'Twisters' trae de vuelta la esencia de los taquillazos románticos de los 90 por todo lo alto
En 2022 Top Gun: Maverick supuso tal éxito que, por fuerza, Hollywood debía aprender algo de él. Sus 1.496 millones de dólares solo fueron superados a última hora por Avatar: El sentido del agua como producción más taquillera del año, siendo igualmente la mejor marca que jamás hubiera obtenido un autoproclamado “salvador de la experiencia cinematográfica” como Tom Cruise. Su presencia definía esta secuela de Top Gun de cabo a rabo. Maverick se inclinaba ante la figura de Cruise asumiéndola como un símbolo de capas diversas que debía ejercer de motor para una subyugante experiencia post-pandémica y post-streaming: como una razón para acudir en tropel al cine y disfrutar un espectáculo irresistible, no por cuadriculado menos capaz de devolvernos el vértigo que hubiéramos sentido antes o aquel que, se supone, debía seguir proporcionando la experiencia cinematográfica multisalas. Top Gun: Maverick nos dio ese espectáculo.
A la hora de orquestar dicho espectáculo se habló poco, como es natural, de su director, Joseph Kosinski. La omnipresencia de Cruise era tal que Maverick parecía tan bien realizada —tan espléndidamente profesional— solo porque la estrella y productor había obligado a Kosinski a dirigir así de bien. Su trayectoria era lo bastante discreta como para abrigar esa conclusión, pero hete aquí que doce años antes de Maverick Kosinski había dirigido TRON: Legacy. Ocurre que esta, Top Gun: Maverick y la Twisters que se estrena hoy responden a una categoría de continuación tardía que se ha acostumbrado a llamar “secuela legado” —a veces incluso, si el parecido a la película original es demasiado acusado y hace pensar en remake, como “recuela”—, y en ese sentido podríamos considerar a Kosinski como algo así como un ingeniero cultural. Kosinski es el responsable del guion de Twisters. Su autoría es más evidente que la del director, Lee Isaac Chung.
Estudiando Twisters —otra película de monumental eficacia— queda más claro cuál fue exactamente la jugada de Top Gun: Maverick. Deja de parecer un milagro, el toque de Cruise pierde preeminencia, y Kosinski se revela como un estudioso de la historia de Hollywood y sus fórmulas industriales. Un narrador metódico al que quizá el regreso a la Red de TRON no terminara de cuajarle —el original de los 80 era quizá demasiado enigmático, para él y para cualquiera—, pero que sí ha sabido replicar las condiciones para que las secuelas legado de Top Gun y Twister, clásico ochentero y noventero respectivamente, marquen la diferencia en un Hollywood saturado por la propiedad intelectual. Top Gun: Maverick y Twisters no querían, en principio, reiniciar sagas. Solo buscaban devolvernos a lo que sentimos la primera vez que vimos los films previos, reequilibrando significados y sentidos sin demasiada inquietud por actualizarlos.
Lee Isaac Chung, que aquí debuta con el blockbuster tras un cine independiente de vocación multicultural, no es entonces más que el artesano necesario para solidificar el código. Su autobiográfica Minari podría rastrearse en las localizaciones rurales donde se prodiga Twisters, pero atisbar por ello una autoría solo sería un acto de fe. Twisters no es más que una cuidadosa coordinación de estímulos proyectados desde la comprensión de qué es lo que hizo a Twister ser Twister. Desde el interrogante de por qué el segundo film más taquillero de 1996 —le superó Independence Day— gustó tanto, y de qué habría que hacer para orquestar una seducción análoga casi 30 años después. Tom Cruise vuelve a tener parte de la solución, pues ha designado personalmente a Glen Powell —también presente en Maverick— como heredero, y el carisma de este se mantiene constante el mismo año donde le hemos visto en Cualquiera menos tú y Hit Man.
Aunque la cosa va más allá de Powell. Twister —demasiado anecdótica para ser un fenómeno cultural, pero tan bien planteada como para suscribir todas sus trazas— surgía de una confluencia puramente noventera que Kosinski y Chung se han esmerado en regurgitar. Por un lado, la labor de Jan De Bont, estimulado por esa “continuidad intensificada” que teorizaría el difunto David Bordwell —De Bont dirigió su Twister entre dos películas de Speed y rodeado del cine de Tony Scott o Michael Bay— a la hora de propulsar superproducciones de ritmo espídico. Por otro, el espíritu Amblin que mantenían Steven Spielberg y Kathleen Kennedy como productores tres años después de Parque Jurásico —su autor, Michael Crichton, escribió asimismo el borrador original de Twister—, y abocaba a películas cuya violencia se empequeñecía ante la festiva música orquestal, los efectos digitales punteros y la bondad de los personajes.
Spielberg produce Twisters como también lo hace un socio habitual, Frank Marshall (pareja de la citada Kennedy), y se asegura de que un tercer ingrediente, mucho más clásico, depare la frescura definitiva. Twister se reflejaba por último en la particular ética profesional del cine de Howard Hawks, marcada por la camaradería y el ansia aventurera, y a la hora de coreografiar las constantes persecuciones de estos “cazadores de tornados” remitía a los homónimos cazadores de Tanzania en Hatari. Todo esto ha sido reutilizado en Twisters sin más retoques que los imprescindibles: los traumas de Daisy Edgar-Jones deben ser algo más convincentes que los de Helen Hunt en el primer film —deparando alguna arritmia que otra en el tercer acto—, el personaje de Powell deviene estrella youtuber, y la preocupación ecologista matiza un poco la frivolidad del conjunto.
Finalmente —y por interesante que sea su esbozo de una élite que intenta aprovecharse de los estragos medioambientales—, todo esto se queda en apuntes irrelevantes, anotaciones a vuelapluma para fortalecer la inteligibilidad de unos postulados en los que se confía ciegamente. Twisters es tan mitómana como Maverick y lo expresa, como Maverick, de la mejor forma posible: sin regodearse en el reconocimiento, únicamente buscando lo sensorial. El romance de Powell y Edgar-Jones —tan imposiblemente cinematográfico que recuerda al de Brendan Fraser y Rachel Weisz en otro espectáculo de estrategias parecidas que ya tiene sus añitos, La momia— se une entonces a pasajes tan inspirados como la vuelta a aquella secuencia de Twister ambientada en un cine, y todo para exprimir los recursos más convencionales del mundo. Todo regido en fin por unas ecuaciones delimitadas y asfixiantes, pero que llevan a preguntarse por qué, si está tan claro que hay una fórmula ideal para hacer blockbusters, no podrían ser así todos los blockbusters.