‘Emilia Pérez’, el desastroso musical 'narcotrans' de Audiard en el que destaca (para mal) Selena Gómez
Lo más socorrido a la hora de enfrentar el excéntrico acento que tenía Wagner Moura interpretando a Pablo Escobar era tomárselo a guasa. No obstante hubo quien fue incapaz de sobreponerse a ello durante las dos temporadas de Narcos, y quizá se debía a algo más grave que un brasileño aprendiendo español a toda velocidad para meterse en la piel de un narcotraficante colombiano. Por un lado estaba la problemática habitual de dibujar como carismático antihéroe a un criminal que había asolado Colombia durante años. Pablo Escobar caía bien, tenía las mismas papeletas que el Joker o Tyler Durden para convertirse en el avatar de la persona con las peores opiniones de tu TL.
Por otro, estaba algo más amplio y complejo, que convertía a la serie de Netflix en el síntoma último de una práctica cultural. Esta emanaba de algo tan sencillo como el historial imperialista: la política exterior de EEUU arrasando con todo lo que tuviera debajo en el continente americano. Convirtiendo Chile en el laboratorio de pruebas de su neoliberalismo, aislando a Cuba, imponiendo gobiernos afines en todos los territorios que pudiera, etcétera. América Latina como patio de recreo, que tras su abandono progresivo (pero nunca culminado) podía seguir generando riqueza con producciones estadounidenses que ahora pasaran a exprimir sus maltrechos, trágicos iconos.
Al traducirse al idioma estadounidense estos iconos no solo pasarían a ser consumibles: además se acicalarían con una pátina exótica. Es lo que puede explicar que el atolondramiento de Moura haya dado paso a los atentados lingüísticos, mucho más virulentos, de Selena Gómez en Emilia Pérez. Selena Gómez nació en Texas, su idioma materno es el inglés, pero ese “Gómez” es una marca lo bastante suculenta como para que Jacques Audiard le haya fichado para su película. Esa distinción es más importante que la credibilidad que pueda tener Gómez aprendiéndose fonéticamente el guion, y arrojando cada escena que encabeza a un bochorno insoportable.
Ocurre por otra parte que Emilia Pérez, aunque haya sido distribuida por Netflix en mercados anglosajones, no es una producción estadounidense: Audiard es francés. Pero igualmente la infamia colonial no distingue entre EEUU y Europa, y favorece una coordinación instintiva entre ambos lados del Atlántico. Cada rincón de Emilia Pérez así lo atestigua. Zoe Saldaña es estadounidense como Gómez, si bien tiene mejor asimiladas sus raíces (puertorriqueñas, no mexicanas) y no da tanta vergüenza. Karla Sofía Gascón es madrileña. Pero más importantes que la ascendencia de las actrices son las filias del propio Audiard. Antes de Emilia Pérez dirigió un western en inglés, Los hermanos Sisters, y dicho western era fantástico. Qué mejor prueba de esta coordinación.
Las canciones de Emilia Pérez han sido compuestas por Camille, cantautora francesa que dentro del cine quizá recordemos por haber compuesto una canción preciosa para Ratatouille. La integridad de Emilia Pérez se ha rodado en sets de Francia, con lo que salvo la presencia secundaria de Adriana Paz (interpretando a la tardía novia de la protagonista), no hay nada genuinamente mexicano en la película. En lugar de eso tenemos el fetiche de lo mexicano, la imagen estereotipada que más le conviene a la autosatisfecha maquinaria neocolonial, y en este sentido podemos aún así respirar con alivio: nadie ha sentido la tentación de emular los narcocorridos mexicanos.
Porque la propuesta musical de Emilia Pérez —sí, por alguna razón es un musical— no puede ser más insulsamente académica. Nace de una ópera en cuatro actos que escribió el propio director, estructurando la narración a partir de números que bajo la excusa del minimalismo no se preocupan de corresponder a ninguna satisfacción esperable en producciones de este corte. Aquí no hablamos tanto de carencias interpretativas, como de la planificación atropellada y de la nula capacidad para administrar ritmos y clímax. A los artífices de esta película les importa la tradición musical lo mismo que las crisis sociales de México: esto es, lo justo para ser considerados “audaces” por sumergirse en ellos, con una actitud traviesa que no es sino banalización cultural.
Emilia Pérez es una película por todo ello pasmosamente frívola, cuyo triunfo en Cannes y previsible lanzadera a los Oscar prueban que el eje otanista quizá esté a punto de sufrir grietas con la nueva legislatura de Trump, pero sus inercias pervivirán mientras sea posible. Ahora bien, esta alegría no supone una patente de corso completa. Al igual que Narcos debe exhibir una preocupación cosmética y éticamente aceptable, siendo en el caso de aquella serie la corrupción y los estragos de la violencia (o algo así), y siendo en el caso de Emilia Pérez la cuestión trans. Emilia Pérez es una narcotraficante trans cuya operación de reasignación de sexo le permite abandonar la vida delictiva, para años después volver a México y tratar de redimir sus crímenes.
‘Bird’, realismo mágico en Inglaterra con Barry Keoghan derrochando carisma
Ver más
Con lo que Emilia Pérez, pese a compartir la irresponsabilidad política de la Evita de Andrew Lloyd Webber, tiene más en común con Hedwig and the Angry Inch. Quizá la ópera rock de John Cameron Mitchell no sea un ejemplo muy positivo de representación trans, y aún así tiene la excusa de que su música era excelente y de que, sobre todo, se concibiera hace más de 25 años. Emilia Pérez parece haberse rodado de hecho incluso antes, puesto que la protagonista al regresar a su país decide utilizar su nuevo aspecto para reencontrarse con su familia sin que ellos sepan quién es, y las concomitancias con un clásico de la comedia noventera como Señora Doubtfire son desoladoras.
En sintonía a ese aliento reaccionario, Emilia Pérez se sumerge en dialécticas trasnochadas entre lo masculino y lo femenino —siendo lo masculino la pulsión violenta de Emilia Pérez, la narcotraficante, mientras lo femenino deviene la inquietud solidaria de Emilia Pérez, la pacifista—, y asume la reasignación de sexo no como una adecuación física al género sino como una oportunidad de huida, de parteaguas vital. Desde este punto de vista no parece tan grave la noción esencialista de “disfraz” que maneja a veces el film —“hueles a papá”, le dice un hijo a quien cree que es su tía— como la final deshumanización que esto supone, obligando a alejar a Emilia Pérez de la categoría de sujeto para ascenderlo a símbolo de reminiscencias religiosas.
Seguramente los artífices de Emilia Pérez presupongan la identidad trans de la protagonista como una condición que pueda resumir el film al completo: lo trans como la indefinición entre musical y thriller, entre íntimo drama social y proceloso aparato industrial. Lo trans como excusa conceptual, en resumen, que devuelve un film apenas salvado por la entrega de Saldaña —su actuación en El Mal palia por unos minutos el generalizado despropósito— a las ingratas coordenadas descritas: un nuevo imperialismo de los cuerpos y las tragedias. Un imperialismo que, desde su atalaya de privilegios tan decimonónicos como convalecientes, debe dárselas de comprometido para disimular el vacío, el desarraigo, el cinismo, con el que siempre ha mirado el mundo.