Alejandro Requeijo: "El fútbol moderno ha expulsado a la clase trabajadora de los estadios"
Alejandro Requeijo (Madrid, 1985) propone una Invasión de campo (Penguin Random House, 2023), que el hincha recupere el espacio que por linaje le corresponde en el estadio. Y para ello lanza un alegato, una arenga, en la que abundan conceptos tan aparentemente cotidianos como en desuso a pesar de su profundo significado: identidad, arraigo, patrimonio cultural, legado familiar, comunidad, vínculo, pertenencia. Un manifiesto contra el fútbol como negocio y en defensa del aficionado de pancarta y bufanda.
Con capítulos como El saqueo de las entradas, Estadios sin alma o Movilización y cultura de grada, el periodista, asiduo desde hace décadas de la grada colchonera, plantea su propia rebelión después de haber destapado asuntos tan virales como los famosos audios de Florentino Pérez hablando mal de casi todo el mundo —dentro y fuera del Real Madrid— o los comprometedores contratos de Luis Rubiales como presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF).
En conversación con infoLibre explica su forma de sentir este deporte popular convertido en objeto de lujo por el empuje neoliberal. Entre otras muchas cuestiones.
¿Se rige el fútbol moderno por parámetros que no se le permiten ni permitirían a ninguna institución pública ni empresa privada?
El fútbol hace lo que le da la real gana. Yo no estoy en contra del libre comercio, tampoco del sistema actual, pero incluso el comercio está sujeto a unas normas internacionales y a unos parámetros y contrapesos. No se puede hacer lo que te dé la gana en el sistema de la oferta y la demanda y no todo vale en el mundo del fútbol. A eso se le suma que los gestores del fútbol demasiadas veces han vivido en una especie de burbujas jurídicas donde apenas se puede intervenir desde el exterior, en sistemas blindados. En el libro pongo el ejemplo los años en los que la Confederación Sudamericana de Fútbol (CONMEBOL) tuvo su sede en Asunción (Paraguay) a cambio de que tuviese un blindaje al estilo de una embajada. La policía no podía entrar ahí. Hasta que en 2015 estalló el escándalo FIFA Gate, en el que se detuvo a muchos dirigentes de la Federación Internacional de Fútbol (FIFA), después de un montón de años gobernando de forma, como mínimo, poco transparente.
Un caso destapado después de años de investigación policial y periodística. Pero parece que el periodismo de política deportiva no importa demasiado.
En España hay muy poco interés por lo que tiene que ver con la política deportiva, está todo demasiado concentrado en torno a cuestiones estrictamente deportivas. Siempre en torno a los dos mismos equipos y al relato que conforma esa dualidad Real Madrid - FC Barcelona en la que vive encerrado el fútbol español. Pero es que el hecho de interesarte por la política del fútbol es algo que también se fomenta, tanto a favor como en contra. Cuando el club es tuyo, cuando el estadio lo has construido tú, cuando la gestión diaria de tu club forma parte de las decisiones que toma de forma democrática y común acuerdo una afición, eso deriva en el indudable resultado de que la gente se identifica mucho más con su club que lo que supone ir todas las semanas dos horas a ver un evento deportivo. En otras latitudes donde los aficionados son los dueños de sus clubes la política deportiva importa mucho y está muy presente tanto en los relatos mediáticos como en la propia afición.
Su importancia en nuestro país se comprobó con los famosos audios de Florentino y las informaciones sobre contratos millonarios de la RFEF para disputar la Supercopa de España en Arabia Saudí.
Sí. Pero ocurre que al hacerse poquísimo periodismo de política deportiva se traslada al aficionado, además, un mensaje de pesimismo disfrazado de realismo en el que se asume sin contemplaciones que los gestores del fútbol pueden seguir viviendo de espaldas a cualquier tipo de control o de auditoría. Es un pesimismo y un relato donde la única verdad es el dinero. Entonces, si los jeques te van a dar 40 millones de euros por llevarte el fútbol español a Arabia Saudí, encuentras que los medios de comunicación dicen que es una oferta irrechazable.
Y contra eso debe rebelarse el hincha.
Sí. Y yo me rebelo contra eso por varias cosas. Primero, porque el fútbol español es un patrimonio cultural que pertenece a España y a los españoles que se desnaturaliza si lo sacas de su ecosistema. Segundo, porque estás abriendo la puerta a que el día de mañana, si Corea del Norte ofrece más que Arabia Saudí, no tengas argumentos para decirle que no, puesto que la única verdad es el dinero. Y tercero, porque se ha hecho de una forma en la que apenas ha habido ningún tipo de contrapeso, y eso implica no solo a los medios de comunicación sino también a los futbolistas, que se deberían haber plantado en defensa de sus aficionados.
Invadamos el campo, por tanto.
Vale, pero aclaremos que Invasión de campo es una metáfora con un doble sentido. Por un lado, que nos ha invadido una potencia ajena a los intereses legítimos del hincha, nos están robando y nos están expulsando. Además, es una llamada a que el aficionado tome conciencia de que es un actor fundamental en esto que llamamos fútbol y que, por lo tanto, le corresponde invadir el campo y ocupar el lugar central de los focos.
No somos clientes, somos hinchas, esto no es un mero espectáculo. Los nuevos tiempos, en un afán mercantilista, lo han desnudado de los componentes emocionales, pero es patrimonio cultural, un legado familiar, pertenencia, algo que vivimos en comunidad
El neoliberalismo nos convierte en consumidores y clientes 24/7. Pasa en todos los ámbitos, pero de un tiempo a esta parte se nota aún más su presencia en espectáculos de masas como los grandes conciertos y, efectivamente, el fútbol de élite.
Existe esa relación con los conciertos, por ejemplo, porque se nos trata como clientes. Pero, en este caso, no somos clientes, somos hinchas del fútbol y lo que tenemos delante no es un mero espectáculo. Los nuevos tiempos, en un afán mercantilista y con intereses económicos, lo han desnudado de los componentes emocionales que lo explican para presentarlo como un producto homogéneo donde da igual dónde juegues el partido porque solamente es un espectáculo. Yo digo que no, que lo que nosotros tenemos delante es un patrimonio cultural, un legado familiar, una sagrada vinculación y sentimiento de pertenencia, algo que vivimos en comunidad y explica nuestras ciudades, nuestros barrios, nuestros países. No estoy de acuerdo con que ahora se pretenda homogeneizar para que todo sea igual. El fútbol moderno tiende a prefabricar un producto perfectamente exportable a todos los mercados a base de homogeneizarlo, desnaturalizarlo y quitarle las particularidades que explican cada identidad.
Por eso incluso todos los estadios son iguales. Grandes recintos polivalentes que "sirven para cualquier cosa menos para lo que tienen que servir".
Con una simple mirada, antes un aficionado medio al fútbol podía identificar perfectamente en qué país se encontraba el estadio que estabas viendo. Si era un campo inglés, alemán, español... no digamos sudamericano... En este nuevo escenario, para los clubes los estadios son recintos en los que se pueden albergar un montón de eventos, por lo que resulta más lucrativo explotarlos durante los meses de verano haciendo conciertos o lo que sea.
También se tiene en cuenta a la televisión al construir nuevos estadios.
Así es. De hecho, al tenerlo en cuenta, el aficionado queda mucho más alejado y supeditado a la instalación de cámaras. Incluso la propia normativa de La Liga recomienda que cuando se va a construir un estadio nuevo se cuente con ellos para que tengan cierto asesoramiento sobre los espacios que van a tener que dejar para las cámaras de televisión. El aficionado, por tanto, se convierte en un estorbo para ganar más dinero, y los estadios acaban sirviendo, efectivamente, para todo menos para lo que tienen que servir.
Los hinchas expulsados y el dinero de la televisión mandando. Todo encaja en este modelo de individualismo total en el que, no hablemos ya de ver una película junto a otros desconocidos en el cine, sino que incluso se pueden pedir churros a domicilio.
Justo por eso yo soy partidario de que los estadios estén en los lugares que los explican. Que estén integrados en los barrios, que los barrios estén integrados en el estadio, que sea una relación de ida y vuelta. Que los clubes de fútbol tengan una vinculación mucho más allá de una empresa que gana dinero, sino que esté sensibilizada con las preocupaciones de sus vecinos. Eso tiene que representar un club de fútbol porque nacieron con esa vocación. Eran instituciones en torno a las cuales se agrupaban vecinos, trabajadores, gremios, inmigrantes, que se sentían identificados en una institución que les representaba y que les trascendía.
La supervivencia del fútbol a medio y largo plazo pasa por respetar el sagrado vínculo de pertenencia de los aficionados con sus clubes. Respetar las tradiciones, cuidar los símbolos que nos explican y que estamos comprometidos a defender
Así se hacía comunidad donde antes no había.
Claro, y eso al final acaba conformando un tejido social que se apreciaba perfectamente en las gradas. Si tú atomizas eso, si les expulsas, al final las gradas pierden ese papel de expresión popular para convertirse en prohibitivos objetos de lujo a los que suele acceder una clase privilegiada deseosa muchas veces solamente de captar emociones. Pero en cuanto se aburren se van, mientras que la afición antaño estaba basada en sentimientos y códigos que no se perciben yendo solamente una tarde a un estadio, sino cultivando un legado a través de varias generaciones. Lo cual es también algo muy rentable, porque le estás garantizando al club una fidelidad de generación en generación, no solamente de una tarde. Por eso, el actual modelo me parece bastante suicida. Los campos de fútbol antes eran lugares de empoderamiento de la clase trabajadora y ahora se han convertido en un objeto de lujo. Y los que no, van camino de convertirse.
No es ya que las entradas sean cada vez más caras, es que ya no caben más palcos VIP. ¿O sí?
Un ejemplo: muy poca gente sabe que en Inglaterra están revisando la prohibición de beber alcohol en los estadios. Se ha demostrado, pasados cuarenta años, que se siguen manteniendo unos modelos para una sociedad que ha cambiado mucho, y se da la paradoja de que, en el mismo estadio, si se organiza un partido de rugby o un concierto se permite beber alcohol, pero si es un partido de fútbol no se permite. Pueden hacerlo fuera o pueden hacerlo en los mismos vomitorios mientras dura el descanso, y esa serie de incoherencias se están poniendo encima de la mesa en Reino Unido. Aquí, en España, eso es impensable porque está muy afianzado el relato de que alcohol es igual a violencia y es igual a aficionado violento. Pero si pagas 300 euros por una entrada tienes un palco donde te están poniendo whisky hasta que tú quieras. El problema no es al alcohol, el problema es pagar más.
El dinero siempre está en el epicentro de todo. En el caso del fútbol, parece evidente, pero, ¿lo está aún más de lo que parece?
Las cosas no pasan de forma caprichosa y siempre tienen una explicación. A día de hoy, muchas décadas después, Europa sigue teniendo el modelo de los estadios que surgió a partir del Informe Taylor, encargado por el Gobierno del Reino Unido a Lord Taylor of Gosforth después de las tragedias de Hillsborough (1989) y Heysel (1985). Fue así como el gobierno ultraconservador de Margaret Thatcher, que estaba radicalmente enfrentada con las clases trabajadoras, desplegó un relato en el que se vinculaba a esas clases trabajadoras con la violencia que se producía en los estadios. Así, el Informe Taylor planteaba que todos los asientos tenían que estar sentados, con lo que se acababa con esas gradas de pie históricas, y hubo que hacer unas reformas en términos de seguridad que tuvieron que asumir los clubes y que, por lo tanto, repercutieron en los precios de las entradas. Ese informe también desaconsejó las entradas de un solo día, que se subieron de precio para fomentar los abonos de temporada que solamente estaban al alcance de clases más privilegiadas.
De nuevo, el hincha es apartado.
Se cambió el ecosistema y en cuestión de años el precio del fútbol subió más de un 1.000%, por lo que este fútbol moderno supuso de facto la paulatina expulsión de la clase trabajadora de los estadios. Me costaría mucho en la época actual concretar cuáles son las características de la clase trabajadora, pero es cierto que esa clase trabajadora de los ochenta y los noventa fue maltratada y empujada al exterior de los estadios. Muchos años después, por cierto, se demostró que el desastre de Hillsborough, en torno al cual Thatcher había basado su relato de criminalización de la clase trabajadora, había sido una catástrofe provocada por la negligencia de la propia policía de Thatcher y no por la afición del Liverpool. Por eso, dos décadas después, incluso el propio gobierno británico de David Cameron pidió perdón a las familias de los fallecidos en aquella catástrofe. 23 años tarde, en 2012, un año antes de la muerte de Margaret Thatcher.
¿Ahora el modelo del fútbol inglés marca un buen camino a seguir?
Justamente este fin de semana el Financial Times publicaba un reportaje que se titulaba La Premier League es global porque es local. Es decir, el respeto a la tradición, a lo local, a los legítimos dueños de eso, es lo que ha terminado por generar un producto, si quieres llamarlo así, que ha conquistado a todo el mundo porque quieren formar parte de eso. Y eso pasa por reconocerle al aficionado la cuota de protagonismo que tiene en todo esto. Sin hinchas no hay fútbol, sería otra cosa, eso para empezar. La bufanda, antes que el balón. La supervivencia del fútbol a medio y largo plazo pasa por respetar el sagrado vínculo de pertenencia de los aficionados con sus clubes. Respetar las tradiciones, cuidar los símbolos que nos explican y que estamos comprometidos a defender.
¿Hay ejemplos de todo eso en España?
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Vallecas (Rayo Vallecano) tiene una identidad, y una identidad muy fuerte. Es un gran ejemplo de cómo un estadio está identificado con un barrio y un barrio con un estadio. En España vivimos muy condicionados por el relato que imponen los grandes, pero tú te vas actualmente a Anoeta (Real Sociedad) y ves un estadio feliz de gente identificada con un club que tiene ocho canteranos, ocho vecinos de Zubieta en el césped. El Benito Villamarín (Real Betis) tiene un gran ambiente. Y qué decir de la tradición secular del Athletic Club, que ha vivido unas elecciones hace muy poco y todo giró en torno a cuestiones identitarias y no en torno a fichajes o beneficios. Incluso hoy hay más gente del Deportivo en A Coruña que hace veinte años, porque la generación que vivió lo del Súper Dépor ha tenido hijos y les ha inculcado la pasión por el equipo, aunque no les acompañen los resultados.
¿Qué pensarán Florentino y Rubiales de todo esto?
No sé muy bien lo que piensan, sinceramente. Pero este es un libro que habla de identidades. Yo respeto la identidad del Santiago Bernabéu, aunque no es la mía, entendiendo que tiene una personalidad propia que no me gustaría que desapareciera por fines ajenos a lo que quiere esa grada. Hablo por boca de amigos madridistas con abono, que me dicen que el ecosistema está cambiando, que se está expulsando al aficionado tradicional por dar cabida a gente que acude al partido en el minuto 15 con bolsas de la calle Serrano, sin enterarse absolutamente de nada, y que se marchan antes de que acabe el partido porque ya han hecho lo que querían hacer: las fotos para subir a Instagram.