La fascinación por Churchill viene de lejos. Se la considera universal, pero es más bien de génerode género: es sobre todo cosa de viejos varones blancos... De cualquier modo, sería infructuoso barrer de un plumazo el fenómeno, que es ya todo un mito y que merece por lo tanto que se reflexione sobre él. O al menos que nos detengamos un momento.
Sir Winston (1874-1965) era racista, colonialista, imperialista, militarista, orgulloso de su propia casta, antisocial hasta el extremo, misógino, cínico, egoísta, tiránico, reaccionario y borrachuzo. Se equivocó largamente subestimando el papel de los submarinos y las minas antes de la Primera Guerra Mundial así como de la Segunda; lanzándose en 2015 en el sangrante fiasco de los Dardanelos (250.000 muertos solo en la operación de Galípoli). Restauró en 1925 el patrón oro de la libra esterlina y su tasa de cambio al dólar a los niveles de preguerra ("el mayor error de mi vida"), hasta el punto de arrojar a su país en la austeridad, sembrando al mismo tiempo del otro lado del Atlántico el germen de la crisis del 29. ¡Dejémoslo ahí!
Precursor del "y al mismo tiempo" [expresión muy utilizada por Emmanuel Macron y criticada como ejemplo de su ambigüedad], Churchill era doble. Irreductible, por tanto, a una sola imagen, aunque no para las hagiografías: sorprendente posteridad de los políticos, elevados al pináculo del imaginario nacional pese a sus defectos, o incluso gracias a ellos, de tanto como todo se gira en favor de los héroes. Como Clemenceau o De Gaulle en Francia (ante quienes podemos al menos preferir al que siempre se escapó de los turbios arreglos del poder supremo, [el socialista] Jean Jaurès).
La dualidad de Churchill salta a la vista: durante el mismo año 1911 hace cargar al ejército contra los trabajadores ferroviarios en huelga, mientras legisla a favor de un seguro de desempleo creada para ellos. El crítico del "telón de acero" (en su famoso discurso de Fulton del 5 de marzo de 1946) brindó Yugoslavia, sin avergonzarse, a Tito sacrificando al general Mijailovich, en 1943, y diciéndole a uno de sus colaboradores, mientras examinaba el mapa de los Balcanes: "¿No tiene usted tampoco intención de instalarse en la región después de la guerra, verdad...?".
¿Por qué alabar, entonces, a un ser así, que se aferró al poder más de lo razonable (¡ah, su regreso en 1951 al 10 de Downing Street, hasta pasados los 80 años, bajo la mirada furibunda de Anthony Eden, su sucesor, que desarrolló una úlcera a fuerza de esperar!)? ¿Cómo olvidar la última visita de Churchill al Parlamento, en 1964, nonagenario conducido en coche oficial hasta el escaño que ocupaba desde 1900?
Porque supo unir la más alta poesía a la más alta resistencia frente al nazismo. Este aristócrata que no sabía nada sobre el pueblo —se cruzaría con una pequeña muestra en el metro que tomó una vez en los años veinte— supo hablar al pueblo de una manera inolvidable. Fueron testigo de ello las grúas de los muelles de Londres, que se inclinaron en su grandioso funeral en 1965. El laborista Clement Attlee no tuvo derecho a una pizca de la mitad del cuarto de tal fervor popular, tras su fallecimiento en 1967 (hay que señalar que una biografía magnífica pone en valor el papel y la estatura de Attlee, Citizen Clem, publicada hace unos meses en Londres). Es que Attlee no estaba dotado para el verbo, clave de la adhesión.
Porque a veces hay, en la vida pública, palabras nobles en el buen sentido, caballerosa cuando tal noción parece no ser ya de temporada, electrizantes incluso para los más hastiados, simples y bellas como la mañana. Es el caso del discurso del primer ministro Winston Churchill, el 4 de junio de 1940. Todo estaba perdido salvo la esperanza tras la derrota de Dunkerque. Cuando el III Reich parecía tan invencible como amenazante, una voz se eleva en Westminster y brama la más inspirada, la más profética, la más espléndida anáfora política del siglo XX: "Lucharemos".
"Llegaremos hasta el final, lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y océanos, lucharemos siempre con mayor confianza y mayor fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, al precio que sea, lucharemos en las playas, lucharemos en los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas, no nos rendiremos jamás, e incluso si, cosa que no creo ni un solo momento, esta isla o una parte importante de esta isla fuera sometida y pasara penurias, nuestro Imperio allende los mares, armado y protegido por la flota británica, continuará la lucha, hasta que, cuando Dios quiera, el Nuevo Mundo, con su poder y su fuerza, venga al rescate y la liberación del Viejo".
A la vez trovador y condestable del Reino Unido, Churchill reacciona y habla, resiste y recita. Encarna, se embarca, se juega su vida y la de sus conciudadanos. Los tres grandes discursos que pronuncia durante la batalla de Francia —"Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor" el 13 de mayo, "Lucharemos en las playas" el 4 de junio y "La mejor hora" el 18 de junio de 1940— configuran la memoria colectiva británica.
Así como las fórmulas definitivas de Winston, que sirven todavía como brújulas. "La democracia es el peor de los sistemas, excluyendo todos los demás"; "Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra; elegísteis el deshonor y ahora tendréis la guerra" (a propósito de los signatarios de los acuerdos de Múnich en septiembre de 1938). O también, después de la victoria de Montgomery sobre Rommel en el desierto egipcio, en noviembre de 1942: "Este no es el final. Ni siquiera es el comienzo del final. Pero es, quizás, el fin del comienzo".
Incluso en su facilidad de palabra, había en este personaje fuera de lo común, Premio Nobel de Literatura en 1953, una creación lingüística sorprendente: "En Inglaterra, todo está permitido, salvo lo que está prohibido. En Alemania, todo está prohibido, excepto lo que está permitido. En Francia, todo está permitido, incluso lo que está prohibido. En la URSS, todo está prohibido, incluso lo que está permitido".
Churchill se sabía a Shakespeare de memoria. Y el actor Richard Burton es testigo de la dificultad de representar Hamlet sobre escena, frente a un Winston que murmura al mismo tiempo que él los versos, en primera fila, acelerando cuando el actor acelera, ralentizando cuando ralentiza: un animal de escena robándole el foco a otro animal de escena.
El viejo héroe llegó incluso hasta atreverse a decir: "Estoy listo, por mi parte, para presentarme ante el creador y hacerle frente. Pero él, ¿está él listo para esa prueba?".
Y luego todo es cuestión de propaganda. Nelson Mandela no se habría beneficiado de la misma presentación que Winston Churchill y podemos preferir la figura del primero a la del segundo. Pero este último, pese a los filmes, los productos derivados, las patrañas, las leyendas y el ruido, pese a las penosas recuperaciones intentadas por Boris Johnsor, el bobo brexiter de más alla de la Mancha, merece de nuestra parte un ejercicio intelectual raramente intentado en estos tiempos: la admiración crítica.
_________Traducción: Clara Morales
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La fascinación por Churchill viene de lejos. Se la considera universal, pero es más bien de génerode género: es sobre todo cosa de viejos varones blancos... De cualquier modo, sería infructuoso barrer de un plumazo el fenómeno, que es ya todo un mito y que merece por lo tanto que se reflexione sobre él. O al menos que nos detengamos un momento.