Abanicos
Abanicos
La terraza del restaurante rebosaba de gente normal: familias ruidosas, viudas de pocas luces, parejas que no habían tenido suerte en el amor y un portero de fincas en su día de permiso. Era un domingo templado de abril. Los camareros iban y venían con sus bandejas de metal. El sol brillaba en los campanarios de las iglesias. Una suave brisa agitaba el toldo de un cajero del Banco de Santander. Pese a que el día lucía espléndido, la vida continuaba a la hora del almuerzo para quienes tenían que ocuparse de ella. El vendedor de la ONCE. El vendedor de pañuelos de papel. El hombre que acababa de salir de la cárcel y necesitaba dinero para coger un autobús. El hombre con un solo brazo que había perdido su fortuna en un incendio. El guitarrista flamenco y la bailaora en silla de ruedas. Todos pasaban, cada pocos minutos, por la terraza ofreciendo sus mercancías, su arte o su trágica historia y unas veces conseguían unas monedas y otras, no. A la hora del café y los postres, se sumó a esa procesión un vendedor de abanicos. Era un hombre delgado y bien vestido, que transportaba sus artículos en una caja de cartón. Caminó con gran aplomo entre los veladores y ofreció sus abanicos con amabilidad. Tras fracasar en su primera tentativa, volvió a recorrer las mesas, sin resignarse a que nadie le prestara atención. Luego se aupó a un barril de cerveza y maldijo a los clientes del restaurante por su indiferencia. Había hecho aquellos abanicos con sus manos. Él mismo había limado y lijado las varillas. Las había pulido con cera. Las había grabado con una gubia que heredó de su padre. Había cortado y plisado la tela de los abanicos, que había fabricado con jirones de su piel. Ser un abaniquero competente era la vocación a la que había sacrificado su vida. Él no fabricaba simples objetos para mover el aire, una ventosidad servía para mover el aire. Él construía piezas únicas, obras de arte hechas para la contemplación y el deleite de los sentidos. Se consideraba a sí mismo un poeta. ¿Y en qué se diferenciaba la vida de un poeta de la de un hombre que se limitaba a mover el aire con sus ventosidades? Iba a pasar por última vez por las mesas exponiendo sus abanicos. Por un trozo de tarta o un azucarillo cualquiera, quien lo deseara podía quedarse con toda la caja.
Sociedad
Agrupación virtual de personas organizada para coreografiar canciones.
Portglick
Muñeca
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Había mil kilómetros de distancia entre las ciudades de Glickport y Portglick. Un botones dio de beber zumo de naranja a nuestro burro y cargó con el equipaje hasta el interior del hotel. Mientras esperábamos a ser atendidos en el mostrador de recepción, un huésped que merodeaba por el vestíbulo me masajeó las orejas, inflamadas después de haber sostenido el peso de nuestras maletas por la extensa llanura que separa Glickport de Portglick. Una camarera pasó con una bandeja en la que portaba unas copas de orujo muy fino y burbujeante, pero la abierta sonrisa con la que se dirigió a nosotros apagó mi sed. Con las tarjetas de acceso a la habitación, la recepcionista nos entregó dos bombones, que ella misma sacó de una caja roja y nos introdujo acto seguido en la boca. En el ascensor, otro botones de más edad que el que había ofrecido un capazo de zumo a nuestro burro nos informó de que una de las lavanderas del hotel había planchado mis camisas y las fajas de Úrsula, había cosido un clavel a mi sombrero de fieltro y retirado unas hebras de morcilla de la dentadura postiza de mi esposa. Me excité al ver la boca sin dientes de Úrsula y el chocolate fundido que cubría su paladar, pero no pude satisfacer mi deseo de poseerla inmediatamente. El director del hotel nos esperaba en el interior de la habitación. Después de entregar una docena de tulipanes a Úrsula, sacó una batuta del bolsillo de su frac y la sacudió en el aire. Dos violinistas que no había visto hasta ese momento ejecutaron una alegre melodía y nos desearon una feliz estancia en Portglick. Cuando el director del hotel y los músicos se despidieron en la puerta de la habitación, Úrsula y yo corrimos hacia la cama y nos tumbamos debajo. Estábamos aterrorizados. ¿Qué querían de nosotros esos extraños con sus fastidiosas atenciones? ¿No estaban al tanto en Portglick de que la amabilidad había desertado del mundo? Un deseo agónico por regresar al seno de lo familiar se apoderó de mí. Penetré a mi esposa mientras imitábamos el chillido de los cerdos y solo entonces me sentí en casa.
* Javier Mije (Sevilla, 1969) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Ha publicado la novela 'La larga noche' (2014) y los libros de relatos 'El camino de la oruga' (2003), 'El fabuloso mundo de nada' (2010) y 'Curso elemental de misantropía' (2022).