Chavismo, exilio y literatura

Yolanda Pantin (1954) sigue viviendo en Venezuela. “No sé si es una opción política. Estoy aquí porque están mis padres ancianos, está mi hija con su esposo y mi nieta y porque no me imagino viviendo en ninguna otra parte que no sea en mi casa en Caracas”. Fedosy Santaella (1970) se fue a México hace poco más de un año. Irse o quedarse, dice, “no es un tema de mejores y peores, de cobardes y valientes, y más allá de ser un asunto político, quizás sea un asunto humano y de sobrevivencia. De inevitabilidades. La política, la mala política, la política del odio, eso sí, nos ha llevado a que muchos de los que se quedan vean con odio a los que se han ido, o que los que se han ido despotriquen y menosprecien a los que se han quedado”.

El resto de los escritores con los que he hablado llevan tiempo en España, no siempre por las mismas razones. Juan Carlos Chirinos (1967) llegó en 1997, mucho antes de que Hugo Chávez ganara elección alguna, gracias a un sistema de créditos estudiantiles que “formó a cientos de miles de venezolanos dentro y fuera del país” impulsado por Carlos Andrés Pérez, “el presidente contra quien Chávez se había alzado en armas en 1992”. También Lena Yau (1968) salió antes de la llegada de Chávez. Primero, a Estados Unidos, desde donde vio las elecciones que lo hicieron presidente; luego, a Madrid: “La situación se agudizó y el retorno dejó de ser una opción”. El régimen no hizo que dejara el país, pero sí le impidió plantearse regresar de forma permanente, “no se deja atrás toda una vida por capricho”.

 

La emigración de Doménico Chiappe (nacido en Perú en 1970 y criado en Venezuela a partir de 1974) “es fruto de un impulso personal, relacionado más con la literatura que con el escenario político. Cuando Chávez asumió el poder en Venezuela, trabajaba de periodista en El Nacional y unos meses después fundé TalCual con Teodoro Petkoff y otros periodistas”. Fueron dos años intensos que, deshaciendo sus planes, le retuvieron en Venezuela.

A veces, salir no está en los planes. Pero… Un día, Rodrigo Blanco (1981) echó cuentas: su sueldo de profesor universitario cada vez rendía menos, estaba muy desmotivado con el futuro del país… “La urgencia de irme aumentó cuando ya mi novela, The Night, tenía fecha de publicación para comienzos del año 2016 en España y Francia. Sabía que de seguir en Venezuela iba a ser muy difícil poder acompañar a mi libro”. Porque, a veces, los países te expulsan, o así lo siente Karina Sáenz Borgo (1982), “aunque no te metan en una cárcel, te encarcelan. Los espacios se cierran, se vuelven tóxicos”.

Todos son, resulta evidente, escritores opuestos al chavismo. Y eso ha significado, afirma Juan Carlos Méndez Guédez (1967), “que en los últimos años formemos parte de una invisible lista negra, por lo que jamás seremos nombrados o mencionados o señalados en ninguna actividad cultural de la que forme parte el gobierno. Una especie de muerte blanda, de foto borrada en la que simplemente no existimos”. Aunque hay grietas: en 2013, su novela Arena negra fue Libro del Año en Venezuela, “un premio otorgado por los libreros del país. No tiene ninguna relación con el régimen. En todo caso, jamás aceptaría un premio otorgado por la dictadura”. La vida de un escritor, sostiene, es algo muy simple: horas y horas imaginando historias sentando en una silla. “Quizá su único privilegio es decidir con quién te sientas a tomarte un café”.

La literatura como espejo

Vuelcan en su literatura su extrañamiento, su exilio. Les pregunto si leyendo poesía o ficción entenderemos lo que pasa… Tras advertir que las generalizaciones siempre son odiosas, Chirinos comenta que, entre lo mucho escrito sobre la situación actual, “como es de esperarse, hay mucho libro mediocre y sin vuelo; pero sin duda hay una buena cantidad de bibliografía, tanto en ficción como en ensayo, que ha dejado buena cuenta de lo que ha ocurrido, que nos habla claramente del país”. “No sé si la literatura recoge bien lo que ocurre ―dice Pantin, Premio Casa de América de Poesía 2017 con Lo que hace el tiempo―. Recoge lo que cada quien vive. Todo lo que se escribe, aún la nota más lírica, responde a lo que ha pasado y pasa en el país”.

En palabras de Santaella, autor de Los nombres y El dedo de David Lynch, en la producción de veteranos y noveles “se está recogiendo el espíritu oscuro de estos tiempos”. Lógico, apunta Yau: la literatura refleja la vida. “Muchos escritores son parte de la diáspora, otros permanecen en el país. Allí se hace un gran esfuerzo por editar libros, pero el número de publicaciones bajó de manera preocupante. No hay papel, no hay tinta, no hay poder adquisitivo. La erosión que ha causado el régimen está documentada en narrativa, poesía y ensayo. Todo ha sido escrito por autores residenciados dentro y fuera del país”.

Lo cual nos lleva a preguntarles si hay una literatura venezolana del exilio y otra del chavismo. “No creo”, responde Blanco. Hay, dice, autores venezolanos que han trabajado el problema del exilio y la migración; existe también la literatura de los que no se fueron de Venezuela; y los que narran y poetizan el proceso de haber permanecido atados al territorio y, al igual que los se fueron, no reconocen el entorno. “Es una división muy esquemática, pero ambas tienen como tronco común la experiencia traumática que han sido estos veinte años de chavismo”.

“Te confieso ―es Méndez Guédez― que me parece una tontería cuando algún crítico o periodista habla de que espera ‘la gran novela del chavismo’. Lo que debemos esperar son grandes novelas, sin esos apellidos banales o siniestros”. El caso es que la literatura venezolana de este momento es amplia y recorre desde los registros realistas que pueden hablar del momento presente hasta incursiones en lo fantástico que de algún modo nos hablan de las más profundas pesadillas humanas. “Es tan compleja como la realidad del país ―abunda Chiappe―. En ocasiones maravillosa, en otras imperfecta. Pero todo lo que se ha escrito tiene el valor del testimonio y la pluralidad”.

¿Dentro y fuera? Blanco es tajante: “De los escritores chavistas como tales, no hay nada. La mayoría se convirtieron en lo que en el fondo siempre fueron: funcionarios. Uno que otro llegó a publicar algún libro panfletario, pero nada, absolutamente nada, que valga la pena. Ni una página”. Y fuera, Sainz Borgo percibe “una literatura del desarraigo, de la expulsión, de la oscuridad, del arrancamiento, del dolor, del desconocimiento, del extrañamiento, de la pérdida…  Me gustaría pensar, quiero pensar, que nuestra literatura retrata nuestro exilio al mismo tiempo que lo trasciende”. El gran tema, sostiene, es la pérdida. Cierto, como señala Blanco, toda la literatura, desde Homero, es una forma de lidiar con la pérdida. Pero hay grados. “Tengo conciencia del tiempo histórico como acumulación de pérdidas”, afirma Yolanda Pantin.

En cualquier caso, cierra Chirinos, “llegará el tiempo en que los investigadores harán el recuento de la producción y poco a poco se irán decantando las obras verdaderamente valiosas y los autores oportunistas quedarán atrapados en el cedazo del pasado y las historias de la literatura”.

Leer para saber

Pido recomendaciones, tres a cada uno. Les parecen pocas.

Rodrigo Blanco se contiene, y sugiere un ensayo, Apaciguamiento, de Miguel Ángel Martínez Meucci, para comprender cómo funcionó desde el punto de vista político la máquina de destrucción que fue el chavismo, y Una tarde con campanas, de Méndez Guédez, “la mejor novela sobre la emigración venezolana en España”. También los testimonios publicados por el portal La vida de nos.

Chirinos aporta cinco títulos: País portátil, de Adriano González León; El complot, de Israel Centeno; Verdades, mentiras y silencios, de Silda Cordoliani; Los maletines, de Méndez Guédez, y Un hombre de aceite, de José Balza. Pantin se decanta por dos trabajos de Ana Teresa Torres, La herencia de la tribu y Diario en ruinas, y uno de Igor Barreto, El muro de Mandelstam.

Santaella enumera poemarios: Kerosén, de Valentina Fuentes, que “refleja lo que ha ocurrido en las calles de nuestro país con los jóvenes, con las protestas”; Los futuros náufragos, de Yéiber Román, donde “encontrará la angustia de un país entero”; Salmos de la penuria, de Samuel González, o Crónicas budistas de Blanca Strepponi. También “las novelas de Alberto Barrera Tyszka, Patria o muerte, y Rodrigo Blanco Calderón, The Night, que son los referentes de mayor visibilidad de esta literatura que ya comienza a asomarse y que gira en torno a los años del chavismo y del fatídico (des)gobierno de Nicolás Maduro”.

 

Lena Yau, autora ella misma de Lo que contó la mujer canalla y Bonnie Parker y la posibilidad de un árbol, también recomienda a Barrera Tyszka y a Torres, así como a Méndez Guédez: “Creo que Una tarde con campanas fue la primera novela que plasmó los inicios de lo que después sería un gran movimiento migratorio”. Obligado a elegir unos pocos de entre las muchas posibles, lo cual le pone en el compromiso de “dejar fuera a muchos buenos autores, algunos incluso amigos”, Chiappe se inclina por el ya citado El muro de Mandelstam; por la novela Paleografías, de Victoria de Stefano; por la novela gráfica Historieta de Venezuela, de Edo y Laureano Márquez, y por el fotolibro PhotoBolsilo, de Ricardo Jiménez, y cita Ajena, de Antonio López Ortega; Cuartel de invierno, de Óscar Marcano, Contestaciones de Rafael Cadenas; Adiós Miss Venezuela de Francisco Suniaga; Historias de camas y aeropuertos de Montague Kobbe... Él mismo firma una crónica periodística muy valiosa: Largo viaje inmóvil.

Sainz Borgo, que el 7 de marzo llega a librerías con su debut literario, La hija de la española (traducida simultáneamente a 15 idiomas), recomienda “la poesía de Pantin, de la generación de nuestros padres; a Méndez Guédez, que tiene una novelística que retrata muy progresivamente su propio proceso de desarraigo homologable al del colectivo venezolano; y sin duda, a Rodrigo Blanco”.

El muy citado Méndez Guédez (cuya obra más reciente es La ola detenida) se decanta por En rojo, de Gisela Kozak; Patria o muerte, de Barrera Tyszka; y Los terneros, de Rodrigo Blanco Calderón.

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La que se avecina

Mis interlocutores viven estos días entre la ilusión y el temor… Chirinos, que publicó Venezuela. Biografía de un suicidio, cree que “no hay que desesperar: hasta en el infierno los condenados viven de esperanzas". Santaella espera “que el palacio se vaya quedando vacío, que un día ya no quede nadie detrás apoyando a los fanfarrones”. Chiappe manifiesta su pesimismo: “Nunca he sido optimista. Ahora tampoco”. Y Sainz Borgo advierte: “Las cosas no cambian como en un cuento de hadas, hemos pasado 20 años de demolición institucional, esto va a tomar mucho tiempo”.

Pase lo que pase, la literatura lo contará.

Yolanda Pantin (1954) sigue viviendo en Venezuela. “No sé si es una opción política. Estoy aquí porque están mis padres ancianos, está mi hija con su esposo y mi nieta y porque no me imagino viviendo en ninguna otra parte que no sea en mi casa en Caracas”. Fedosy Santaella (1970) se fue a México hace poco más de un año. Irse o quedarse, dice, “no es un tema de mejores y peores, de cobardes y valientes, y más allá de ser un asunto político, quizás sea un asunto humano y de sobrevivencia. De inevitabilidades. La política, la mala política, la política del odio, eso sí, nos ha llevado a que muchos de los que se quedan vean con odio a los que se han ido, o que los que se han ido despotriquen y menosprecien a los que se han quedado”.

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