ocho años, una carencia lo convirtió en escritor. Seguidor de los Giants de Nueva York, acudió por primera vez a ver un partido de este equipo de béisbol. Después del partido, pidió un autógrafo a su jugador favorito, Willie Mays. Nunca lo consiguió: ni el niño Paul ni sus padres tenían un lápiz para obtener la firma del ídolo. Desde entonces, comenzó a imaginar historias y siempre ha llevado una pluma o un bolígrafo.
El libro de las ilusiones y su pasión por el cine. Guionista y director. Sus textos fueron movimiento en Lulu on the Bridge y Smoke. En esta película evidenció su dependencia por las volutas del tabaco. Un tema medular en Brooklyn Follies: su protagonista sufre cáncer de pulmón. Cancerland, lo denominó Hustvedt. Augurio o camino, más inconsciente que voluntario, hacia la fatalidad.
Ver másPaul Auster sin final
Auster se ha elevado ya como “una mota de polvo cósmico”. Llama inmortal, brasa inextinguible en una treintena de obras. Nos propone una cita perenne con él: “la novela es el único lugar del mundo donde dos extraños (autor y lector) pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad”. Olympia, su máquina de escribir, no suena a historias, llora su orfandand en el país de las últimas palabras, el gran vacío.
_________________
Prudencio Medel es periodista.
Paul Auster ya reside en el país de las últimas cosas. Donde la soledad no precisa invenciones porque es auténtica. “Una vez que te mueres, estás muerto para toda la eternidad”. Frase terminante, definitiva, de su último personaje, Baumgartner, alumbrado como espejo parcial de su creador. Su despedida como había augurado hace apenas cinco meses: “siento que mi salud es tan precaria que esto podría ser lo último que escriba”. Su capítulo final.