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De 'Viva Zapata' a 'Emilia Pérez' o 'Queer', cuando los clichés (y el colonialismo) distorsionan una película

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Incluso los fans más apasionados de Emilia Pérez no pueden disimular su perplejidad ante el hecho de que, cuando se proyectó en el pasado Festival de Cannes, la película ganara un premio conjunto para sus cuatro actrices protagonistas. Pues esto implicaba el reconocimiento de Selena Gómez y los aplausos a un trabajo, en fin, cuestionable. Al actor Eugenio Derbez le encanta la película, de hecho, pero no pudo menos que señalarlo porque, en Emilia Pérez, “se nota que no sabe lo que está diciendo y es incapaz de darle matices a la interpretación”. El español no es su idioma materno, y en el film de Jacques Audiard da la impresión de haberse aprendido el guion de forma fonética.

El desconcierto ante Gómez es un clamor popular que, sin embargo, no ha trascendido mucho más allá de las redes sociales. Quizá la razón sea lo que sucedió con Derbez luego de haber dado su opinión en el podcast Hablando de cine. Selena Gómez no tardó en replicar que “había hecho lo mejor que pudo” y que eso “no quitaba lo mucho que trabajó”. Ante la polvareda que esto desató, Derbez se disculpó a toda velocidad: “Mis comentarios contradicen todo lo que defiendo. Como latinos, siempre deberíamos apoyarnos”. Derbez se ahorró más polémicas con una referencia a “latinidad” que compartía con Gómez, asegurando con timidez que estaban en el mismo equipo.

Jacques Audiard es un director francés que no entiende nada de español y que ni siquiera se ha movido de Francia para rodar su película, recreando México en sets

Pero, ¿es así? Gómez es oriunda de Texas y, aunque su padre sea mexicano y haya utilizado el idioma ocasionalmente para triunfar como estrella pop, no maneja con fluidez el español. Derbez, por su parte, ha nacido en México y desarrollado buena parte de su carrera ahí, como actor de telenovelas. Dentro de Hollywood le hemos visto como el profesor de CODA, o con personajes donde la ascendencia tenía cierta importancia, caso del film de Dora la exploradora. Frente a este currículum, Gómez ha podido ser una sofisticada neoyorquina a las órdenes de Woody Allen o en la serie Solo asesinatos en el edificio. No están, exactamente, en el mismo equipo.

Y no es tanto que se pretenda ser estricto con la identificación “latina”, como de una dinámica más compleja. Jacques Audiard es un director francés que tampoco entiende nada de español y que ni siquiera se ha movido de Francia para rodar su película, recreando México en sets. Esta distancia no le ha impedido querer tratar en su película la problemática del narcotráfico y tampoco venderla internacionalmente con la fama de Gómez, aprovechando a un tiempo su estrellato y la pátina exótica de su apellido. Aun desde fuera de Hollywood, Audiard ha asimilado todas las inercias de una industria cuya ambivalencia con México da cuenta de un pasado colonialista sin digerir.

El pecado original de Hollywood

Mientras el presidente (reelegido) no para de hablar de construir un muro que separe EEUU de México, y observa con irritación la cadena de gobiernos progresistas en el país vecino, Hollywood se ve atado a una actitud de buena voluntad que solo enmascara condescendencia y cinismo. Las demandas que vienen sacudiendo la industria en cuanto al aumento de la representación de minorías servirán para respaldar Emilia Pérez y a sus actrices —solo una de las cuales, Adriana Paz, es verdaderamente mexicana—, pero no para impulsar un debate a gran escala sobre cómo EEUU lidia ahora mismo con la resaca del imperialismo, y los clichés a los que ha conducido.

En1952, Marlon Brando interpretaba al gran revolucionario mexicano en ‘¡Viva Zapata!’, y escuchábamos de los habitantes del país que eran “unos holgazanes: si no están borrachos están durmiendo, y si no duermen están borrachos”

La imagen de México que ha tejido históricamente el cine estadounidense cae en inercias compartidas por otros territorios de Latinoamérica aunque, quizá por tenerlo más cerca y vertebrar una idea genérica de “lo latino”, es la que posee unas lógicas más determinantes. En los años 50 del siglo pasado nos topábamos, así, con un curioso cruce de descripciones. En el prólogo de Queernovela recientemente llevada al cine, también con una vistosa recreación artificial de México—, William Burroughs sostenía que “México era una cultura oriental que reflejaba dos mil años de enfermedad y degradación (...) ningún mexicano conocía de verdad al prójimo, y cuando un mexicano mataba a alguien (lo que ocurría a menudo) era por lo general su mejor amigo”.

Paralelamente, en 1952, Marlon Brando interpretaba al gran revolucionario mexicano en ¡Viva Zapata!, y escuchábamos de los habitantes del país que eran “unos holgazanes: si no están borrachos están durmiendo, y si no duermen están borrachos”. Estas citas dejan entrever algo más que soberbia estadounidense o simple racismo: se trata de la esforzada articulación de una otredad, un ente frente al que definirse según unos deseos particulares. “Los estereotipos dicen más acerca de quienes los elaboran, difunden y hacen suyos que de las personas o grupos estereotipados”, escribe Pablo R. Cristoffanini en La representación latina en el cine norteamericano.

En este sentido la presencia mexicana dentro del cine de Hollywood acogería ecos de la conocida problemática nativo americana en el western; no en vano hablamos de una frontera física, que separa nominalmente a “nosotros” de “ellos”. Ellos serían todo lo que no queremos o no podemos ser nosotros atendiendo a la retórica del buen salvaje: una naturaleza esencial que respalda la religión, la sensualidad y los instintos primarios. También, claro está, una noción de glamour que tiene un gran recorrido previo a la exaltación del apellido de Selena, remitiéndonos a la Primera Guerra Mundial y a los primeros esfuerzos de Hollywood por cooptar talento mexicano.

En el circo imposible de ‘Misión imposible 2’ aparecía una Semana Santa en Sevilla mezclada con las fallas y los sanfermines: Anthony Hopkins tuvo la desfachatez de burlarse por cómo honrábamos a nuestros santos quemando cosas

Durante estos años 20 hablamos de Pedro Pascal y Melissa Barrera, en los años 20 del siglo pasado hablábamos de Rodolfo Valentino y Dolores del Río. El plan de Hollywood entonces no era fichar estrellas extranjeras para “ofrecerles los mejores papeles o reconocer su talento”, como apunta Franciso Peredo Castro en ¿Nueva ola latina en Hollywood?, “sino desprenderlas de sus industrias en cuanto potenciales competidoras”. Estas estrellas latinas llegaron a protagonizar las películas más caras de la época —Ramón Novarro al frente de Ben-Hur en 1920— y ya de paso homogeneizaron la identidad latina al completo, sin que importaran las procedencias específicas.

Esto llegó a afectar a España. En 1943 Arturo de Córdova, gran estrella mexicana de reciente importación, interpretó a uno de los combatientes republicanos de la Guerra Civil Española en la adaptación hollywoodiense de ¿Por quién doblan las campanas? Podríamos proponer, entonces, una línea directa entre este gesto y el circo imposible de Misión imposible 2 más de medio siglo después: cuando en Sevilla se combinó la Semana Santa con fallas y sanfermines, y Anthony Hopkins tuvo la desfachatez de burlarse por cómo honrábamos a nuestros santos quemando cosas. 

Buenos tiempos para ser latino

La otredad en la que Hollywood sume todo lo que tiene debajo (o habla español, o tiene un apellido con muchas vocales) es abigarrada y confusa. Los clichés son inevitables y en ciertas ocasiones se extraen de que gran parte de la comunidad migrante de EEUU tiene pocos recursos —justificando una representación postrera que enfatice aspectos como la baja educación y el machismo—, aunque mayormente se debe a una flamante pereza a la hora de estudiar el imaginario disponible.

Es mucho más fácil aplanar las particularidades bajo algo reconocible para el gran público estadounidense, como podemos observar en el caso de Paz Vega interpretando a una asistenta mexicana para Spanglish. También lo es que los propios cineastas y actores latinos accedan gustosos a la autofetichización, como sucede con Robert Rodríguez y Antonio Banderas a lo largo de la interesante trilogía de El mariachi. Originalmente una película de bajo presupuesto con reparto mexicano, las posteriores entregas de Desperado y El mexicano reajustaron la ficción a escenarios más digeribles por Hollywood, conviniendo en utilizar la archiconocida fotografía amarillenta y los intérpretes anglosajones haciendo el payaso (de Willem Dafoe a Johnny Depp).

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El gran problema, entonces, es el persistente carácter de Hollywood como centro gravitatorio, de forma que ni los talentos más robustos en surgir de la vecina México —los llamados Tres Amigos: Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón— se resistan a ser absorbidos por su órbita. Esta tendencia apenas ha perdido aplomo en todo el siglo de cine transcurrido, si bien en la actualidad se perciba un cambio dentro de las propias ficciones. Ya nadie se atrevería, como hicieron Burroughs y John Steinbeck al escribir el guion de ¡Viva Zapata!, a insultar abiertamente a los mexicanos. De hecho Hollywood presume de ser un sistema mucho más tolerante y respetuoso, y se persigue una gran documentación a la hora de asomarse al exterior.

La progresiva incorporación de profesionales racializados a otras áreas más allá de la interpretación asegura, por consiguiente, que ya no se incurran en los ridículos de antes. La maquinaria Disney es un ejemplo sintomático del cambio de paradigma o, mejor dicho, de reconversión de poder blando: en las inmediaciones de la Segunda Guerra Mundial había sido empleada por EEUU para acercarse a Latinoamérica —el resultado: Saludos amigos y Los tres caballeros—, y ahora busca encajar en entornos migrantes y mercados vecinos a través de elaboradas operaciones comerciales del cariz de Coco y Encanto: aquí el cliché, con respecto al Día de Muertos mexicano y el realismo mágico colombiano, se disfraza de parque temático para toda la familia.

Es la cara más amable de una otredad persistente, que en otros rincones de la industria no deja de seguir enfatizando la parte más facilona y servil a una idea (cada vez menos creíble) de Hollywood como enclave democrático. Nos referimos a esa insistencia en hablar de la violencia del narcotráfico, de la que participaron en su día Breaking Bad y Narcos y ahora participa Emilia Pérez. Una insistencia que tristemente acaba siendo hegemónica, y conduce a lugares tan chocantes como la conversación que desató el año pasado Tótem, un espléndido film mexicano dirigido por Lila Avilés. Pese a centrarse por entero en el drama cotidiano de una familia, fue muy habitual la sorpresa por que en todo el metraje no apareciera un solo narcotraficante.

Incluso los fans más apasionados de Emilia Pérez no pueden disimular su perplejidad ante el hecho de que, cuando se proyectó en el pasado Festival de Cannes, la película ganara un premio conjunto para sus cuatro actrices protagonistas. Pues esto implicaba el reconocimiento de Selena Gómez y los aplausos a un trabajo, en fin, cuestionable. Al actor Eugenio Derbez le encanta la película, de hecho, pero no pudo menos que señalarlo porque, en Emilia Pérez, “se nota que no sabe lo que está diciendo y es incapaz de darle matices a la interpretación”. El español no es su idioma materno, y en el film de Jacques Audiard da la impresión de haberse aprendido el guion de forma fonética.

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