‘Vesper’: 114 minutos de silencio por las distopías políticas

Aunque Charlie Brooker no quiera reconocerlo, la última temporada de Black Mirror ha certificado de algún modo la muerte de las distopías. En la sexta entrega de la serie de Netflix, faro durante años de cierta corriente de imaginación futurista mainstream, se ha producido un escandaloso repliegue de las posibilidades políticas de este tipo de ficciones catastrofistas. Ya es mala suerte que, tan solo un par de semanas después, llegue a los cines Vesper para rematarlas del todo.

Lo de la película, dirigida por Kristina Buozyte y Bruno Samper, no es un acto del todo consciente: más bien, un homicidio involuntario. Su mundo ambiciona emparentarse con el cine de ciencia ficción más ceñudo, el de las admoniciones, el realismo distorsionado y la crítica dura. Lo que ocurre dentro de él, en cambio, es el reverso poco inspirado de un cuento de hadas.

Presentada en Sitges y en la cita checa de Karlovy Vary, la película da un traspiés tras otro en la zanja imaginaria que divide esa falsa dicotomía: ni consigue articular discursos intelectuales del orden de los considerados canónicos por los festivales de prestigio ni es capaz de entroncar con la tradición denostada de las narraciones de género, por quedarse coja en cuanto a inventiva y worldbuilding.

Una coproducción entre Lituania, Francia y Bélgica, Vesper retrata un mundo postapocalíptico en el que la biotecnología ha acabado diezmando a la especie humana y arrasando los ecosistemas del planeta. Mientras unos pocos privilegiados se ocultan en las llamadas Ciudadelas —donde sirven los Jugs, manufacturados para ser esclavos—, el resto de supervivientes malvive entre la suciedad y el hambre.

Vesper, una niña de 13 años, es una de esas parias. Vive con su padre, que está encamado pero se manifiesta a través de un robot volador, y pasa los días en busca de semillas que poder cultivar. Con el fin de controlar a la población marginada, las Ciudadelas han codificado genéticamente las semillas del mundo para restringir su cultivo, pero Vesper está empeñada en aprender a hackearlas. Cuando aparece en sus vidas una misteriosa chica procedente de una de las Ciudadelas, esa meta parece más cercana que nunca.

A lo largo del viaje iniciático de Vesper comparecen ecos de las leyendas europeas, los cuentos de los hermanos Grimm, la melancolía de la ciencia ficción indie y ese tono de novela young adult que no es más que una perversión de los motivos de Dickens: el niño menesteroso, los abusos de los adultos, el ascenso social en el horizonte… Hasta se repite más de lo esperable en sus escasas dos horas la palabra caridad.

Los cineastas argamasan todo eso con una concepción viscosa y terrenal de la tecnología futurista que algunos han relacionado con la obra de Cronenberg, pero que no sorprenderá a nadie que haya visto al menos un par de películas del Studio Ghibli. El estilo steampunk de la casa de animación japonesa es uno de los referentes principales del filme a la hora de imaginar retrospectivamente la utopía cuya caída en desgracia atestigua Vesper.

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Es uno de los principales retos de las distopías: hacer de sus ciudades desoladas o corrompidas paisajes que sean pura hauntología, huellas visuales de lo que fue y de lo que podría haber sido. De un futuro avanzado y brillante que en algún momento descarriló. Las imágenes de Vesper que se proponen activar este tipo de terapia doble —la que señala los caminos sociales futuribles y la que previene de los desfiladeros que los flanquean— son apenas tres o cuatro y de lo más aburridas. Irónicamente, lo más poderoso de toda la película en estos términos es el póster.

El resto de la cinta transcurre a una escala microscópica, desprovista de un marco que dé verdadera hondura al viaje de su protagonista. En los créditos de cierre, los directores dedican la película a sus padres y madres: por sus edades, debían ser niños o preadolescentes cuando cayó el muro de Berlín, es decir, llegaron a destiempo a heredar una imaginación tecnológica y política —la gasolina que alimenta las ficciones distópicas— que más o menos a partir de entonces comenzaría a dejar de ser antagónica y movilizadora.

Cuesta no ver en esta última dedicatoria de los cineastas un intento de resolver esa desconexión generacional de la que nacen la película y sus defectos. Y cuesta también seguir creyendo en las posibilidades de una ficción audiovisual futurista masiva que sea verdaderamente inspiradora después de este par de semanas fatídicas. Vesper no lo hace: verla no es otra cosa que guardar 114 minutos de silencio por las distopías políticas.

Aunque Charlie Brooker no quiera reconocerlo, la última temporada de Black Mirror ha certificado de algún modo la muerte de las distopías. En la sexta entrega de la serie de Netflix, faro durante años de cierta corriente de imaginación futurista mainstream, se ha producido un escandaloso repliegue de las posibilidades políticas de este tipo de ficciones catastrofistas. Ya es mala suerte que, tan solo un par de semanas después, llegue a los cines Vesper para rematarlas del todo.

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