En medio de la sala, un fantasma del pasado. Tiene dos reguladores, uno en el que se lee "Entrada" y otro en el que se lee "Salida". Al final de dos cables enfundados, unos aplicadores que podrían parecer micrófonos telefónicos del siglo XIX, de esos que el usuario se llevaba a la boca, si no tuvieran otro propósito mucho más siniestro. Lo protege un discreto maletín negro como el que protegía las grabadoras, bastante más pequeño que una máquina de escribir. Una chapa en metal, grabada con elegantes letras caligráficas, revela el nombre del artilugio: Petit Shock. Un aparato de electroshock portátilelectroshock con el que los homosexuales, bisexuales y transexuales españoles de mediados del siglo XX podían seguir aplicándose su propia terapia de aversión cuando se fueran de vacaciones al mar o a la montaña.
El instrumento, usado por doctores como López-Ibor o Vallejo-Nájera para curar a "invertidos" hasta bien llegada la democracia, está afortunadamente rodeado de vestigios más alegres. Huellas de una lucha librada de manera más o menos soterrada desde el siglo XIX y ya fuera del armario, de una vez por todas, desde la primera manifestación del Orgullo en España, en 1977. La recoge la muestra Subversivas (hasta el 1 de octubre), organizada por la Federación Estatal de Lesbianas, Gais Transexuales y Bisexuales con el apoyo del Ayuntamiento de Madrid (Ahora Madrid). Es otra de las exposiciones que recoge el CentroCentro, en la misma sede del consistorio, una pieza más de la corriente cultural que mediante distintos proyectos se ha propuesto recuperar la memoria queer española durante el Orgullo Mundial que se celebra este año en la capital.
Las 200 piezas de la muestra, lejos de comenzar en la última era del movimiento, dedica una sección considerable del espacio a sus pioneros. Como Marcela Gracia Ibeas y Elisa Sánchez Loriga, las primeras mujeres en casarse en España, 103 años antes de la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo (Elisa se rebautizó para ello como Mario, aunque finalmente tuvieron que exiliarse). O como los autores que, heterosexuales o no, retrataron con justicia y humanidad la disidencia de género: Ángeles Vicente en Zezé (1909, con una edición de 2005 en Lengua de trapo) o Carmen de Burgos, ColombineColombine, en Ellas y ellos o ellos y ellas(reeditado por Huso). Al mismo tiempo, Constancio Bernaldo de Quirós y José María de Llanas Aguilaniedo incluían a los homosexuales en la fauna de los bajos fondos dentro su estudio La mala vida en Madrid (1901). Una descripción muy poco halagüeña y muy lejos de los cánones actuales pero que supone uno de los primeros estudios sociológicos sobre el colectivo en el país.
El paisaje seguiría siendo tenebroso durante mucho tiempo todavía. En 1954, el régimen franquista modificó la Ley de vagos y maleantes de 1933 para añadir un castigo explícito a los homosexuales, que podían a partir de ese momento ser desterrados de sus pueblos y ciudades o enviados a "establecimientos de trabajo", "colonias agrícolas" o "instituciones especiales". Todo aquello se resumió en dos posibilidades: la cárcel o el psiquiátrico. La Ley de peligrosidad social de 1970 creaba un nuevo modelo: los centros especializados, que se situaron en Huelva y Badajoz. Eso no impedía que hubiera personas homosexuales y trans también en la Modelo de Barcelona en Carabanchel, en Madrid. Allí se suicidó María Francisca, La Francesa, una mujer trans bautizada con el nombre de Ángel Rivera Cano. La exposición recoge una reproducción de su ficha. Primer ingreso: 1967. Fecha de la muerte: 29 de marzo de 1972. En el cabecero, la palabra "Invertido". Sobre el papel, dibujado a mano, un crucifijo sobre el que se lee una inscripción de "INRI".
Al menos 5.000 homosexuales, bisexuales o trans fueron detenidos durante el franquismo, según la Asociación de Ex Presos Sociales. Pero, tras la muerte del dictador, los que quedaban en las cárceles no se beneficiaron ni del indulto ni de la amnistía.
Precisamente contra esa ley se empezó a organizar a comienzos de los setenta el movimiento LGTBI español. Armand de Fluviá, Francesc Francino y, luego, Amanda Klein —cuya identidad real nunca se hizo pública—, fundaron el Movimiento Español de Liberación Homosexual, que tuvo que ser disuelto cuando las fuerzas franquistas comenzaron a cerrar el cerco sobre ellos. Renació en 1975 como Front d'Alliberament Gai de Catalunya, cuya aparición inspiró el de varios frentes a lo largo de la geografía española. Sus metas eran concretas y urgentes: la derogación de la normativa que les llevaba a prisión —especialmente a las mujeres trans— y la legalización de las organizaciones por la liberación sexual. Lo primero comenzó a tramitarse en 1978 y lo segundo se logró en 1980. Cinco años más tarde, la Coordinadora de Frentes de Liberación Homosexual del Estado Español se inscribía en el registro, como certifica su ficha original.
Las personas LGTBI apenas pudieron disfrutar de su recién estrenada —y parcial— libertad. El primer caso de sida se detectó en 1981 en el Hospital Vall d'Hebron. Aunque ese nombre no existiría hasta un año después, y seguría siendo llamado hasta mucho tiempo después el "cáncer gay". El paciente, un hombre de 35 años, solo sobrevivió durante cuatro días tras su ingreso. Lo que en Estados Unidos, con una década de adelanto, había tenido tiempo de ser un movimiento tan combativo como festivo, tomó pronto en España tintes oscuros. Fue la época del feminismo lesbiano, invisibilizado hasta entonces —y especialmente transgresor en sus campañas—, y la lucha antisida, que acabaron convergiendo. El miedo a la enfermedad, la instauración de lo que se llamó el "gueto dorado" con locales comerciales LGTBI y el tenso clima político soterró la lucha, que renacería en los noventa.
Fue entonces cuando se fundó la FELGTB, en 1992, pero también cuando nacieron grupos menos interesados en la lucha institucional, como La Radical Gai o el colectivo lesbiano LSD. Es la sección más ácida y rupturista de la exposición, y también la menos conocida: el nacimiento de la idea de "voto rosa", la protesta contra la desaparición del movimiento dentro de los cada vez más poderosos partidos políticos, las fiestas y las proclamas de marcado carácter sexual... Y las luchas contra las agresiones fascistas —muy documentadas por La Radical—, contra la discriminación a las madres lesbianas... y por los derechos de las personas trans.
Ver másNi "Transición ejemplar", ni "Régimen del 78"
Son la genealogía más arrinconada, los que exhiben una lista de conquistas más corta. Hubo que esperar a 1983 para que la reforma del Código Penal despenalizara la cirugía genital, y hasta 1987 para que una sentencia del Tribunal Supremo hiciera posible el cambio registral: una mujer trans que se había sometido a una operación quirúrgica solicitó que se hiciera oficial su género real sobre el papel. Habría que esperar nada menos que treinta años para que se desarrollara una ley que regulara todo el proceso burocrático que rodea la transición de las personas trans. Una década más tarde, este colectivo critica la patologización de la transexualidad, que se sigue considerando una enfermedad mental y que exige un diagnóstico psiquiátrico para tener acceso a una terapia hormonal y para cambiar el nombre en el registro.
El progresivo cambio de denominación de la FELGTB testimonia tanto el avance en la lucha por la diversidad como la resistencia de las instituciones, incluso las que representan al propio colectivo. Como recuerda Subversivas, en el año 2000 se situó la letra L de lesbianas antes que la G de gais. En 2002 se añadió la T de trans. Y no fue hasta 2007 cuando se incluyó el discurso bisexual y la B que lo representa. Un pedazo de bandera arcoiris deja constancia, al final de la muestra, de una realidad que también puede olvidarse fácilmente: el Ayuntamiento de Madrid no lució los colores LGTBI hasta 2016. Aunque suene extrañamente lejano.
En medio de la sala, un fantasma del pasado. Tiene dos reguladores, uno en el que se lee "Entrada" y otro en el que se lee "Salida". Al final de dos cables enfundados, unos aplicadores que podrían parecer micrófonos telefónicos del siglo XIX, de esos que el usuario se llevaba a la boca, si no tuvieran otro propósito mucho más siniestro. Lo protege un discreto maletín negro como el que protegía las grabadoras, bastante más pequeño que una máquina de escribir. Una chapa en metal, grabada con elegantes letras caligráficas, revela el nombre del artilugio: Petit Shock. Un aparato de electroshock portátilelectroshock con el que los homosexuales, bisexuales y transexuales españoles de mediados del siglo XX podían seguir aplicándose su propia terapia de aversión cuando se fueran de vacaciones al mar o a la montaña.