Viggo Mortensen conecta el western absurdo con el fantasma del colonialismo en la hipnótica 'Eureka'

Durante cierta escena de Eureka escuchamos decir a un personaje que el tiempo, al contrario que el espacio, es una invención humana. Una ficción. Es una escena que sorprende lo suyo no tanto por el hecho de que el diálogo esté montado con un convencional plano-contraplano —una rareza en el cine de Lisandro Alonso hasta esta última película—, como porque el director argentino haya querido ponerlo tan fácil a la hora de descifrar sus objetivos. Con esta sugerente declamación Alonso complementa las escuetas explicaciones que ha dado sobre su forma de rodar —siempre trabaja en función de las localizaciones con las que se haya topado, diseñando la trama o lo que se tercie a partir de las mismas—, toda vez que confirma las ideas con las que se le ha querido teorizar, en tanto a su carácter como representante del cine posnarrativo o incluso del slow cinema.

Precisamente en un libro que trataba de aproximarse al cine lento, titulado Lo que dura una película, era donde Horacio Muñoz Fernández trazaba una panorámica sobre Alonso. “Lo que demuestran este tipo de cineastas es que más allá de las historias existen espacios de sentido, de visualidad, de temporalidad, de gestualidad, que solo aparecen cuando la imagen del cine se desprende del peso de la narración”. La narración precisa de un tiempo concreto para desarrollarse, a tenor de unas condiciones que ha creado el ser humano según aquello que se encontrara sobre el terreno en primer lugar. Que lo auténticamente real y sólido sea por tanto el espacio, la tierra —y la ficción resulte ser solo una invención humana a través de la que negociar con ella—, no es una ocurrencia exclusiva de Alonso. De hecho viene a ser la idea seminal del western.

Alonso no suele reconocer referentes cinéfilos, pero se ha mantenido tan fiel a este núcleo de pensamiento que a medida que progresaba su carrera el vínculo con el western se ha hecho más y más estrecho. A la vez que sus planteamientos dramáticos seguían siendo mínimos el espacio con el que trabajaba se expandía, y pugnaba por que su cine fuera permeado por los artificios de la ficción. Esto lo constata Eureka —que podría ser descrita como su película más accesible a la vez que la más compleja y, desde luego, la más ambiciosa—, si bien sus indagaciones en el propio medio cinematográfico a través de estrategias metarreferenciales puedan remitirnos al tercer film que dirigió, Fantasma. En Fantasma los dos actores protagonistas de sus películas previas, La libertad y Los muertos, se cruzaban en un cine bonaerense donde se proyectaba, precisamente, Los muertos.

Así pasamos a Viggo Mortensen, protagonista de Jauja —aparente salto de Alonso a ligas más “comerciales” en 2014—, y protagonista también de uno de los tres segmentos, o vectores, que integran Eureka. Como actor Mortensen tiene un aura particular, algo así como de cowboy sin fronteras, que no se limita a cabalgar por el territorio confortable de las latitudes estadounidenses —tal y como hacía en la reciente Hasta el fin del mundo— sino que se atreve a adentrarse en otros entornos, de Arabia en Océanos de fuego a la Tierra Media en El señor de los anillos. Es un jinete autónomo, que manipula la iconografía a placer, y por eso tanto en Jauja como en Eureka interpreta a dos hombres desesperados que buscan a su hija emborronando la trágica figura del John Wayne de Centauros del desierto: en Jauja era un pomposo militar danés, en Eureka un sucio pistolero cuyo emplazamiento en un western absurdista retrotrae al Dead Man de Jim Jarmusch. 

Este vector está rodado en blanco y negro con el mayor ritmo al que jamás hayan pasado cosas en una película de Alonso, y quizá precisamente por eso tarda poco en explicitarse como una película ficticia —con los cuatro tercios evidenciando los márgenes de la televisión que la emite—  dentro del espacio que habitan los demás personajes de Eureka. Discernir qué clase de espacio es este, y por qué le ha interesado a Alonso, es el desafío más enriquecedor de Eureka. La segunda parte del film es la que posee mayor minutaje y tiene lugar en la reserva india Pine Ridge, en Dakota del Sur. Esta vez no hay juego alguno con la procedencia de las imágenes —aunque la ambientación y las lentas pesquisas de la policía protagonista puedan recordar a Fargo—, si bien la dialéctica entre el espectáculo fake de Mortensen y la vida de los nativos americanos teja una figura clara.

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Teniendo presente el estreno de Los asesinos de la luna y toda una tradición de westerns entonando el mea culpa por el genocidio que trajo aparejado la fundación de los EEUU, Alonso estaría transitando terreno conocido y fácilmente celebrable. Cobraría peso la presunción de que Eureka es en efecto más accesible, utilizando a Mortensen como trampantojo hollywoodiense, y se alejaría de ese cine posnarrativo que privilegiaba la experiencia errante sobre la digestión satisfecha. Pero es justo en este vector —lleno de instantes magníficos entre largas esperas enlazadas— donde el guion nos alerta contra la verdadera naturaleza del tiempo. Lo hace alrededor de un viaje con el que el personaje de Sadie LaPointe bien podría trascender sus miserias como nativa americana en EEUU condenada aún, después de tantos años, a lidiar con la violencia.

El discurso de Eureka no es tan sencillo, pues. Para que pudiera articularse un discurso, en realidad, sería necesaria una plataforma firme, una temporalidad a la que dirigirse, y Alonso se preocupa de desactivarla progresivamente, según cobra importancia la figura de un ave exótica que nos guía entre vectores y espacios. Podríamos entender Eureka como una exploración sensorial en torno a la memoria del continente americano —el tercer vector, y el más parecido a las primeras películas de Alonso, se ambienta en la jungla brasileña—, con el colonialismo como espectro omnipresente, y quizá no andaríamos desencaminados. Pero perviviría, de ser así, la sensación de estar queriendo estructurar lo inestructurable, de buscarle comprensión temporal a algo alérgico a ello.

Podría ser más apropiado asumir entonces Eureka, simplemente, dentro de los presupuestos habituales de Alonso. Como otro estudio de un espacio en expansión, observando pacientemente —a espaldas de cualquier reloj o calendario— los efectos de dinámicas humanas tales como la codicia, la violencia o el machismo, y entendiendo que fue justamente en el cruce de dichas dinámicas donde nacieron el tiempo y la ficción. En sus elementos más lúcidos Eureka no hace otra cosa que dejarnos ver la infraestructura que había debajo de todo. Y se pregunta, simultáneamente, si acaso podrían construirse cosas distintas desde aquí.

Durante cierta escena de Eureka escuchamos decir a un personaje que el tiempo, al contrario que el espacio, es una invención humana. Una ficción. Es una escena que sorprende lo suyo no tanto por el hecho de que el diálogo esté montado con un convencional plano-contraplano —una rareza en el cine de Lisandro Alonso hasta esta última película—, como porque el director argentino haya querido ponerlo tan fácil a la hora de descifrar sus objetivos. Con esta sugerente declamación Alonso complementa las escuetas explicaciones que ha dado sobre su forma de rodar —siempre trabaja en función de las localizaciones con las que se haya topado, diseñando la trama o lo que se tercie a partir de las mismas—, toda vez que confirma las ideas con las que se le ha querido teorizar, en tanto a su carácter como representante del cine posnarrativo o incluso del slow cinema.

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